El Fondo Monetario Internacional (FMI) está siendo sacudido por tres crisis simultáneas.
La primera es una crisis de legitimidad, motivada por la renuncia del español Rodrigo de Rato a la jefatura de la institución y el intento de los ministros de finanzas europeos en hacer valer su «derecho» a designar un sucesor, cargo para el cual ya han propuesto un candidato: el ex ministro socialista francés Dominique Strauss-Kahn. Sin embargo los ingleses han roto la unidad interna de la región con la propuesta tan simple como lógica de «elegir al mejor» y no necesariamente a un europeo. Si Europa aceptara la idea democrática de admitir varias candidaturas, en un futuro el Banco Mundial podría a su vez dejar de tener un presidente norteamericano. Después de todo, en ambas instituciones financieras la mayoría de los miembros son países en desarrollo.
La segunda crisis es financiera. En momentos de auge de los precios de las materias primas y abundante oferta de financiamiento, los países de ingresos medios han dejado de pedir prestado al FMI y han pagado sus deudas por adelantado. Como el FMI vive de los intereses que cobra por sus préstamos, la falta de clientes lo está llevando a una situación de no poder pagar su propio funcionamiento.
La tercera crisis es más profunda y menos conocida: los fundamentos teóricos del FMI y la sabiduría con la que ejerce su rol de supervisor sobre las políticas macroeconómicas están siendo cuestionadas, ya no por críticos radicales sino desde dentro mismo de la institución y por los economistas del establishment.
En efecto, un nuevo informe publicado por la Oficina Independiente de Evaluación (OIE) sobre «El FMI y la ayuda al África subsahariana» examinó los programas de la institución en veintinueve países de la región entre 1999 y 2005 y concluyó que importantes porcentajes de la ayuda externa recibida por esos países no estaban siendo utilizados, como resultado de las políticas del FMI sobre inflación y sobre reservas. Según la OIE -una especie de auditoría interna del FMI-, más de un tercio de la ayuda adicional recibida por los países africanos en los últimos años se destinó a acumular reservas y no a combatir la pobreza e incluso donde ya existían reservas de divisas suficientes, sólo tres de cada diez dólares adicionales de ayuda recibida fueron efectivamente gastados y los otros siete se destinaron a pagar deudas o a incrementar aún más las arcas de los bancos centrales.
En el año 2000, la mayor cumbre de jefes de Estado jamás realizada aprobó los «Objetivos de Desarrollo del Milenio», con metas concretas de reducción de la pobreza y de avances en la salud y la educación en los países más pobres. En los años siguientes, grandes campañas populares de solidaridad con África en los países ricos, incluyendo la movilización masiva de celebridades durante los conciertos simultáneos «Live Eight» en 2005, llevaron a revertir la tendencia a la baja en la ayuda internacional que se registró en la última década del siglo XX. Ahora se descubre que la mayor parte de esta ayuda adicional no se dirige a mejorar la educación o la salud y que el motivo de este desvío masivo de la ayuda a otros fines no son dictadores desviando dinero a cuentas numeradas en Suiza (que también los hay), sino las políticas económicas impuestas por el FMI. Lo paradójico es que los mismos países europeos que aumentaron la ayuda -en mucho mayor proporción que Japón o Estados Unidos- son los que dictan las políticas del FMI y designan a su director gerente.
Según el informe de la OIE, la principal razón para no gastar la ayuda recibida es la insistencia del FMI en mantener niveles muy bajos de inflación. A países con inflación anual superior al umbral permitido de cinco a siete por ciento, la institución financiera sólo les permite gastar quince dólares de cada cien de ayuda adicional. La oficina evaluadora concluyó que tanto la junta ejecutiva del FMI como sus directores y gerentes jamás estuvieron entusiasmados con el énfasis de los donantes en la reducción de la pobreza ni con los esfuerzos por aumentar la ayuda para permitir mayores gastos en los Objetivos del Milenio.
La campaña para aumentar los gastos en educación y salud en los países pobres tiene entre sus principales defensores al economista Jeffrey Sachs, profesor de la Universidad de Columbia y asesor de las Naciones Unidas. Antes de convertirse en crítico del FMI, Sachs, graduado con honores de la Universidad de Harvard, fue su asesor y en la última década del siglo pasado adquirió renombre como autor intelectual de la estrategia de shock neoliberal para los ajustes estructurales que se llevaron a cabo en Bolivia, Polonia y Rusia.
Por su parte, el Centro para el Desarrollo Global, un think-tank de Washington conformado en gran parte por ex funcionarios del Banco Mundial y el FMI, acaba de publicar un informe titulado «¿Coarta el FMI los gastos de salud de los países pobres?», cuya principal conclusión es que hay que sacarle el signo de interrogación al título. En base a estudios en Mozambique, Rwanda y Zambia el informe concluye que «la evidencia sugiere que los programas fiscales apoyados por el FMI han sido demasiado conservadores» «y no han explorado opciones viables de aumentar el gasto público». Sobre la política monetaria «la evidencia empírica no justifica empujar la inflación a estos niveles (el umbral de cinco a siete por ciento) en países de bajos ingresos».
El fanatismo con que el FMI combate la inflación a costa de los gastos sociales es motivo de preocupación incluso para la Oficina Contable del Gobierno (GAO) de Estados Unidos, que ha observado en un documento oficial que hay «un área gris sustancial» entre niveles razonables de inflación (de entre diez y veinte ciento) y las metas de la institución financiera, y que «políticas demasiado preocupadas por la estabilidad macroeconómica pueden ser demasiado austeras, bajando el crecimiento económico e impidiendo la reducción de la pobreza».
El tema es tan serio que el principal titular de la página web del FMI en estos días está dirigido a comentar estas acusaciones. Para los economistas es un debate apasionante, pero para los pobres la imposición de políticas fiscales y monetarias «demasiado austeras» quiere decir falta de maestros y médicos e imposibilidad de encontrar trabajo, mientras que los contribuyentes en los países ricos básicamente están siendo engañados ya que el (pequeño) porcentaje de sus impuestos dedicado a ayuda externa es desviado a otros fines sin que Transparency International pueda alegar corrupción.
El doble discurso lleva a una situación kafkiana para los gobiernos democráticos de los países pobres, ya que aun cuando logren, a costa de sacrificios de su población, pagar las deudas con el FMI, su tutela persiste. Porque los países donantes sólo aumentan su ayuda a aquellos gobiernos cuyas políticas macroeconómicas tienen el visto bueno del FMI… que no les va a dejar gastar la ayuda que reciban, exponiéndolos después a acusaciones de haberla malversado.(FIN)
Roberto Bissio es director ejecutivo del Instituto del Tercer Mundo.