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Fin de año

Fuentes: Página 12

Otra pesadilla. Soñó que invadían EE.UU. y que un tanque con iraquíes arriba pasaba frente a su casa. El soldado ametralló su puerta y, de paso, a algunos perros que andaban por ahí. El no moría, pero escuchaba gritos humanos y perrunos que finalmente lo despertaron. Peter Sloter se levantó con el olor agrio de […]

Otra pesadilla. Soñó que invadían EE.UU. y que un tanque con iraquíes arriba pasaba frente a su casa. El soldado ametralló su puerta y, de paso, a algunos perros que andaban por ahí. El no moría, pero escuchaba gritos humanos y perrunos que finalmente lo despertaron. Peter Sloter se levantó con el olor agrio de siempre. Se preguntó cómo pude soñar eso. Trató de olvidar. Era 31 de diciembre y lo esperaban varias cosas: cumplir el último día de trabajo del año, comprarse una corbata, soportar la fastidiosa cena de familia con un padre y una madre con vocación de pergamino antiguo. El frío de la calle le recordó el calor de Bagdad.

El jefe, lo de siempre. «Vamos, viejo Pete, ya te soltaron, alegría, hoy es fin de año». Alegría, sí, mucha alegría. ¿Quién le sacaría al almanaque ese 21 de junio en que una bomba casera en la ruta les dio vuelta el tanque que patrullaba el distrito de Adhamiya y causó la muerte de cinco camaradas de la compañía Charlie 1-26? Llevaba más de un año combatiendo en Irak y era la más aguerrida, la más condecorada. Qué idea ésa. Extraer un día del tiempo como si fuera una muela y que dejara de doler. Habían colocado la bomba frente a un vecindario y tan cerca de un puesto policial iraquí que alguno sin duda vio quién la enterraba. Nadie abrió la boca. ¿Y éstos nos iban a recibir con flores?

La comida, como siempre. «El sargento no tiene apetito», «¿A cuántos mataste?», «Te habrás violado a más de una», «¿Es verdad que la tienen horizontal?». Etc. Un Pete callado se decía que la estupidez humana es larga como la eternidad. Larga como esa guerra estúpida. Cuando se enteraron del desastre, los de la compañía lloraban, se arrodillaban en la arena, pateaban las paredes del sótano del palacio de un hijo de Saddam Hussein donde estaban alojados. Una furia asesina les nubló la mirada. Vamos a ocupar toda la ciudad, decían, vamos a matar a todo el mundo, ¿de qué vale combatir por gente que no nos quiere aquí? Ya no estamos peleando por Irak, decían. ¿Cuándo terminará esta guerra? Esto no tiene sentido.

Eligió una corbata amarilla, con un desgano que ni la linda vendedora disipó. La cena, como siempre. Papá, mamá, qué extraños parecían, serán en realidad mis padres, cuándo te vas a casar, hijo, ya estás grande, gracias a Dios que volviste con vida, no nos hables de allá, es terrible, debiste pasarla muy mal. Por la mente de Pete jamás había cruzado ni la sombra del deseo de tocar el tema con ellos. Civiles iraquíes muertos en las calles cuando la Compañía Charlie entró en Adhamiya, muchos con los brazos rotos, un chico con 10 o 15 disparos en el cuerpo, sangre por todos lados. ¿Ni siquiera una muchacha que te guste? Recordó una, vista al pasar en Bagdad, sentada contra un coche con la cabeza erguida, fue bella y la muerte no había tocado su rostro.

No encontró un taxi cuando salió de la casa paterna. Caminó. Dijimos no cuando al día siguiente del desastre nos ordenaron patrullar la misma zona. Eran las 2 de la mañana y fumábamos, sentados en ronda, luego de intentar, sin suerte alguna, echar al menos un sueñito. Uno dijo estoy harto, voy a incendiar todo, yo me quedo. Los demás, igual. Estábamos furiosos y con ganas de hacer una matanza que podría llevarnos a la cárcel, aunque en realidad pocas veces castigan eso. Pero la desobediencia, sí. Lo llamaron un motín y esperábamos lo peor. También nos negamos a ver al comandante. Pete cruzó la calle esquivando una camioneta negra que se le echaba encima. Envió saludos un tanto ásperos a la madre del conductor.

Sí que entiendo a David Rice, lo condecoraron tres veces y se pegó un tiro cuando regresó a casa, qué pecado ni pecado, no era un cobarde, no quiso qué, tenía mujer, hijos. Pete chocó contra un trío de borrachos que gritaban feliz Año Nuevo, uno intentó robarle la cartera, torpe, torpe, y ese sargento primero de la compañía Alpha, cómo se llamaba, Jeffrey McKinney, fue con sus hombres a Adhamiya después, allí dijo «no aguanto más», tiró una ráfaga contra una pared, se llevó la M4 a la garganta y se voló la cabeza, no aguantaba más, no aguanto más, sáquenme estos recuerdos como si fueran una muela.

Pete entró a un bar milagrosamente abierto, hombres solos ahí, había leído en una revista de medicina que el 14 por ciento de los soldados y el 28 por ciento de los marines volvían de Irak con trastornos mentales, psicosis de guerra, ansiedad, depresión, pesadillas cada noche, se volvieron drogadictos, seguro que son muchos más, mataron niños, mujeres, viejos, los matamos por las dudas, no eran combatientes, una epidemia de locura, eso, una epidemia. Y vos, Pete, ¿qué harás?

La realidad que motivó esta narración puede verse en www.militarytimes.com/forum/forumdisplay.php?f=178 (21-12-07).

Juan Gelman ha sido galardonado con el Premio Cervantes 2007.