El director del Fondo Monetario Internacional (FMI), el español Rodrigo de Rato, anunció sorpresivamente su renuncia «por motivos personales» el jueves pasado.
De Rato continuará en su cargo hasta el final de la asamblea anual conjunta del FMI y el Banco Mundial en octubre, pero la discusión sobre su sucesor, cómo será elegido y el futuro mismo de la institución ya agita los medios financieros y políticos internacionales, cuando todavía no se asentaron en Washington la polvareda causada en la vereda de enfrente por la renuncia forzada de Paul Wolfowitz a la jefatura del Banco Mundial en medio de un escándalo por nepotismo y mala administración.
De Rato, ex ministro de Economía de José María Aznar, gobierna el FMI desde hace dos años y medio, cuando su antecesor Horst Koehler fue elegido presidente de Alemania.
Según un «pacto de caballeros» que data desde la creación de ambas instituciones en la Conferencia de Bretton Woods (1944), el Banco Mundial siempre ha tenido presidentes estadounidenses mientras que el director del FMI es designado por los europeos.
Pero en el ínterin la membresía de ambas instituciones ha crecido a 185 países y tanto los mecanismos de selección como los de voto ponderado en función de las acciones que los países poseen están siendo duramente cuestionados. Aun después de la decisión adoptada en octubre pasado de aumentar los votos de México, Turquía, Corea del Sur y China (a costa fundamentalmente de los africanos), Estados Unidos tiene diecisiete por ciento de los votos y, por consiguiente, poder de veto, ya que todas las resoluciones importantes precisan de una mayoría de ochenta y cinco por ciento. En contraste, China e India combinadas suman apenas seis por ciento de los votos, aunque tienen un tercio de la población mundial y enormes reservas internacionales.
Mientras que en las Naciones Unidas cada país tiene un voto pero el presupuesto es repartido en función de la capacidad de pago (veinticinco por ciento en el caso de Estados Unidos), en el FMI los países que no votan son los que pagan, ya que los gastos del funcionamiento de la institución, su costosísimo nuevo edificio a pocas cuadras de la Casa Blanca y los sueldos de sus casi tres mil funcionarios son financiados como en un banco con la diferencia entre los intereses que el FMI paga por el dinero que presta y los intereses que cobra a los países que solicitan su asistencia. Así, por ejemplo, un país pequeño como Uruguay con 0,15 por ciento de los votos, llegó a pagar una proporción muchísimo mayor del funcionamiento de la institución cuando estaba altamente endeudado con ella.
No fue por este motivo, sin embargo, que en los últimos dos años los mayores deudores del FMI (Brasil, Argentina y Uruguay entre ellos) resolvieron pagar por adelantado sus préstamos, sino en busca de liberarse de sus condicionalidades, a menudo guiadas por los intereses políticos del Grupo de los Siete (G-7), más que por mera lógica económica.
El G-7 (Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Italia, Japón y Canadá) está formado por los ministros de Finanzas del G-8 menos Rusia. Si bien Rusia fue invitada a formar parte del G-8 al final de la Guerra Fría, nunca fue llamada a las «consultas» del G-7, donde se coordina entre otras cosas una política común para las instituciones de Bretton Woods. Hace un año, cuando junto con una docena de dirigentes de ONG internacionales entrevistamos a Vladimir Putin en su dacha en las afueras de Moscú en vísperas de la reunión del G-8, el presidente ruso nos prometió que trataría de poner en la agenda la reforma del FMI. «Argentina tuvo en su momento mucho mejor trato del FMI que Rusia», se quejó amargamente Putin. «¿Por qué? Porque había que salvar empresas estadounidenses. Pero eso no evitó la bancarrota argentina». Y, en cuanto a los condicionamientos, agregó: «Ustedes no se imaginan el tipo de presiones que yo tuve que recibir del FMI, reclamos que no tenían nada que ver con las finanzas… Si eso le pasaba a Rusia, me consta que es peor con países mucho más débiles».
Ante la oportunidad que presenta la abundancia de dinero en los mercados de capitales y su disposición a comprar bonos de las economías emergentes, junto con el surgimiento de nuevos donantes como China o Venezuela, los países están «votando con los pies», abandonando al FMI y acumulando reservas propias o regionales.
La institución no sólo está, como dijo el Washington Post, en «riesgo de irrelevancia», sino que en los últimos años no logra pagar su propio funcionamiento. Necesitado de aplicar a su propia organización un ajuste estructural similar al que recomienda a los países cuyas cuentas no cierran, De Rato debió enfrentar presiones de todo tipo de su staff cuando intentó recortar los servicios de cafetería gratis o subsidiados u obligar a las misiones en gira a volar en clase ejecutiva y no en primera. Los economistas que se negaron a utilizar las reservas de oro del FMI para condonar las deudas de los países más pobres del mundo recomendaron vender el oro para pagar sus salarios, una medida que hasta el momento los directores ejecutivos no han autorizado.
Los cuestionamientos al FMI son profundos y la propia sabiduría de su marco conceptual está en cuestión. Un «comité sombra» de antiguos ministros de Economía latinoamericanos, presidido por Liliana Rojas-Suárez, ex funcionaria de la institución y actual asociada del think-tank Centro para el Desarrollo Global de Washington, ha propuesto que el Fondo se desentienda de todas sus responsabilidades no esenciales, pase al Banco Mundial los aspectos de asistencia y se concentre exclusivamente en los temas financieros, aprovechando la época de vacas gordas actual para crear nuevos mecanismos de acceso rápido al crédito en caso de irrupción de una nueva crisis internacional.
Desde el otro lado del mundo, mientras tanto, el banco central de China criticó duramente el 20 de junio la decisión del FMI de reformar el Artículo IV de su carta para obtener poder de supervisar las políticas cambiarias de los miembros, detrás de lo cual el país asiático ve la mano de Estados Unidos interesado en revaluar el renminbi (la moneda china). No sólo se critica la sabiduría de la propuesta, sino también que haya sido adoptada en contra de la opinión de muchos países en desarrollo (y de China): «Políticas adoptadas sin amplia aceptación de los miembros pueden debilitar la reputación y el papel supervisor del FMI», agregan desde Beijing en claro tono amenazante.
Por su parte, las ONG disparan contra el FMI desde otro ángulo. Un documentado estudio de un grupo de investigadores encabezado por ActionAid demuestra a través del análisis de casos concretos en varios países africanos que los programas macro-económicos de la institución restringen innecesariamente la ampliación de los gastos de salud, aun cuando existe financiamiento internacional para ellos, por ejemplo en el marco de los programas mundiales contra el VIH-Sida, la tuberculosis y la malaria.
Pero el FMI está de momento paralizado y por ahora toda innovación está congelada hasta que se resuelva la sucesión de De Rato. El próximo lunes se reúne en Bruselas ECOFIN, el consejo que agrupa a los ministros de Finanzas de la Unión Europea, y el primer punto a resolver será si Europa va a imponer su propio candidato a suceder a De Rato o si, coherentes con la críticas que hicieron a la designación unilateral por la Casa Blanca del sucesor de Paul Wolfowitz en el Banco Mundial, resuelven impulsar un proceso abierto y transparente de selección de candidatos, una tesis que contaría con el apoyo del Reino Unido, Holanda y Suecia.
Por el momento, el principal candidato es Jean Lemierre, director del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, seguido por Mervyin King, gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Crockett, ex director del Banco Internacional de Pagos de Basilea, y Mario Braghi, gobernador del Banco de Italia.
Entre los potenciales candidatos no europeos lidera la tabla el ministro sudafricano de Finanzas, Trevor Manuel, seguido por el brasileño Armiño Fraga y Stanley Fisher, gobernador del Banco de Israel.
Roberto Bissio es director ejecutivo del Instituto del Tercer Mundo.