En 1974, el general William Westmoreland, al mando de las tropas de EEUU que combatían en Vietnam, declaró: «Los orientales no dan a la vida el mismo alto valor que los occidentales. La vida es [allí] abundante, la vida tiene un precio muy barato en Oriente». De este modo trataba de justificar con cinismo la […]
En 1974, el general William Westmoreland, al mando de las tropas de EEUU que combatían en Vietnam, declaró: «Los orientales no dan a la vida el mismo alto valor que los occidentales. La vida es [allí] abundante, la vida tiene un precio muy barato en Oriente». De este modo trataba de justificar con cinismo la constante pérdida de vidas humanas no combatientes que llevaban consigo los ataques aéreos efectuados contra núcleos campesinos de población, donde se refugiaban los guerrilleros del Vietcong. Se refería a lo mismo que más tarde, en Palestina, los Balcanes, Afganistán, Iraq o Líbano, se ha dado en llamar «víctimas colaterales» de la guerra.
Pues no eche las campanas al vuelo el lector irritado por lo que viene presenciando en Iraq, cuando le lleguen las noticias sobre una posible y gradual retirada de las fuerzas de ocupación en ese país, ni conciba falsas esperanzas sobre un final pacífico de esta guerra. Porque de lo que sí puede estar seguro es de que, si se cumplen los planes del secretario de Defensa de EEUU, que prevén una sustancial reducción a medio plazo del contingente militar allí desplegado, para concentrarlo en unas pocas y muy reforzadas bases militares, el más evidente resultado de la reorganización será un notable aumento de las operaciones de ataque aéreo, como ya viene ocurriendo en Afganistán.
Es precisamente el recurso frecuente al poder aéreo lo que desde hace ya bastantes años ha hecho aumentar espectacularmente el número de «incidentes», «errores», «confusiones» o como quiera llamárseles, que implican la muerte de un creciente número de personas no combatientes, con esa inevitable coletilla que suele aparecer en las noticias de este tipo: «incluyendo mujeres y niños».
La guerra basada en ataques aéreos es cada vez más brutal, pero no resulta fácil percibirlo y los medios de comunicación hacen poco por iluminar esta cuestión. La brutalidad se advierte con facilidad cuando explota un coche bomba en un mercado o cuando se decapita a un rehén ante las cámaras de televisión. Esto es salvajismo en estado puro. Pero el terror que los ataques aéreos produce entre las poblaciones que los sufren suele pasar inadvertido, porque raras veces hay corresponsales que puedan informar desde el lugar atacado en el momento del bombardeo.
Esto es lo que está ocurriendo actualmente en Afganistán, desde donde sin interrupción nos llegan noticias de ciudadanos muertos como consecuencia de los bombardeos de EEUU o de la OTAN (al fin y al cabo son los mismos aviones). De nada parecen servir las repetidas protestas del fantasmal presidente del país, Hamid Karzai, quejándose de la muerte de sus compatriotas como consecuencia de esas acciones de guerra, en número que supera ya este año al de los asesinados por los talibanes.
Un oficial británico, recientemente regresado de la provincia afgana de Helmand, advertía hace poco: «Cada muerte de un civil inocente significa cinco nuevos talibanes». Recordaba que, en la guerra contra el terrorismo, las bajas entre la población civil como consecuencia de acciones aéreas contra los insurgentes son muy contraproducentes, ya que se predispone al pueblo contra las fuerzas que libran esa pretendida guerra contra el terror y se agrava el ambiente de hostilidad en el que prosperan los terroristas.
Pero el poder aéreo se ha rodeado de un halo mítico; es una especie de religión estratégica a la que el Pentágono rinde culto sin preocuparse por sus nefastas consecuencias, reacio a aprender las lecciones de la Historia (nunca sólo desde el aire se ha ganado una guerra ni se ha subyugado la voluntad de los pueblos resistentes) y opuesto a todo razonamiento que intente destruir la leyenda forjada en torno de él. Considerar que el poder aéreo es la nueva forma de barbarie bélica moderna es hoy una idea que criminaliza a quien la plantea, pero que refleja crudamente la realidad bélica del presente.
Por muy «inteligentes» que sean las armas, siempre serán utilizadas por personas capaces de equivocarse. Si además se usan contra núcleos poblados, donde las gentes siguen haciendo su vida habitual y donde el enemigo armado se confunde con la población (aunque ésta no le apoye), la guerra implicará la muerte de inocentes. La ecuación está clara: se ahorran las vidas de nuestros soldados a cambio de aniquilar vidas de personas que poco tienen que ver con el conflicto. Ésta es la atroz realidad de la guerra moderna. Porque, además, el poder aéreo se suele aplicar sin cortapisas cuando se posee un dominio del aire pleno e incontestable.
Todo induce a pensar que esta evolución de la guerra hará que, en el futuro, sean las bajas militares las que hayan de tenerse como «víctimas colaterales», puesto que las bajas de civiles no combatientes se dan ya por descontadas y forman parte de la estrategia adoptada.
* General de Artillería en la Reserva