Recomiendo:
0

Factores que determinan la pobreza de los países

Fuentes: Pobre mundo rico

Aquí se supone que el resultado final (la pobreza) puede des­com­po­nerse en cada lugar en diversos factores (algunos relacionados directa­mente con la desigualdad, otros no tanto) que funcionan como una especie de polinomio y que van desde lo estrictamente individual a lo global o viceversa. Desde esta última perspectiva, podemos considerar el empobrecimien­to como el […]

Aquí se supone que el resultado final (la pobreza) puede des­com­po­nerse en cada lugar en diversos factores (algunos relacionados directa­mente con la desigualdad, otros no tanto) que funcionan como una especie de polinomio y que van desde lo estrictamente individual a lo global o viceversa. Desde esta última perspectiva, podemos considerar el empobrecimien­to como el resultado de un sistema (el sistema mundial) cuyos procesos están formados, a su vez, por subsistemas desiguales entre sí (Estados, multinacionales, organizaciones) que, a su vez, actúan como sistemas para ulteriores subsistemas desiguales (clases, grupos, institucio­nes) y así sucesivamente hasta alcanzar el nivel del sistema de la personali­dad.

La andadura opuesta (comenzar por los individuos o por los grupos afectados y llegar hasta el sistema mundial) es igualmente válida, con una ventaja adicional: responde mejor al «¿qué hacer?». La que aquí y ahora se adopta, en cambio, permite individuar lo que se escapa de nuestras posibilidades reales, asunto particu­larmente importante en contextos en los que prima el «wishfull thinking» y la freudiana «omnipoten­cia de las ideas». Se puede decir, entonces, que el problema de la pobreza es el resultado de una especie de sumatoria, con ponderaciones que cambian a lo largo del tiempo y de país a país, pero con todos los factores presentes aunque las diferentes ideologías procuren hacer énfasis (o negar) unos u otros.

Comencemos por la escala más general, la del funcionamiento del sistema mundial en su conjunto. Puede decirse que dicho funciona­mien­to parece ser cíclico, en buena parte debido a su «motor», a saber, la acumula­ción incesante de capi­tal. Por un lado están los ciclos Kondratiev (con una media de 50-60 años de longitud) y, por otro, ciclos todavía más largos (de 200-300 años) llamados «logísti­cos», además de los ciclos cortos (de negocios, «juglares» etc.). Las lar­gas eras de es­tan­ca­mien­to y plenitud se suce­den y se superponen con sucesivas épocas más cortas de infortunio primero y de bonanza después para volver a empe­zar aunque nadie pueda asegurar que la sucesión tenga que ser eterna por necesidad. Algu­nos acontecimien­tos o eventos, como las crisis de la deuda de 1827, 1878, 1935 y 1983, parecen seguir el esquema de los ciclos Kondra­tiev o, por lo me­nos, de al­gu­na de las for­mas dis­po­ni­bles para fechar­los.

Algunos intentos de aplicar al tiempo actual las conjeturas de Schumpeter sobre la combinación de los diversos ciclos parecerían indicar que se acerca el tiempo de una recuperación. Lo que, sea o no sea correcta dicha hipótesis, sí puede reconocerse es que ésta última no ha sido, precisamente, una época particu­lar­men­te propi­cia para la erradicación de la pobreza sobre todo porque, habiendo llegado el sistema mundial a ser realmente mundial, las turbulencias en el sistema se han agudizado tomando forma de inestabilidad monetaria, reestructuración industrial, cambios en el empleo, descrédito de lo político y, en general, descomposición so­cial o maldesarrollo. Al mismo tiempo, la incorporación de nuevas zo­nas como forma de resolver la crisis ha dejado de tener la funcionali­dad que tuvo en anteriores recupera­ciones: ya no están disponibles.

Este funcionamiento cíclico del sistema mundial (y sus previsibles consecuencias sobre la pobreza) no es fruto de alguna ley «natu­ral», sino el resultado de la actuación de unas clases sociales a las que la lógica del sistema premia si se comportan de una determinada manera y castiga si lo hacen de la contraria. El comportamiento de esa oligarquía internacional, tan poco estudiada pero relacionada simbólicamente con los Foros Económicos de Davos, parece ajustarse, sin embargo, al dicho de Chomsky: «La retórica neoliberal se emplea selectivamente como un arma contra los pobres mientras los ricos y poderosos continúan apoyándose en el poder del Estado» .

Si lo dicho hasta ahora es correcto, tendríamos que pensar que los niveles de pobreza son también un fenómeno cíclico y, por tanto, que la tendencia inmediata podría volver a ser ahora la de ralenti­zar de nuevo la polarización, aunque no, obviamente, la de suprimirla, que es algo inherente al sistema. No está escrito, pero es una posibilidad a no descartar, vistos los antecedentes de los que tenemos constan­cia .

La cuestión inmediata es obvia: ¿por qué, en épocas de contracción económica, unos países son más castigados que otros y, por el contrario, en épocas de bonanza, unos países se aprovechan más de la situación? La respuesta viene de la composición de ese sistema mundial o, si se prefiere, de la desigualdad entre sus componentes.

El sistema-mundo capitalista se basa también en un sistema interes­tatal jerarquizado bajo potencias hegemónicas y dividido en zonas que pueden llamarse centro y periferia y es curioso que hasta muy recientemente no se haya tenido en cuenta esta estructu­ra interna­cional del poder como factor que se une al anterior en la creación diferenciada de la pobreza, esta vez en el espa­cio. La posición de un país en una zona u otra (Norte o Sur) tiene consecuencias inmediatas sobre el nivel previsible de pobreza que puede encontrarse en él. Lo que haga un gobierno por hacer ascender o descender a un país determinado en la jerarquía mundial, no es algo irrelevante para sus habitantes.

Un campo en el que es evidente que la posición del país influye en el nivel de pobreza es la cuestión de la deuda externa. La forma de afrontarla no es la misma para todos los niveles de la jerarquía mundial ni tiene el mismo efecto. Como es sabido, el primer deudor mundial son los Estados Unidos. Sólo la deuda federal ya ascendía a 3,7 billones de dólares a principios de 1992. Pero ése no es el problema. El problema es que las sucesivas «condicionalidades» del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y los sucesivos programas de refinancia­ción, ajus­­­te, terapias de choque etc. han conseguido una disminu­ción importante en los niveles de consumo y un aumento de la pobre­za, pero no en los Estados Unidos, que no ha sido objeto de tales políticas a pesar de ser considerada su deuda como una amenaza para la estabilidad económica mundial según el Fondo Monetario Internacional. En América Latina es voz casi común que los ajus­­tes estructurales de los años noventa han estado entre las principales causas de los altos niveles de pobreza que aquejan a la región y a cada uno de los países que la inte­gran.

Con o sin deuda, la jerarquía de los Estados tiene conse­cuen­cias sobre el nivel y tipo de pobreza que se encuentre en cada uno de ellos. En general, el sistema mundial presenta concentraciones de los bienes (liber­tad, paz, consumo) en un extremo y de los males (tira­nía, violencia, pobreza) en el otro, en un círculo vicioso del subdesarrollo del que es posible salir, pero no fácil. De ahí que sea particularmente difícil prever qué puede suceder en los próximos años, sobre todo después de la «crisis asiática» que se manifestó a finales de 1997 y, mucho más, después del impacto de las políticas neoconservadoras a escala mundial, sobre todo con sus nuevas perspectivas sobre el «desarrollo». Algunos países, como Indone­sia, que hasta ese momento habían visto reducidos sus niveles de pobreza, los vieron aumentar en paralelo con la caída del Estado en la jerarquía mundial. Las voces contra las políticas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial comenzaron entonces en sectores que antes no opinaban lo mismo o no habían salido tan claramente a la palestra.

Además de lo dicho, los efectos que la posición del país en el sistema mundial tiene sobre el nivel de pobreza vienen matizados no sólo por la coyuntura que esté atravesando el sistema mundial sino también por las condiciones internas del país. De hecho, Estados situados en niveles mundiales pareci­dos, tanto da que sean altos o bajos, tienen niveles de pobreza diferen­tes porque también lo son sus características inter­nas y las políticas aplicadas por sus respectivos gobiernos.

No hay rela­ción unívoca entre ascender en la jerarquía mundial y reducir la pobreza. Hay otras variables que intervienen y que pueden cambiar totalmente el resultado de forma que alguien que asciende vea aumentar la pobreza o quien desciende vea que la pobreza no aumenta correlativamente. Entre las variables internas, pueden considerarse las siguientes:

La economía no lo es todo, pero es obvio que cuenta. Por ejemplo, se puede crecer en PIB a la par que se crece en paro o en empleos mal pagados. Pero, en general, aunque la lógica y algunos datos digan que el crecimiento del PIB es positivo para la disminución de la pobreza, el desempleo (o si se prefiere, la distribu­ción muy desigual de los empleos) y la distribución muy desigual de las tierras son factores que producen pobreza. Y, en el mismo sentido que el desempleo o la falta de tierras, la precariza­ción en el empleo y los empleos de bajo salario o a tiempo parcial.

La política interviene de inmediato y de muchas maneras. Es obvio que si el desempleo no tiene ninguna forma de protección en un determinado país, ahí habrá más pobreza que en otro sitio, con el mismo paro y más protección. Las políticas fiscales, si son redistributivas, van a tener unas consecuencias que si no lo son no las tendrán. Es una obviedad que parecen olvidar los que tan rápida­mente llegan a la conclusión de que los Estados son entidades obsoletas. Vayan algunos ejemplos.

Ahora ya es evidente que las políticas neolibe­rales de Reagan y Thatcher hicieron crecer la pobreza en sus respectivos países. En el caso de los impuestos, por ejemplo, el Institute for Fiscal Studies demostró que el thatcherismo había mejorado en 30 £ a la semana las condiciones del 10 por ciento más rico de los hogares mientras que el 10 por ciento más pobre empeoró su situación en 3 £. La situación del 40 por ciento de hogares menos ricos estaría en 1995 en peores condicio­nes de lo que lo estuvieron en 1985 antes de la reforma fiscal. De hecho, si la distribución del recorte fiscal se hubiera producido en términos igualitarios, todos los hogares británi­cos habrían aumentado sus disponibilida­des en 4 £ a la semana. En­tre 1979 y 1992, el 10 por ciento menos rico de los hogares disminuyó en un 17 por ciento su renta real, una vez descontados los gastos de vivienda.

La circunstancia de los Estados Unidos no es tan clara. De todas formas, entre 1969 y 1989, los varones situados en el 5 por ciento más elevado de nivel de renta vieron crecer sus ingresos en un 12 por ciento mientras que los varones situados en el 5 por ciento más bajo disminuye­ron sus ingresos casi en un 25 por cien­to. La pregunta sobre por qué se han producido estos fenóme­nos tiene una respuesta explícita en una fuente tan poco sospechosa de antilibe­ralismo como The Econo­mist: «Una buena parte de la respuesta reside en las políticas liberales adoptadas en muchas partes del mundo en los últimos quince años».

El hecho final en los Estados Unidos es que entre 1973 y 2000 la renta media real del 90 por ciento más bajo cayó un 7 por ciento mientras el 1 por ciento más rico crecía un 148 por ciento. Para subrayarlo más, hay que añadir que el 0,1 por ciento más rico creció un 343 por ciento y el 0,01 por ciento creció un 599 y notar que en estos cálculos se excluyen las ganancias de capital y, por tanto, los efectos de la burbuja financiera.

La cultura proporciona una serie de factores que pueden llevar a la pobreza. No hace falta mucha discusión para reconocer que una sociedad en cuya cultura se valore la solidaridad y «la ayuda mutua como factor de evolución», por citar a Kropotkin, mostrará niveles de pobreza diferentes a la que valore el darwinismo social, el «todo vale», la competición, la lucha por la existen­cia. La competencia podrá aumentar la producción, incluso la productividad, pero también hace aumentar la desigualdad y el que el pez grande se coma al chico.

La insolidaridad del sálvese-quien-pueda junto a lo que es su efecto y causa, a saber, las políticas de «desre­gulación, recorte de impuestos, Estado de Bienestar mínimo y anti-sindicales», habrían agravado la tendencia general hacia la polarización social que se produce en las economías de empleos precarios o mal paga­dos y está cla­ro, para muchos autores, que es­tas po­lí­ti­cas deben verse dentro del contexto de una teoría de las clases sociales que incluya el modo con que las clases generan desigualdad dentro del mercado de trabajo.

¿Qué escenarios pueden preverse a este respecto? Por un lado, están los que piensan que el ciclo neoliberal (propio, por cierto, de fases A en los ciclos Kondratiev) toca a su fin y que vamos a entrar en una etapa en la que el Estado recupera el papel que le negó el eslogan del «Estado mínimo», eslogan del que Camdessus, director gerente del Fondo Monetario Internacional, ya renegaba en 1997 en un discurso en Hong Kong anterior a la «crisis asiática» y que después remacharía con su discurso de despedida del cargo en 2000. Con un «Estado activista» como lo llama el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en su Informe del mismo año y con una clara percepción de lo poco rentable que puede resultar un exceso de desigual­dades y un alto nivel de pobreza, las élites mundiales comienzan a reaccionar y avanzan propuestas que hubieran sido impensables bajo Reagan-That­cher. De ser así, buenas noticias para la lucha contra la pobreza … a no ser que el remedio llegue al mundo demasiado tarde. Porque hay otros que piensan que el sistema se ha alejado de tal forma de su punto de equilibrio que ya no es posible la recuperación y que nos dirigimos a un cambio profundo del sistema mismo sin que sea posible adivinar su nueva configuración y sin que necesariamente vayan a mejor las condiciones de los excluidos, mucho menos por la intervención a escala mundial de los neoconservadores.

Para acabar de entender cómo se produce la pobreza hay que introducir un elemento más: por qué los factores indicados hasta ahora no afectan a toda la sociedad del mismo modo. Una respuesta inmediata son las clases sociales. Pero reducir la discusión solamente a esa dimensión de la desigualdad no permite entender el fenómeno de la pobreza. Por lo menos, eso es lo que parecen indicar algunos estudios comparativos en los que se hacen intervenir otras variables relacionadas con la desigualdad . A este nivel, lo que encontramos son estudios microsociales de indudable interés para la acción inmediata pero que es preciso situar en el contexto de lo que antecede.

En primer lugar, a esa escala microsocial, tenemos la existencia de comportamien­tos desvia­dos, es decir, de comportamientos en la sociedad que se apartan de las normas dominantes en la misma y que, de particular importancia para la pobreza, pueden ir acompañados de rechazo social y, en todo caso, dificultan la participación de la persona en lo que se considera funcionamiento normal de esa sociedad. Ese rechazo explícito o exclusión implícita también puede llamarse marginación en la medida en que los que muestran dichos comporta­mientos son separados, puestos al margen del núcleo de la sociedad. Las personas sobre las que se realiza ese proceso son llamadas margina­dos y componen una categoría sumamente heterogé­nea que incluye a los discrimi­na­dos por su condi­ción físi­ca, psíquica o sensorial y a los que tienen alguna caracte­rística o comporta­mien­to «estigma­tizado».

De todas formas, para llegar a la pobreza es condición necesaria ser marginado de alguna forma, pero no es condición suficiente: hay margina­dos ricos. Para ser pobre hace falta, además, pertenecer a algunas de las categorías formadas a partir de las restantes dimen­siones de la desigualdad y que llamamos de los vulnera­bles. Las líneas de desigualdad que constituyen la vulnerabi­lidad ante la violencia de la pobre­za son:

1.- Las muje­res: Son objeto de violencia directa y estructural con más frecuencia que los varones, aunque este enfoque está más cerca de la perspectiva de «feminización de la pobreza» que de la perspectiva de género de la que ya se ha hablado con anteriori­dad .

2.- Los jóvenes, en con­tra­po­sición a las personas de edad madura, tienen mayores dificul­tades de integración y em­pleo. Recientemente se ha comenzado a hablar de «infantiliza­ción» de la pobreza, y no sólo de su «feminiza­ción», para países enriquecidos como los Estados Unidos o Inglaterra.

3.- Los ancianos son objeto de recortes pre­su­pues­tarios antes que el resto de categorías construidas a partir de la edad. Han constituido lo que podría llamarse la pobreza tradicio­nal y, en la medida en que se alejaban de los procesos productivos, comenzaban a ser rechazados por la sociedad hasta llegar a «soluciones finales» en algunas culturas.

4.- Las minorías étnicas suelen ser también objeto prioritario de exclusio­nes y violencia estructu­ral si no direc­ta, como bien puede verse en los inmigran­tes recien­tes (magrebíes, centroafricanos), los gitanos y demás grupos inferiori­zados.

5.- La pertenencia a los sectores más bajos de la clase obrera que no es que no vayan a encontrar empleo sino que son literalmente «inem­pleables» y a los sectores del campesinado sin tierras es un factor particularmen­te agudo de vulnerabilidad en las diferentes socieda­des, las diversas posicio­nes de las mismas en el sistema-mundo y las coyunturas de dicho sistema. Las nuevas tecnologías y la creciente competencia por parte de países con salarios bajos ha hecho que la demanda de trabajadores no cualifi­cados (más vulnera­bles) se haya reducido en las economías indus­triales lanzándolos a la pobreza. La deslocalización industrial genera pobreza en los países enriquecidos (la «nueva pobreza») y desigualdad en los países a los que se dirige la nueva planta al introducir salarios ligeramente superiores a los del entorno aunque inferiores a los del país de origen.

Hay, para terminar, determinadas características o comportamientos individuales que podemos llamar factores de riesgo y cuya presencia hace más probable la caída en el círculo vicioso de la pobreza. El más evidente es la herencia. Porque la pobreza se transmite con más facilidad que la riqueza (es más fácil dejar de ser rico que dejar de ser pobre) y genera los llamados «círculos viciosos de la pobreza» de los que no es fácil escapar. Pero hay más factores.

En el terreno económico por ejemplo, está la imprevisión y el vivir por encima de las propias posibilidades y que explica la aparición de lo que se ha llamado «nueva pobreza», es decir, la de aquellos que hasta la llegada de un revés económico-laboral han vivido relativa­mente bien pero que no tienen capacidad de mantener ese nivel, entran en hipotecas y préstamos, y acaban en embargos, cortes de suministros y, finalmente, pobreza. Este factor, como era previsi­ble, ha tenido par­ti­cu­lar importancia en zonas en las que la economía sumergida ha estado muy difundida y en las zonas, como se ha dicho, de deslocalización industrial.

En el terreno cultural es fácil llegar a estar de acuerdo en que la falta de «capital cultural», fruto de la desigualdad educativa, es un factor de riesgo importante. El analfabe­tismo antes que nada. Pero también la ausencia de entrena­miento en el uso de las herramientas sociales más básicas («saberse mover») hacen a la persona (o a la familia) particu­larmente vulnerable ante una situación adversa. En este mismo terreno se encuentra la drogadic­ción que, por otra parte, es un buen ejemplo de cómo estos factores, aislados, no producen pobreza (hay, en efecto, alcohóli­cos ricos y cocainómanos ricos). Es la mezcla de varios de ellos la que lleva o llevará a la pobreza, de ahí que la visión de escena­rios alternativos sea todavía más oscura.

¿Que se puede hacer?

El siguiente cuadro (cuadro 1) resume los distintos niveles en los que aparecen factores de empobrecimiento y las posibles políticas a ellos asociadas. De entrada, hay que recordar la obviedad, y por tanto fácilmente olvidada, de que si son políticas, dependen de la voluntad humana. El cuadro habla de posibilidades no de la probabilidad de su aplicación.

No es ahora momento de entrar en los detalles, pero sí hay que hacer una referencia, en el terreno del sistema interestatal (centro-periferia), a la nueva política unilateralista reconocida y publicada por la potencia hegemónica y cuasi-imperial, los Estados Unidos. En la National Security Strategy for the United States firmada por George W. Bush en septiembre de 2002 se concreta esas postura que ya se había avanzado en la Millenium Challenge Account, publicada antes, en marzo del mismo año. En la agenda real del actual gobierno de Washington no parece que esté el aliviar la dureza la relación entre el centro y la periferia sino profundizar en ella, manteniéndose, como no se han recatado en afirmar, en la posición privilegiada que ahora ocupan a costa del resto del Planeta. Una alternativa pensable es la regionalización como sistema defensivo, con todas las dificultades conocidas para México («tan lejos de Dios, pero tan cerca de los Estados Unidos») e incluso para la Unión Europea, en este último caso por la competencia geoeconómica entre el dólar y el euro como monedas para las transacciones comerciales en general y petroleras en particular y como divisa para las reservas nacionales, asunto que tuvo sus implicaciones para Venezuela primero y para Irak después.

Las elites de los países empobrecidos muestran una cierta tendencia a recrearse en el nivel 2: les resulta muy sencillo des-responsabilizarse mientras se echan todas las responsabilidades a los factores externos (el imperialismo, la deuda externa, las relaciones Norte-Sur). En los países enriquecidos, en cambio, hay una tendencia a detenerse en el nivel 3, echando toda la culpa a las elites de los países empobrecidos (corrupción, gobernabilidad, ineficacia, falta de preparación) que permite que los países enriquecidos se des-responsabilicen de la misma manera. Es obvio que ambas perspectivas tienen que ser tenidas en cuenta si se quiere entender el problema.

Lo mismo puede decirse con respecto a las políticas estructurales propias del nivel 3, aunque no exclusivamente y las políticas compensatorias propias de los niveles 4 y 5. Planteado así, hay que insistir en que ambas deben ser tenidas en cuenta, desde los distintos ámbitos de responsabilidad y atendiendo a las características propias de cada contexto. Tendrían que complementarse si lo que se quiere abordar son los factores de empobrecimiento. Si, en cambio, y según la moda instaurada por el gobierno de los Estados Unidos, lo único que se quiere en reducir los efectos (así se pretende hacer con la National Strategy against Terrorism), las políticas compensatorias no son tales sino mera asistencialidad que nada resuelve.

Las políticas relativas al nivel 3, el estatal en sentido estricto, pueden entenderse atendiendo, también aquí, a los factores de empobrecimiento, como se ve en el cuadro 2.

Los factores estructurales explican por qué, en un determinado país, hay más pobreza (o menos) que en otro situado al mismo nivel en el sistema mundial y en la misma coyuntura. Los factores individuales explican por qué esta determinada persona, en ese determinado país, es pobre. Si es así, hay que caminar con los dos pies ya que dos son los grupos de factores. Posible es. Fácil no tanto. Y menos si se lo sitúa en el contexto del sistema mundial.

Vistas las posibilidades empíricas y la probabilidad de las diversas políticas, es posible que la polarización siga creciendo aunque su ritmo pueda hacerse más lento. La pregunta inmediata es ¿hasta cuándo? Y tiene dos respuestas igualmente inmediatas. La primera consiste en pensar que tal vez estemos llegando a niveles que ponen en peligro la supervivencia colectiva. La polarización podría estar acercándose a su límite y la ruptura, una vez más, podría verse como inminente. Habiendo sido anunciada tantas veces, esta vez también hay que tomar en consideración las enormes capacidades de adaptación y autotransformación del sistema, sin por ello excluir el paso a un sistema más igualitario fruto no del conocimiento de las pretendidas «leyes de la Historia», sino de la acción humana consciente y organizada, como puede ser el caso del «movimiento de movimientos» que representan los sucesivos Foros Sociales.

La otra respuesta es que el previsible ritmo menos acelerado de polarización sea parte de esa adaptación y autotransformación del sistema y que de nuevo las élites sean capaces de repetir el dicho de Falconieri, en El Gatopardo (1958), de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, «se vogliamo che tutto rimanga com’è, bisogna che tutto cambi». «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie». El futuro dependerá de cuál de las opciones resulte dominante, pero, de momento, son los neoconservadores los que dirigen.

José María Tortosa es miembro del Instituto Universitario Desarrollo Social y Paz
Universidad de Alicante