En su ensayo Hamlet y D. Quijote (1860), Iván Turguéniev dividió a los escritores en dos grandes grupos que se pueden considerar representados por estas figuras literarias. Los primeros, inclinados al análisis pormenorizado de todo, se convierten irremediablemente en escépticos incapaces de llevar nada a término. Los segundos por el contrario, envenenados de ideas quiméricas, […]
En su ensayo Hamlet y D. Quijote (1860), Iván Turguéniev dividió a los escritores en dos grandes grupos que se pueden considerar representados por estas figuras literarias. Los primeros, inclinados al análisis pormenorizado de todo, se convierten irremediablemente en escépticos incapaces de llevar nada a término. Los segundos por el contrario, envenenados de ideas quiméricas, fracasan una y otra vez hasta que al fin logran sus objetivos. Turguéniev reconocía en sí mismo rasgos de hamletismo, e inevitablemente transmitió éstos a muchos de sus personajes, aunque el lado quijotesco de su personalidad aflora también intermitentemente en su producción. Esta ambivalencia refleja en realidad la tensión entre la vida aristocrática plena de valores vacíos en la que se desenvolvía, y el encuentro ineludible con el régimen de servidumbre en que ésta apoyaba su existencia.
Hijo de una rica heredera y un coronel de caballería que murió cuando él tenía dieciséis años, Iván Serguéievich Turguéniev (1818-1883) siguió cursos en las universidades de Moscú y S. Petersburgó, y viajó después a ampliar estudios en Alemania, donde la filosofía y el modo de vida de este país produjeron en él una honda impresión, transformándole en un partidario entusiasta de la europeización de Rusia. Turguéniev residió gran parte de su vida en París, donde fue amigo de Flaubert, Daudet y Zola, y en Baden-Baden, al pie de la Selva Negra, donde su casa era centro de reunión de artistas y escritores, y no es extraño que muchas veces sea caracterizado como el más occidentalizado de los grandes autores rusos del XIX. Su producción abarca todos los géneros, con un buen número de obras dedicadas a presentar un paisaje espiritual de la aristocracia rusa de su tiempo. En ellas aparecen personajes de ideología diversa, pero unidos todos en su pasividad ante la autocracia que gobernaba Rusia. Un hombre de brillantes intuiciones como el protagonista de Rudin (1857), su primera novela, resulta después un inepto a la hora de actuar. Se desarrolla aquí ya un bosquejo del «hombre superfluo», un sujeto que encontramos en otras obras de Turguéniev y en la literatura rusa posterior y que viene marcado por este patrón de pensamiento improductivo y ocioso. En estos libros el elemento hamletiano es dominante, con personajes incapaces en general de llevar sus ideas a la práctica.
El panorama se enriquece notablemente en la que viene siendo considerada la mejor novela de Turguéniev, Padres e hijos (1862), donde junto al elenco habitual de nobles y siervos cortados por los moldes convencionales aparece un individuo exótico, Yevgueni Bazárov, un joven médico que se define a sí mismo como nihilista. Este nihilismo, que se extendía en aquella época por Rusia, cuestionaba los valores tradicionales y defendía la libertad de pensamiento y la emancipación del ser humano de todas las instituciones que lo agobian, y debe ser entendido más como una corriente filosófica que como una praxis revolucionaria. Aunque la obra fue escrita desde una profunda simpatía por este movimiento, en su momento fue repudiada por los círculos nihilistas, que veían en Bazárov una caricatura de su ideario. Obviamente, lo que Turguéniev pretendía al introducir a Bazárov en su narración no era presentarnos un compendio doctrinal, sino un personaje real enormemente complejo, y es precisamente en esta complejidad en la que radica el mayor interés del personaje y de la novela. Bazárov ha asumido la nueva visión, y exalta en sus conversaciones el razonamiento científico y denigra el arte y el romanticismo, pero cuando se enamora como un colegial de la bella y acaudalada Anna Odintsova y es rechazado por ella, algo se rompe en su interior. Su fallecimiento poco después por un contagio de tifus simboliza en realidad el fracaso de un pensamiento revolucionario que se debatía todavía con un anclaje demasiado poderoso en el viejo mundo de valores que es necesario destruir. En el almibarado epílogo de felicidad aristocrática y burguesa que las dos bodas de los otros protagonistas traen a la narración, la muerte de Bazárov es una nota discordante que nos recuerda lo que se esconde detrás de tanta alegría. Padres e hijos significa dentro de la obra de Turguéniev un movimiento importante hacia el reconocimiento de la realidad y la necesidad de su transformación, representados en el personaje de Bazárov, y tiene el mérito también de mostrar las profundas contradicciones que este intento de cambio ha de provocar.
Evidentemente, el hecho fundamental que sirve de sustento a todas las historias que se puedan contar sobre el tiempo y el lugar de los que hablamos es el sistema de servidumbre. Ese es el fondo de miseria y dolor sobre el que se recortan todos los idilios, las discusiones y los bailes aristocráticos tan comunes en las novelas de Turguéniev. La sensibilidad de éste no pudo evitar acercarse literariamente esta realidad, y este es un proceso que se manifiesta ya muy temprano en su obra, con los Apuntes de un cazador (1852), libro que recoge experiencias de juventud en su provincia natal de Oriol, al W de Moscú.
Los Apuntes de un cazador representan algo muy particular en la producción de Turguéniev. Quien se acerque a ellos después de haber leído sus otras obras verá que los salones son sustituidos por la ancha estepa, las polkas dejan sitio al canto de los pájaros y el sonido del viento entre los árboles, y como protagonista hace su entrada el campesino ruso. Los veinticinco cuadros que componen la edición definitiva ofrecen una visión real de la vida de los mujiks y comprobamos con sorpresa cómo de las condiciones degradantes de su existencia emergen muchas veces tipos humanos inolvidables, en los que la observación diaria de la naturaleza ha dado lugar a una profunda filosofía. Pleno de poesía rural y de paisajes soberbios, el libro contiene sobre todo una reivindicación de una clase relegada y oprimida, de forma que se convirtió en un alegato contra el sistema de servidumbre. Esta obra fue el primer éxito literario de Turguéniev, aunque por otra parte le trajo también la animadversión de los poderosos y un arresto en su casa natal. Debe señalarse además que influyó con toda seguridad en la gestación del decreto de abolición de la servidumbre promulgado en 1861, al comienzo del reinado de Alejandro II.
Agotadas hace tiempo algunas viejas recopilaciones, ha de celebrarse la aparición reciente de una antología de estos cuentos con el título de La reliquia viviente (Atalanta, 2007; traducción de Fernando Otero). Aunque son sólo seis los relatos que se presentan aquí, hay que decir sin embargo que la selección ha sido un acierto al incluir algunos de los más memorables. El fragmento que da nombre al volumen es una incorporación tardía a los Apuntes de un cazador, ya que fue publicado por primera vez en 1874 en otra colección, y constituye una de las joyas indiscutibles del libro y sin duda de toda la obra de Turguéniev. Describe esta pieza el encuentro del autor con Lukeria, una antigua conocida, habitante de una aldea próxima a la mansión familiar. La escena es conmovedora porque la otrora hermosa muchacha, a consecuencia de una caída, se halla reducida a una triste inmovilidad que la hace vivir abandonada del mundo bajo un cobertizo. Lo más sorprendente, de todas formas, es que Lukeria está resignada a su situación, y vive sin sobresaltos entretenida con los olores y sonidos del campo. Los campesinos atienden a su sustento, y nunca le falta un vaso con agua fresca al lado de una mano que todavía es capaz de mover. Este relato genial pone ante nuestros ojos con su metáfora extrema la desolación de unos seres sometidos al oprobio de la esclavitud.
Los Apuntes de un cazador, cuya versión definitiva se enriqueció como ya vimos con aportaciones posteriores a la fecha de la primera edición del libro, llegan hoy hasta nosotros como lo más perfecto de la obra de Turguéniev, según una opinión compartida por críticos tan diversos y autorizados como pueden serlo Harold Bloom y León Tolstói. Es en estos relatos donde el impulso quijotesco que Turguéniev tanto envidiaba en el arte consigue romper el cerco que su ideología de clase le imponía y le hace acercarse a contemplar cara a cara la dolorosa existencia de los más humildes, resultando de este empeño un turbador testimonio literario de la vida rural en la Rusia de la servidumbre.