Aunque suene paradójico, la prosperidad coyuntural de la economía española es producto de la crisis estructural del capitalismo global. Es una consecuencia temporal del reordenamiento del capital internacional que se resguarda ante la crisis y, en particular, la crisis de las inversiones internacionales «colonialistas», así como de la recesión europea, que clausuran oportunidades de expansión […]
Aunque suene paradójico, la prosperidad coyuntural de la economía española es producto de la crisis estructural del capitalismo global. Es una consecuencia temporal del reordenamiento del capital internacional que se resguarda ante la crisis y, en particular, la crisis de las inversiones internacionales «colonialistas», así como de la recesión europea, que clausuran oportunidades de expansión en nuevas industrias, nuevas explotaciones en bienes energéticos, o nuevos mercados. Las crisis financieras de los años 90; la ruina de los países del Sur por la política impuesta por los organismos internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y las prácticas depredadoras de las multinacionales europeas y norteamericanas -en suma, el desarrollo desigual-; y el giro resistencialista de algunos gobiernos de los países del Sur, han cerrado un ciclo de expansión global al capital imperialista. Y una parte de los capitales distraídos se destinan a actividades que, al no ser tan «rentable» y ser más «arriesgado» explotar otros pueblos en otros países, deciden hacerlo con las clases populares en los propios países centrales, por la, comparativamente, mayor estabilidad económica y demanda solvente (menor «riesgo-país»).
Dichos capitales se han invertido en algunas actividades que han propiciado un ciclo de creación de empleo en los países europeos, especialmente en el permisivo estado español. El impulso que brinda la construcción y la especulación con el suelo no es más que una ficción pasajera que acabará en tragedia social.
El capitalismo hiperfinanciarizado está refugiando parte del capital, tras sus sucesivas y cada vez más descontroladas crisis de acumulación, en bienes-riqueza de cierta seguridad económica, y poco control público, como el suelo y la vivienda.
La fase del crecimiento de los precios -merced a este factor demanda, mediante una inversión de magnitud extraordinaria- en los bienes inmuebles y el suelo coincidió con el llamado «efecto Euro», que supuso un momento de arranque. Conversión de moneda que, en las condiciones permisivas en que se implantó, propició el blanqueo de una gran porción de dinero negro, enorme en nuestra economía no declarada, a través de la adquisición de suelo y vivienda. El resultado es que el suelo representa más del 50% del precio final de la vivienda, y que esta ha sufrido un incremento formidable en los últimos años.
Algunos sectores vieron detraer la afluencia de capitales a favor del acaparamiento de suelo y de la construcción. En medio de una ralentización de las tasas de ganancia globales, es cada vez más habitual que los capitales diversifiquen sus inversiones, y algunos traten de refugiarse en bienes considerados seguros cuando se esperan o perciben situaciones de recesión en la dinámica productiva, aun cuando sus tasas de rentabilidad sean menores, pero puede que menos volátiles, en el marco de crisis de la economía. La construcción está siendo uno de estas actividades refugio, y se encuentra con una demanda (inelástica y amplísima) que reclama vivienda en grandes volúmenes. Demanda sustentada en una coyuntura favorable de creación de empleo (de mala calidad pero en abundancia), el agolpamiento de una generación extraordinariamente amplia, las cohortes del baby boom, en el momento vital de emancipación, y la presencia creciente y la reciente incorporación de población inmigrante en edad laboral. Si a estos datos añadimos que un enorme volumen de la economía informal se encuentra en esta actividad (con grandes cantidades de dinero negro, prácticas de empleo irregular, evasión fiscal, corrupción urbanística y municipal, etc…) nos encontramos con otro factor explicativo. Ante la crisis relativa de otros sectores tradicionales (y de otros países en los que se venía invirtiendo), hacen a esta actividad muy atractiva.
No obstante, además de estos factores a los que se ha apuntado -blanqueo de dinero con el paso al euro, ciclo expansivo de creación de empleo, emancipación de la generación del baby boom, incorporación de la población inmigrante, etc.-, hay un factor que ha presentado una particular importancia para explicar la evolución los precios de la vivienda: la masiva entrada de inversores financieros extranjeros.
Los inversores financieros internacionales (fondos de pensiones, compañías de seguros, fondos de inversión, etc.) han ido entrando paulatinamente en el mercado inmobiliario español a lo largo de esta última década, y especialmente después de la crisis bursátil de las principales plazas internacionales en la primavera del año 2000. Estos inversores han encontrado en nuestra economía un perfecto refugio que les ha permitido sustituir activos financieros devaluados por activos inmobiliarios cuyos precios no dejan de crecer, manteniendo con ello elevadas tasas de rentabilidad. Así, la inversión extranjera en el sector inmobiliario ha experimentado un formidable crecimiento, llegando a alcanzar en 2003 los 7.000 millones de euros (un 40% del total de la inversión extranjera que entró en el estado español).
Esta formidable inyección de liquidez en el mercado inmobiliario español -vinculada especialmente al desarrollo de macroproyectos urbanísticos en zonas turísticas y costeras-, ha repercutido en una fuerte presión sobre la demanda, contribuyendo a la meteórica subida de los precios de la vivienda. En efecto, durante esta última década se ha construido mucho en el estado español, y esta inmensa oferta -a pesar de las fuertes subidas de precios- ha encontrado una demanda solvente que ha comprado las nuevas viviendas que salían a venta. Ahora bien, este inmenso movimiento de compraventa de viviendas no se ha traducido en ningún momento en una mayor cobertura de las necesidades sociales existentes en materia de vivienda, sino en un mero intercambio de títulos de propiedad entre constructores, promotores e inversores financieros a la espera de futuras revalorizaciones de dichos activos. Es decir, se han utilizado las viviendas para especular. Sólo en este contexto económico es posible entender el hecho de que en nuestro país existan más de tres millones de viviendas vacías esperando revalorizarse, al tiempo que millones de personas se ven privadas del acceso a este bien: la vivienda ha dejado de ser un derecho social para pasar a ser un activo bursátil que se negocia e intercambia en las principales plazas financieras internacionales.
El pinchazo de la burbuja inmobiliaria que vive actualmente nuestra economía tampoco parece presentar perspectivas especialmente halagüeñas. Este proceso está íntimamente vinculado con la salida que desde hace unos años están protagonizando estos inversores financieros internacionales, una vez observado el recalentamiento del mercado y el bloqueo de la rentabilidad. Así, en los últimos dos años, la inversión extranjera en vivienda ha caído un 15% anual, al tiempo que el gasto de los españoles en la compra de inmuebles en el extranjero se incrementó un 74% en 2006. Esta inflexión del ciclo especulativo podría terminar concluyendo en una fuerte caída del precio de la vivienda, que podría suponer el cortocircuito del modelo productivo actual -centrado en la construcción- y, con ello, mayores cotas de desempleo, precariedad e informalidad laboral.
El hecho de que la vivienda haya pasado a ser un activo financiero que se mantiene por motivos especulativos y se intercambia en los mercados financieros internacionales a la espera de incrementos de su valor, ha supuesto la mercantilización total de un derecho social como es el acceso a una vivienda, así como una mayor subordinación de nuestras vidas a la lógica de las finanzas internacionales y del capital.