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Agrocombustibles

Todavía no somos autómatas…

Fuentes: Viento Sur

La mayoría de nosotros somos productores y productoras de alimentos y estamos dispuestos, somos capaces y tenemos la voluntad de alimentar a todos los pueblos del mundo… Declaración de Nyéléni Foro Mundial de Soberanía Alimentaria Mali, 27/02/2007 Una solución milagrosa Quizás una de las características predominantes del actual proceso de globalización se ubique en la […]

La mayoría de nosotros somos productores y productoras de alimentos
y estamos dispuestos, somos capaces y tenemos la voluntad de alimentar a todos los pueblos del mundo…
Declaración de Nyéléni Foro Mundial de Soberanía Alimentaria Mali, 27/02/2007

Una solución milagrosa

Quizás una de las características predominantes del actual proceso de globalización se ubique en la generación de problemas que atañen al conjunto de la humanidad y que comienzan a ser reconocidos oficialmente. Desde las reuniones del G8 y del Foro Económico Mundial hasta los foros de las Naciones Unidas dos temáticas globales han sido reiteradas durante este año: el cambio climático y el hambre. Tras años de intensos debates y el desdén de los objetivos mínimos fijados por el Protocolo de Kyoto, la responsabilidad de las actividades humanas en un 90% del primero fue formalmente establecida por el Cuarto Informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) en el mes de febrero. Por otra parte, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), actualmente más de 850 millones de personas en el mundo padecen de hambre y en 2015 serán 100 millones más. Si escuchamos a los diferentes actores que promueven activamente el desarrollo de los agrocombustibles, parecería que ahí radica una de las respuestas más adecuadas frente a ambas problemáticas. ¿En qué consiste esta milagrosa solución? Actualmente la producción de carburantes a partir de la biomasa se concentra en el bioetanol y el biodiesel. El primero es obtenido a partir de productos ricos en sacarosa (caña de azúcar, la melaza y el sorgo dulce), de substancias ricas en almidón (cereales como el maíz, el trigo o la cebada), y mediante la hidrólisis de substancias que contienen celulosa (madera y residuos agrícolas). Puede ser utilizado para reemplazar la gasolina, pero requiere de una adaptación previa de los motores. A su vez, el biodiesel proviene de aceites vegetales (de palma aceitera, colza, soja y jatrofa) o de grasa animal. Se destina al reemplazo del diesel y puede ser usado en estado puro o mezclado.

Varios países han legislado a favor de una implementación obligatoria de estos carburantes en el sector de los transportes, sin disponer de la capacidad de producción necesaria. En Estados Unidos, se ha dispuesto que hacia 2030, por lo menos 30% del combustible en el transporte se derive de agrocombustibles (sobre todo etanol), lo que requerirá una producción anual de 227 millones de litros anuales. La producción estadounidense de maíz destinada al bioetanol se incrementó entre 2000 y 2006 del 6 al 20%. Pero ante los objetivos fijados, se tendrían que atribuir prácticamente la totalidad de las cosechas a la generación de carburantes. Por su parte, la Unión Europea ha optado por un porcentaje de 5.75% en 2010 y el doble en 2020. Produce 3 millones de toneladas de biodiesel, aspira a alcanzar los 7 millones en 2010, lo que requerirá 13 millones de toneladas de materia prima, y a mediano plazo cuenta con la segunda generación basada en residuos lignocelulósicos para suplir 30% del consumo. Europa tampoco cuenta con las tierras necesarias para cumplir con estas metas. Por ejemplo, se calcula que en países como Gran Bretaña, el intentar alcanzar el objetivo de 2020 demandaría la utilización la casi totalidad de las tierras de cultivo. Por tanto, todos estos países deberán recurrir a la importación de materia prima o de agro carburantes. Para responder a esta demanda, se ha intensificado la producción de los commodities requeridos en países como Brasil, Argentina, Colombia, Malasia e Indonesia, donde se sitúan las mejores y más abundantes tierras.

Es evidente que se abren las posibilidades de negocios muy jugosos. No se explicaría de otra manera la intervención de las grandes corporaciones transnacionales en la agenda de los agrocombustibles desde distintos ámbitos. Hecho sin precedentes, se produce la convergencia de corporaciones del sector petrolero, automovilístico, alimentario, biotecnológico y financiero. Si bien muchas de ellas han obtenido beneficios millonarios generando cambio climático, a partir de ahora ganarán todavía más «mitigándolo». Son tiempos en los que BP se asocia con la biotecnológica DuPont para proveer el mercado británico del biobutanol, firma con ConocoPhillips contratos con productores de carne para producir biodiesel a partir de grasa animal o invierte en cultivos de jatrofa. Por su parte, Repsol YPF flirtea con la semillera Bunge y la constructora Acciona para el establecimiento de una planta de biodiesel en el Puerto de Bilbao. Empresas biotecnológicas como Monsanto o Syngenta intensifican su producción e investigación en semillas transgénicas, al tiempo que Ford, Daimler-Chrysler y General Motors se disponen a vender en la próxima década más de dos millones de automóviles que funcionen con bioetanol. Wal-Mart planifica la venta de agro carburantes en sus 380 tiendas estadounidenses y de manera generalizada, las empresas del sector agroalimentario conforman redes integradas para controlar toda la cadena productiva, desde las semillas hasta el transporte. Lo que queda mucho menos claro es si los cultivos energéticos contribuirán efectivamente en la reducción de las emisiones y en el mejoramiento de las condiciones de vida de las poblaciones más empobrecidas del planeta. Para evaluarlo, consideraremos algunas de las consecuencias de su producción masiva, sin pretender ser exhaustivos.

Agricultura y cambio climático

A partir de los agrocombustibles se establece una relación curiosa entre el cambio climático y los problemas de malnutrición a nivel mundial. La producción de estos carburantes a gran escala destinada a responder a los nuevos requerimientos de los países del Centro pasa inevitablemente por una profundización del proceso de industrialización de la agricultura, el avance de la frontera agrícola y por consecuente de la deforestación. De hecho, un informe establecido por la NASA en 2006 establece la correlación entre el precio de la soja y la tasa de destrucción de la selva amazónica. A su vez, Indonesia ha perdido en los últimos veinte años un cuarto de su cobertura forestal al expandir las plantaciones de palma aceitera de 600’000 hectáreas (en 1985) a 6.4 millones de hectáreas en 2006.

Ahora bien, recomendar el desarrollo de la agroindustria para mitigar los efectos del cambio climático resulta cuando menos descabellado. El modelo agrícola actual se sustenta en el petróleo, desde la elaboración de insumos químicos hasta el transporte de mercancías. Además, tal como lo advirtió el Informe Stern en 2006, la agricultura y los cambios del uso del suelo (deforestación) representan respectivamente 14 y 18% de las emisiones de gases responsables del calentamiento global. En particular, la conversión de las selvas en tierras de cultivo, el uso de fertilizantes de nitrato, el cultivo a gran escala de leguminosas como la soja y la descomposición de residuos orgánicos han sido identificados como las causas de emisión de óxido nitroso (N2O), el tercer gas de efecto invernadero. Únicamente en Brasil, 80% de las emisiones provienen de la deforestación debida a la expansión de los cultivos de soja y de caña de azúcar. Además, se evalúa que la destrucción de la turba vinculada con los monocultivos provocará la liberación de cerca de 40 billones de toneladas de carbono en la atmósfera. Finalmente, según la FAO, la producción de arroz es quizás la mayor fuente de metano originado por la actividad humana y representa entre 50 y 100 millones de toneladas por año, procedentes de los 130 millones de hectáreas de arrozales. Nos encontramos aquí ante un círculo vicioso porque la misma institución demuestra preocupación por los impactos negativos del cambio climático sobre la agricultura y el acceso a los alimentos en los países más empobrecidos.

Aumento de los precios de los cereales y especulación

De acuerdo con la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG, Estado español), la política de incentivos públicos a los cultivos energéticos impulsa a los productores de cereales a destinar sus cosechas a la agroenergía en lugar de a la alimentación animal y humana. En los países del Centro, esta situación preocupa particularmente a la industria ganadera. Es importante recordar que 70% de las tierras agrícolas del planeta son destinadas de manera directa o indirecta a la ganadería, y que únicamente la producción de piensos para la alimentación animal requiere del 33%. Los cereales representan 55% en la producción de pienso. Así por ejemplo, en el Estado español, de los 30.6 millones de toneladas de cereal que se consumen, 23 millones son para la alimentación animal (de porcinos en particular). Por otra parte, si la Unión Europea es la segunda productora de piensos a nivel mundial, la producción española representa por sí sola 15% del total europeo. En ninguno de estos lugares las tierras cultivables disponibles pueden abastecer en materia prima, por lo que gran parte de los cereales son importados de Estados Unidos (maíz y soja), Brasil y Argentina (soja) .

En los últimos años se ha observado una contracción de la oferta de cereales debido a una producción inestable, vinculada en parte con contratiempos climáticos. Sin embargo, la demanda no ha cesado de aumentar, particularmente en Estados Unidos, a raíz de la producción de bioetanol a partir de maíz. Por otra parte, el precio del barril de petróleo se incrementa de manera continua, incidiendo en los costes logísticos (insumos y transporte) de la producción agrícola. En este contexto, los precios de los cereales y del maíz en particular (que constituye el cereal base en las fórmulas de alimentación animal), han alcanzado niveles muy elevados. Asimismo, se ha incrementado la producción de maíz amarillo (para etanol) en detrimento del maíz blanco (para consumo humano). Aquí es cuando el sector se convierte en un mercado interesante para los capitales especulativos y donde se fue desencadenando lo que condujo a la «crisis de la tortilla» a principios de 2007. En los Estados Unidos se produjo un despliegue importante de las fábricas de bioetanol que coincidió con una baja ligera de la producción de maíz y por tanto una reducción de los stocks estadounidenses (40% de las reservas mundiales). Esta situación permitió a la principal comercializadora de grano del mundo, Cargill, especular y vender a futuro el maíz a las compañías energéticas, generando una alarmante duplicación del precio de la tortilla de maíz en México.

En lo que atañe a las oleaginosas, también se observa la desigual competencia entre los coches y los seres humanos. Así por ejemplo, en Indonesia, segundo productor mundial de palma aceitera, el Secretario General de la Federación de Sindicatos Campesinos (FSPI), Henry Saragih destaca que ante el auge de los agrocombustibles, empresas como IndoAgri y London Sumatra proyectan extender sus plantaciones hasta 250’000 hectáreas en 2015. Cerca de 1.5 millones de toneladas son exportadas hacia la Unión Europea y convertidas en agrocarburantes. Mientras tanto, en el país productor de este commodity, la gente debe hacer frente a la escasez de aceite de cocina de palma, una de las bases de su alimentación.

Impactos sociales: del despojo al malvivir

De por sí, la industrialización de la agricultura ha demostrado ser un fracaso social en varios países. El caso de Bolivia, Guatemala, Honduras y Paraguay nos presenta una gran paradoja: los agroalimentos constituyen un alto porcentaje de las exportaciones al tiempo que la subnutrición adquiere un carácter estructural. Se ha avanzado el tema de los agrocombustibles como una alternativa laboral que permitiría a los campesinos del Centro y de la Periferia incrementar sus ganancias y alcanzar el bienestar social. Nada parece estar más alejado de la realidad. En el caso de la Unión Europea existe aún incertidumbre y algunos estudios refieren que 1’000 toneladas de agrocombustibles pueden crear entre 2 y 8 empleos de tiempo completo, concentrados esencialmente en torno a refinerías y puertos. Pero en los países de la Periferia, de donde finalmente vendrá gran parte de la materia prima, el desarrollo de cosechas para combustibles automotores se sustenta en la creación de economías de escala y en un modelo agrícola industrial altamente centralizado, donde se estrechan las relaciones entre el capital transnacional y las elites terratenientes locales. Los habitantes de las comunidades rurales resultan cada vez más prescindibles y tienen solo dos opciones: migrar o ser jornaleros agrícolas. Consideremos brevemente algunos casos.

El Grupo de Reflexión Rural (GRR) destaca que la Revolución Verde aplicada en el campo argentino se vincula con el empobrecimiento de la población. Así, en un país que fue considerado como «granero del mundo», la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud de 2006 registró que 34% de los niños menores de dos años sufren de desnutrición y anemia. De acuerdo con el GRR, parte de la explicación de este fenómeno se se ubica en la conversión de Argentina en un país productor de transgénicos y exportador de forraje, con la implementación de monocultivos a gran escala de soja RR. En este contexto, se produjo una concentración empresarial de la tierra que arruinó a 400’000 pequeños productores y provocó el éxodo rural engordando los cordones de pobreza de las urbes. La realidad no es muy diferente en Brasil, primer productor de bioetanol a nivel mundial. En el municipio de Ribeirao Preto (Sao Paulo), considerado como la «California brasileña» por el desarrollo tecnológico en la producción de caña, 30 fábricas controlan toda la tierra, 100’000 personas (20% de la población total) viven en fabelas, y hay más gente en la cárcel (3’813) que campesinos (2’412).

Durante el Foro Permanente de las Naciones Unidas sobre Poblaciones Indígenas que sesionó en mayo de 2007, se subrayó que las poblaciones originarias están siendo desplazadas de sus tierras por la expansión de los cultivos energéticos, lo que contribuye en la destrucción de sus culturas y la migración hacia las ciudades. Solo en una provincia indonesa de West Kalimantan, ya son 5 millones de personas las que tendrán que dejar sus territorios ancestrales. Así, los campesinos indonesios resaltan que el auge de los agrocombustibles amenaza con acabar la corrosión de su sistema agrícola y alimentario. Existe una concentración de la tierra en manos de un puñado de grandes empresas, que llegan a poseer 67% de la tierra cultivable. De forma tal, que los monocultivos de palma han profundizado la marginalización de los pequeños productores iniciada en tiempos coloniales. Únicamente en 2006, estas plantaciones provocaron 350 conflictos agrarios, a pesar de que la reforma agraria figure en la Constitución y las Leyes nacionales.

En Paraguay, el avance de los monocultivos de soja transgénica y de caña de azúcar se expresa también en un compulsivo proceso de acaparamiento de las mejores tierras. El país destina 2.4 millones de hectáreas a la producción de soja, pero contempla alcanzar los 4 millones para cumplir con sus compromisos de venta a la Unión Europea. En un país donde 21% de la población vive en la extrema pobreza, 1% de los propietarios posee 55% de la tierra, y 40% de los productores cultivan lotes de entre 0.5 y 5 hectáreas. En septiembre de 2006, la Corte Suprema confirmó que el Instituto Nacional de la Reforma Agraria había vendido de manera ilegal tierras a grandes productores de soja. Según la organización Sobrevivencia, cada año, cerca de 70’000 personas abandonan el campo debido a la presión para que vendan sus parcelas. Empero, otros métodos de descampesinización están siendo denunciados por organizaciones civiles. Este año, en el departamento paraguayo de San Pedro, una de las zonas donde el gobierno promueve la producción de etanol, cinco personas han muerto y siete han sido heridas por guardias armados de la agroindustria. Peor suerte han tenido las comunidades afrodescendientes colombianas de Jiguamiandó y Curvaradó. La violencia militar y paramilitar las forzó a dejar sus tierras, que fueron ilegalmente ocupadas por la empresa Urapalma. Los que se atrevieron a regresar a duras penas pudieron reconocer sus casitas destruidas. La selva que habían estado preservando fue arrasada por cultivos de palma aceitera que se extendían hasta el horizonte.

¿Y qué ocurre con los que se quedan? De acuerdo con el Foro Brasileño de ONGs y Movimientos Sociales para el Medio Ambiente y el Desarrollo, los monocultivos no generan tantas fuentes de trabajo como prometen. Si en los trópicos 100 hectáreas de agricultura familiar crean 35 empleos, la misma extensión, dedicada a plantaciones de eucaliptos representa un puesto de trabajo, en el caso de la soja son dos y en los cultivos de caña de azúcar y de palma, diez. En muchos casos, los cortadores de caña solo son remunerados si consiguen una cantidad de producción pre-establecida por la empresa. No obstante, trabajan en condiciones difíciles, que incluyen el uso de agroquímicos sin equipo de protección, viviendas precarias, la falta de servicios sanitarios y de agua potable y hasta trabajo infantil.

En lo que atañe a las poblaciones aledañas a los cultivos de palma y de soja, su salud se ve amenazada por la aplicación de potentes herbicidas. Así por ejemplo, se estima que en Malasia, entre 1977 y 1997, cada cuatro días murió un jornalero agrícola envenenado por paraquat. Comunidades argentinas urbanas y rurales han lanzado la campaña «Paren de Fumigar», ante la dispersión aérea de herbicidas sobre los campos sojeros vecinos. Más aún, un estudio del Ministerio de Salud realizado en cinco ciudades del Sur de la provincia de Santa Fe descubrió un número alarmante de casos de cáncer.

Megaproyectos y agrocombustibles

Un hecho innegable: el biodiesel y el bioetanol no suelen tele-transportarse de los campos a los tanques de gasolina. Y aquí se ubica otro aspecto muy poco «bio» en el auge de los agrocombustibles: la creciente necesidad de integración de infraestructuras que implica su transporte y exportación. Salen a la luz entonces el -lamentablemente- resucitado Plan Puebla Panamá (PPP) y la Iniciativa para la Integración de las Infraestructuras Sudamericanas (IIRSA). Estos megaproyectos consideran a la rebelde geografía latinoamericana como un obstáculo para la extracción de materias primas y el transporte de mercancías. Su misión es doblegarla mediante corredores intermodales de autopistas, represas hidroeléctricas, hidrovías, tendidos eléctricos, oleoductos, etc. Ni qué decir de los importantes beneficios que estos proyectos traerán a empresas como las españolas Iberdrola y Gamesa (parque eólico en México), ACS (gestión portuaria y dragados en Brasil) e incluso a desconocidas consultoras como TYPSA o Norcontrol. A pesar de las promesas de «desarrollo local» que hacen (evocando la agotada teoría del «derrame de riqueza»), resultan nefastos porque se sitúan sobre territorios indígenas y comunidades campesinas, y atraviesan zonas de alta biodiversidad.

En su diseño ha participado, sin ninguna consulta de las poblaciones locales, una de las principales entidades generadoras de deuda del continente, y de la cual el Estado español es miembro: el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Promueve hoy a los agrocombustibles de distintas maneras. Estima que a América Latina le tomarán 14 años convertirse en una zona productora de biodiesel y bioetanol y que se requerirán 200’000 millones de dólares. Apoya la expansión de cultivos de palma de Colombia y de caña de azúcar y soja en la amazonía brasileña. El propio presidente del BID, Luís Alberto Moreno, co-dirige un grupo del sector privado, la Comisión Interamericana del Etanol, conjuntamente con Jeb Bush (ex – gobernador del Estado de Florida) y el ex primer ministro japonés Junichiro Kozumi. Por el otro lado le importa asegurar un fluido vaciado de los commodities hacia los puertos, no únicamente atlánticos, sino también del Pacífico, de cara a los mercados asiáticos. Así, recomienda a Brasil gastar en infraestructuras 1’000 millones de dólares por año durante 15 años. Aspira también a acelerar proyectos del IIRSA rechazados por la sociedad civil, como por ejemplo la Hidrovía Paraguay-Paraná-Plata, el proyecto de navegabilidad del Río Meta, el Complejo del Río Madera (que cuenta con inversiones del Banco Santander), Ferro Norte (red ferrovial que conectaría a los estados sojeros de Paraná, Mato Grosso, Rondonia y Sao Paolo).

Segunda generación: de mal en peor

Ante los múltiples problemas presentados por los agrocombustibles de primera generación, se ofrece nuevamente una respuesta tecnológica: la producción de agrocombustibles líquidos (BtL, Biomass to Liquid), que puedan ser obtenidos a partir de biomasa lignocelulósica como la paja o las astillas de madera. Entre ellos se incluyen el bioetanol producido por la fermentación de biomasa hidrolizada, así como los agrocarburantes conseguidos por vía termoquímica, tales como los bio-hidrocarburos obtenidos por pirolisis (carbonización), las gasolinas y gasóleos fabricados por síntesis de Fischer-Tropsch, entre otros.

De momento, los impactos sociales y ambientales de generados por la producción a gran escala de estos carburantes son relativamente similares a la primera generación. La recolección de residuos orgánicos en los campos necesita el uso de más fertilizantes, lo que implica más emisiones de óxido nitroso. Además, la recogida masiva de árboles muertos tendrá por consecuencia pérdidas en términos de biodiversidad, puesto que miles de especies dependen precisamente de los residuos vegetales que yacen en los suelos. Ello podría reducir la capacidad de absorción de carbono en los bosques. Por otra parte, puesto que se requiere reducir el número de enzimas para romper la estructura molecular de las plantas, se preferirá la materia prima que provenga de monocultivos de árboles. Actualmente, la industria genética investiga la modificación de las plantas para producir menos lignina, facilitar el rompimiento la celulosa y acelerar el ritmo de crecimiento de las plantas. No obstante, se desconocen los riesgos que implica la liberación en el medio ambiente de los árboles transgénicos. Los entusiastas de la segunda generación y de las plantaciones de árboles parecen olvidar que un bosque no es un conjunto de árboles, es un ecosistema. El Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales (WRM) nos recuerda que en Chile las plantaciones de árboles son conocidas como: «milicos plantados». Son cultivos de gran extensión que ocupan tierras amenazando las fuentes tradicionales de subsistencia de los pobladores. En Tailandia, se denomina a los eucaliptos «el árbol egoísta», porque retiene toda el agua necesaria para el arroz, alimento básico en la subsistencia de los campesinos. El modelo de los monocultivos de árboles, implementado por la creciente industria papelera se repite en diferentes países y sus impactos sociales y ambientales han sido denunciados continuamente.

Seres humanos, no máquinas

De acuerdo con la FAO, la rápida transición hacia un mayor uso de agrocombustibles podría reducir las emisiones de gases de efecto invernadero «siempre que sean tenidas en cuenta la seguridad alimentaria y las consideraciones ambientales». A partir de todos los elementos considerados en este ensayo, pensando también en la obsesión por el crecimiento sostenido -y no sostenible- y por la producción a gran escala, pilar de la lógica capitalista, la propuesta de la FAO nos sitúa ante una ecuación imposible de resolver. Esto se debe a que desdeña un parámetro clave: los seres humanos todavía no somos autómatas. Los millones de personas empobrecidas en todo el planeta no pueden ser consideradas como máquinas que requieren una fuente de energía adecuada. Ante la pregunta sobre por qué reivindicaba los derechos de su Pueblo, un dirigente indígena mixe de Oaxaca (México) me respondió que lo que buscaban era la autonomía, un complejo equilibrio que incluía conceptos como: estómago propio, esperanza propia, poder de decisión propio, pensamiento propio, palabra propia, territorio propio, camino propio, educación propia, vida y muerte propias. Por su parte, las comunidades andinas pugnan por la introducción en la naciente Constitución boliviana, del Suma Qamaña, entendido como el «vivir bien», en un territorio que para ellos es sagrado y donde la diversidad de la naturaleza y sus divinidades conviven con la especie humana. En México, el maíz no solo constituye un alimento básico para los Wixárika. Tiene además un carácter sagrado y se expresa en el trabajo colectivo para la siembra, la caza de venado, las ceremonias. La «milpa» o parcela cultivada, es como una comunidad, donde conviven y se complementan el maíz, el fríjol, la calabaza, el amaranto, plantas medicinales. Tras años de estudio de diversas culturas indígenas en América Latina, la antropóloga Alicia Barabas señala que las representaciones sobre el espacio y las pautas culturales de construcción constituyen categorías estructurantes en una cultura puesto que sus significados y orientaciones resultan claves para la reproducción social.

Por tanto, es a partir del reconocimiento de la complejidad y diversidad cultural de los seres humanos que podemos acercarnos a dilemas como el cambio climático y a las contradicciones generadas por el sistema capitalista. Ante ello, las posibilidades de actuar son múltiples. Las organizaciones indígenas y campesinas han plasmado sus reivindicaciones en el concepto abarcador e integral de la soberanía alimentaria y más recientemente de la soberanía energética. Existen también campañas populares que demandan que sea detenida la plantación de cultivos energéticos y piden una moratoria frente a las políticas de la UE de incentivos a los agrocombustibles, importaciones de agrocombustibles y monocultivos agroenergéticos de la UE o que trabajan sobre la deuda ecológica y la soberanía alimentaria.

Observatorio de la Deuda en la Globalización