El G-8 es el club más exclusivo del planeta, el más promocionado y a la vez el más secreto y menos conocido. Sus miembros se reúnen una vez al año para discutir de política a puertas cerradas. No toman resoluciones y si acaso llegan a una conclusión común no existen mecanismos para implementarla, ni reglas […]
El G-8 es el club más exclusivo del planeta, el más promocionado y a la vez el más secreto y menos conocido. Sus miembros se reúnen una vez al año para discutir de política a puertas cerradas. No toman resoluciones y si acaso llegan a una conclusión común no existen mecanismos para implementarla, ni reglas de juego que los obliguen a cumplirla. Nada importante entonces, si no fuera por el pequeño detalle de que los ocho contertulios no son ni más ni menos que los presidentes y primeros ministros de algunos de los países más poderosos del planeta: Estados Unidos, Canadá, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y Rusia.
Sus colegas de Brasil, India y China suelen ser invitados a tomar el té y participar de algunas conversaciones, y desde hace algunos años los «ocho» también tienen la cortesía de invitar a la mesa por algunos minutos -y a sacarse otra foto- a cuatro o cinco presidentes africanos.
Como las reuniones son secretas nunca se sabe qué temas trataron. La única certeza es, paradójicamente, sobre qué temas no discutieron, que son precisamente aquellos sobre los cuales versará el comunicado final a la prensa. Ese texto es trabajosamente negociado durante meses por los delegados personales de los dirigentes, que asumen el fardo de escribir antes de la reunión los acuerdos para que sus jefes puedan charlar con libertad sobre lo que de verdad les preocupa. Estos negociadores se llaman a sí mismos «sherpas», comparando su tarea con la de los sherpas del Himalaya, que ayudan a los escaladores a llegar a las cumbres.
Los sherpas cargan el peso de las negociaciones trabajosas para que los líderes puedan tener una reunión informal, descontraída y sin presiones de agenda, cimentando relaciones interpersonales y posibilitando diálogos fermentales. «Se discute de cualquier cosa menos de economía», me explicó hace un par de años un ex sherpa: «Mientras los ‘ocho’ acaparan titulares, fotos y la ira de los manifestantes, el verdadero poder está en el Grupo de los Siete» (o sea los ministros de finanzas del G-8 menos Rusia), que resuelven en reuniones más reservadas aún los temas de la economía globalizada.
La tesis de que lo importante es el encuentro de los líderes y no sus conclusiones prevaleció en las reuniones del G-8 hasta hace pocos años, al punto que algunas reuniones, como la realizada en Canadá en 2002, ni siquiera tuvo comunicado común, sino apenas una declaración resumen del primer ministro anfitrión. En el otro extremo, el primer ministro Tony Blair, coherente con su práctica de anunciar metas verificables para la acción de su gobierno, no sólo enfatizó el comunicado en su afán por mostrar resultados concretos a la opinión pública, sino que lo hizo firmar en ceremonia pública por los ocho mandatarios, como si fuera un tratado y no una mera declaración.
Enmarcada por conciertos simultáneos de rock en varias capitales, manifestaciones multitudinarias contra la pobreza y los atentados del 7 de julio en el metro londinense, la reunión de 2005 del G-8, presidida por Tony Blair en la localidad escocesa de Gleneagles, fue la de mayor impacto mediático jamás realizada, más aun que la presidida por Silvio Berlusconi en Génova en 2001, de triste fama por la muerte de un manifestante antiglobalización. Tony Blair logró en Gleneagles, al menos parcialmente, disociar su imagen política del desastre de la guerra en Irak. Las organizaciones ciudadanas aplaudieron su determinación al enfrentar en el mismo día a los atentados terroristas en Londres, la insensibilidad del presidente George W. Bush a los temas del cambio climático y de casi todos los demás a la tragedia de la pobreza en África.
Ahora, a pocos días del final de su mandato, Tony Blair va a ir a Heiligendamm a despedirse de sus colegas después de un tiempo record de diez años de pertenencia al «club de los ocho». Pero esta vez la opinión pública y los manifestantes no van a pedirle promesas sino rendición de cuentas. «Dos años después, la verdad inaceptable es que las promesas se han roto, con terribles consecuencias», afirma un detallado informe que acaba de publicar la organización humanitaria Oxfam.
«Desde la cumbre del G-8 de 2005, se ha cancelado la mayoría de las deudas debidas por veintidós países al FMI y al Banco Mundial. Hay veinte millones de niños más escolarizados. Se han distribuido dieciocho millones de mosquiteros y más de un millón de personas tienen ya acceso al tratamiento para el VIH y el sida. (…) Pero a pesar de estos avances, los países ricos siguen sin cumplir todo lo prometido, y con frecuencia lo que se consigue es a trompicones, insuficiente y a un ritmo demasiado lento», dice el estudio (ver: www.oxfam.org).
La ayuda no es la solución a todos los problemas, pero cuando se trata de combatir la pobreza es la acción más inmediata, rápida y efectiva si está bien concebida y honestamente administrada. En 2005, recuerda Oxfam, el G-8 prometió incrementos anuales en su ayuda de 50.000 millones de dólares. Esto no es suficiente y significa apenas la mitad de la meta, establecida en 1970, de conceder como ayuda el 0,7 por ciento del PIB de los países ricos. Sin embargo, apenas dos años después de Gleneagles, la ayuda de los países del G-8 a los países pobres está disminuyendo, no aumentando.
Con relación a la deuda externa, Oxfam enumera los beneficios obtenidos por veinticuatro de los cuarenta países más pobres del mundo a los que se les ha cancelado la deuda bilateral y multilateral. Pero diecisiete de los países potencialmente beneficiados todavía están en la lista de espera y al menos veinte más deberían ser incluidos en ella para acercarse al cumplimiento de las metas de reducción de la pobreza acordadas para el año 2015.
En el aspecto comercial es donde peor ha sido el desempeño de los «ocho». La Ronda de Doha de negociaciones multilaterales está prácticamente estancada y existe la amenaza de que Estados Unidos y la Unión Europea lleguen a un acuerdo e impongan a la mayoría un resultado desfavorable para los intereses de los países pobres. «Si esto sucede, los países en desarrollo verán mínimos resultados en los temas que les importan, como la reducción del dumping, y en cambio tendrán que pagar con ‘concesiones’, abriendo sus mercados a productos industrializados, servicios y alimentos procesados».
Peor aún, el estancamiento en la Organización Mundial de Comercio (OMC) está siendo usado por Estados Unidos y la Unión Europea para presionar por acuerdos bilaterales «que no tienen resultados favorables al desarrollo al exigir mayor liberalización del comercio y las inversiones que la OMC y reglas más estrictas de propiedad intelectual».
Con meticulosidad, Oxfam calcula el costo del no cumplimiento de las promesas. No en dinero sino en vidas. De aquí a 2010, medio millón de personas portadoras de VIH-Sida morirán por falta de tratamiento que les podría haber sido provisto, dos millones de madres morirán por falta de atención básica en sus partos, dos millones y medio de niños morirán por causas que la ayuda prometida y no concedida podría evitar.
Total: cinco millones de muertes anunciadas.
*Roberto Bissio es Director Ejecutivo del Instituto del Tercer Mundo.