El capitalismo del desastre y la acumulación por desposesión presentan un orden capitalista que ya no busca la hegemonía ideológica, sino imponerse mediante la fuerza bruta, y esto no es sostenible. Walden Bello habla del nuevo libro de Naomi Klein.
La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre de Naomi Klein es admirable. Esto no es, sin embargo, inmediatamente evidente, algo que confirma la crítica del libro hecha por Joseph Stiglitz. Incluso antes de leerla, estaba seguro de que un premio Nobel destacaría el intento de Klein por relacionar los experimentos de electroshock llevados a cabo por el conocido psicólogo de la Universidad McGill Ewen Cameron -quien estaba contratado por la CIA- y el enfoque del shock económico desarrollado por Milton Friedman en la Universidad de Chicago.
Y desde luego, lo hace, pero en el típico estilo que adoptan las reseñas de libros del New York Times que no se atreven a manifestar demasiado entusiasmo por un libro que viene de la izquierda, no sea que provoque a los siempre atentos perros guardianes de la derecha y le cuestionen las credenciales a uno. Stiglitz, de hecho, sugiere desde la primera frase que el análisis de Klein puede que adolezca de teoría de la conspiración: «No existen accidentes en el mundo como los que ve Naomi Klein.» El premio Nobel tiene algunas cosas positivas que decir sobre el libro, pero las neutraliza dejando caer en una frase que Klein «no es un académico y no debe ser juzgada como tal.» En cuanto al concepto central de capitalismo del desastre, es mencionado en una ocasión, pero por lo demás ignorado. Todo se queda en una crítica negativa acompañada de un ligero elogio.
La escuela de editores de Nueva York dice que ganas o pierdes a tu público en las primeras páginas, pero sea cual sea la razón para mencionar los experimentos de Cameron al principio del libro y sugerir que existe una relación entre la génesis del tratamiento de electroshock de Cameron y el enfoque de las políticas económicas de la Escuela de Chicago, se trata de una mala decisión por parte de Klein y sus editores. Lo que es un obviamente un deliberado recurso dramático se arriesga a conseguir justamente lo contrario. Los entusiastas de la teoría de la conspiración se entusiasmarán con ello, pero no el público crítico y exigente al que se dirige el libro.
Un trabajo sobresaliente
Lo cual es una lástima, teniendo en cuenta que La doctrina del shock aparece como un trabajo sobresaliente, que sigue brillantemente la evolución del neoliberalismo de teología a política universal. Klein combina el ojo periodístico para captar los detalles con la habilidad del analista para detectar, sacar a la luz y diseccionar tendencias más profundas, y el talento para cautivar al público, probando una vez más que un periodista magistral puede en ocasiones iluminar realidades sociales mucho mejor que los economistas o politólogos mejor entrenados.
Con su habilidad para combinar el reportaje de investigación de los que no dejan un cabo suelto con el análisis social en profundidad, Klein es la David Halberstam de su generación, y sus libros La doctrina del shock y el anterior No Logo están a la altura de The Best and the Brightest y War in a Time of Peace. Pero hay una diferencia: Klein es una mujer de izquierdas que no se avergüenza de ello, lo que proporciona a su análisis tanto su fuerza como su pasión.
La doctrina del shock sigue el auge del neoliberalismo hasta su predominio mundial desde el programa puesto en marcha en la mitad de la década los cincuenta que hizo posible que los estudiantes chilenos se empaparan de la doctrina de libre mercado radical difundida por Milton Friedman y sus asociados de la Universidad de Chicago. El departamento de economía de la Universidad de Chicago era entonces un oasis de pensamiento de libre mercado radical en un mundo dominado por el keynesianismo en Estados Unidos y en Europa y el desarrollismo [en castellano en el original, N del T.] en Latinoamérica, con sus compromisos pragmáticos entre el estado y el mercado, el trabajo y la gestión empresarial, el comercio y el desarrollo.
Los Chicago Boys
La oportunidad para el neoliberalismo de salir de los fríos pasillos universitarios llegó a principios de los setenta, cuando el General Augusto Pinochet derrocó al gobierno revolucionario del presidente Salvador Allende en Chile e invitó a los «Chicago Boys» a administrar la economía del país, una oportunidad que habían estado esperando durante años. Con la población aturdida por el golpe, los Chicago Boys se aplicaron en la tarea de desmantelar velozmente los compromisos keynesianos y desarrollistas que habían sostenido una de las economías industriales más avanzadas de Latinoamérica. Con una mentalidad de Año Cero similar a la de los Jemeres Rojos, forzaron a Chile a convertirse, de la noche a la mañana, en el «paraíso» de libre mercado prescrito por Friedman, quien veía las crisis como una oportunidad para la reestructuración radical. Fue, sin embargo, un paraíso que sólo pudo ser creado mediante la represión masiva -e incluso una represión mayor fue necesaria para liberalizar a la vecina Argentina, en la que decenas de miles de personas fueron asesinadas, y cerca de cientos de miles torturadas por un régimen militar asesino que dejó las manos libres a los radicales del libre mercado para reestructurar la economía.
Algunos de los apuntes de Klein más originales y perspicaces pueden encontrarse en sus capítulos sobre Bolivia, Polonia, China y Sudáfrica. Bolivia, bajo la tutela de un entonces joven «Doctor Shock» -el economista de Harvard Jeffrey Sachs-, mostró que las medidas neoliberales podían ser impuestas por un gobierno elegido democráticamente si éste estaba dispuesto a recurrir a medidas de emergencia tales como el arresto y el aislamiento de los líderes sindicales. Polonia, también aconsejada por Sachs, demostró cómo las transiciones democráticas pueden ser realmente una oportunidad para proporcionar un shock que transforme el sistema, incluyendo la eliminación de los controles de precios de la noche a la mañana, la rebaja drástica de los subsidios y la rápida privatización de las empresas estatales, medidas dirigidas a una población que todavía estaba confundida por el colapso del comunismo.
No hubo transición democrática en China, pero Deng Xiaoping y sus aliados usaron la matanza de la Plaza de Tiananmen y el período inmediatamente posterior, cuando la población estaba confusa y paralizada, para avanzar y consolidar decisivamente el ambicioso programa de reforma capitalista que habían empezado a finales de los setenta. Ni en Polonia ni en China había gente que estuviera cansada del comunismo y reclamara a gritos un mercado libre, como Klein hace notar con énfasis. Lo que pedían era un control más popular y democrático sobre la política económica.
Sudáfrica
Sudáfrica proporcionó otra ruta hacia el neoliberalismo. Hubo aquí una suerte de robo, porque los intereses empresariales blancos se aprovecharon de la política del Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), exclusivamente centrada en el logro del predominio político de la mayoría negra, para conservar sus derechos de propiedad e instalar un régimen conservador en lo tocante a las políticas macroeconómicas. Pero no todo fue tan sutil: el gran capital dejó clara su intención de que emigrar, caso de que fueran introducidas políticas socialistas, lo que levantó el fantasma de la desestabilización económica.
En estas circunstancias, la élite blanca encontró un valioso aliado en el negociador jefe del ANC y futuro presidente sudafricano Thabo Mbeki, que convenció a Nelson Mandela de que la necesidad de estabilizar el nuevo régimen era «algo atrevido y sorprendente, algo que transmitiese a los mercados, por medio de los grandes y desmesurados brochazos que éstos entendían mejor, que el ANC estaba dispuesto a adherirse al Consenso de Washington.»
La contribución de Margaret Thatcher y Ronald Reagan fue mostrar que los programas antitéticos a los intereses de la mayoría podían ser impuestos en democracias occidentales si se era lo suficientemente despiadado para explotar ciertas situaciones. Para Thatcher, la Guerra de las Malvinas contra Argentina en 1982 fue una oportunidad caída del cielo para alistar al patriotismo al servicio de un programa radical, siendo una de sus tácticas representar a los sindicatos como el «enemigo interior». Las tácticas de Thatcher prefiguraron las de George W. Bush en los días posteriores al 11-S, cundo él y su equipo explotaron el estado histérico de la población para declarar una «Guerra contra el Terror» que significó el arranque de una nueva fase de la empresa neoliberal, que Klein etiqueta como «capitalismo del desastre». Pero antes de llegar aquí, detengámonos para evaluar el análisis de Klein hasta el momento.
Excelente, pero…
La explicación de Klein es magnífica, pero no está exenta de fallos. Para empezar, Klein tiene una visión demasiado halagüeña del estado keynesiano que existió en los Estados Unidos y Europa y del Estado del desarrollo que dominó el Cono Sur en el período que va de finales de los 40 a la mitad de la década de los 70. Escribe que gracias a los regímenes desarrollistas «el Cono Sur empezó a parecerse más a Europa y Norteamérica que el resto de Latinoamérica y otras partes del Tercer Mundo.»
De nuevo, «el desarrollismo fue tan sorprendentemente exitoso en su época que el Cono Sur de Latinoamérica se convirtió en un potente símbolo para los países pobres de todo el mundo: aquí existía la prueba de que con políticas inteligentes y prácticas, implementadas valientemente, la brecha entre el Primer y el Tercer Mundo podía ser cerrada efectivamente.» Esto no era desde luego lo que se sentía en aquella época. Es más, si los neoliberales pudieron llegar desde el páramo del que procedían y quedarse fue porque fueron percibidos como representantes de una alternativa, aunque aún no probada, a unos sistemas económicos en crisis. En los Estados Unidos, el período de rápido crecimiento estimulado parcialmente por la reconstrucción de Japón y Europa dio paso a un estado de estancamiento e inflación que era el síntoma de una crisis más profunda, la de la separación creciente entre la enorme capacidad productiva y el consumo limitado, llevando a la disminución de la rentabilidad que los marxistas han denominado crisis de sobreproducción. En Latinoamérica, los crecientes críticos con el Estado del desarrollo se encontraban en la izquierda, que denunció que el proceso de sustitución importaciones industriales llevado a cabo por el estado estaba «agotado» [en castellano en el original; N.T.], debido a un mercado nacional limitado por una distribución de la renta muy desigual.
En los Estados Unidos y Gran Bretaña, la experiencia de tener que ver cómo sus salarios y ahorros disminuían a causa de una inflación de dos dígitos hizo a las clases medias receptivas al mensaje friedmanita. En Chile éstas fueron inicialmente receptivas a la crítica del Estado del desarrollo proveniente de la izquierda. Pero cuando la izquierda llegó al poder con un proyecto socialista en 1970, las clases medias -temiendo un alzamiento de los pobres, a quienes llamaban «rotos» o delincuentes- se volvieron contra la izquierda con resentimiento, con los cristiano-demócratas, cuya base social era la clase media, uniéndose a la derecha en una plataforma anticomunista que proclamó estridentemente la defensa de la propiedad privada, el capitalismo y la «libertad».
La ascendencia del neoliberalismo
Todo esto nos lleva a la cuestión de cómo los neoliberales llegaron al poder. No se trató simplemente de las elites utilizando al ejército o manipulando la democracia para imponer un programa neoliberal en una población reacia al mismo pero aturdida, que es la imagen que la explicación de Klein -intencionadamente o no- transmite. Ni siquiera fue éste el caso del ejemplo paradigmático de Klein, Chile. En la ascendencia del neoliberalismo estuvieron implicadas las elites y los militares en acción conjunta con una base de masas de la clase media contrarrevolucionaria que controlaba las calles, con las juventudes cristianodemócratas uniéndose a sus parientes más fascistas, Patria y Libertad, a la hora de intimidar y propinar palizas a los militantes de izquierdas.
Lo sé porque, siendo un estudiante de doctorado que elaboraba una tesis sobre el avance de la contrarrevolución, en un par de ocasiones estuve cerca de recibir una paliza a manos de jóvenes de clase media anti-Allende que insistían que yo era un agente cubano enviado por Fidel Castro para destruir Chile. Seguro que la CIA jugó un rol fundamental, pero fue con el apoyo de una contrarrevolución que se encontraba ya en ciernes y con una base social de clase media, en un proceso que recuerda a los de Italia y Alemania en el período posterior a la Primera Guerra Mundial.
En otras palabras, en prácticamente todos los casos, el neoliberalismo encontró una clase media que estaba desencantada con el estado keynesiano o de desarrollo, o que se sintió amenazada por la izquierda, o ambas cosas.
La construcción de hegemonía
Así es como se explica la sugerencia de Stiglitz de que la autora opera con un paradigma de la conspiración. Pero la explicación instrumental de Klein debe complementarse con la noción de David Harvey de «construcción de hegemonía», un proceso en el cual las elites crean un consenso entre las clases subalternas, en apoyo de un proyecto neoliberal que sirve principalmente a sus intereses. (David Harvey, A Brief History of Neoliberalism [Oxford, Oxford University Press, 2005]) [Edición castellana: Breve historia del neoliberalismo, Madrid, Akal, 2007]
En el caso del Reino Unido, no fue tanto la atmósfera patriotera de la Guerra de las Malvinas como la fascinación ideológica de la clase media hacia un líder conservador experto en evocar los temas de la libertad, el individuo y la propiedad, que eran los puntos hacia los que se inclinaba la reforma neoliberal. Thatcher era una experta en promocionar lo que Harvey llama un «individualismo posesivo seductor» y ella «fraguó el consenso mediante el cultivo de una clase media que disfrutaba de las alegrías de la propiedad doméstica, la propiedad privada, el individualismo y la libertad de oportunidades empresariales.»
La construcción de consenso fue la vía principal para la hegemonía en los Estados Unidos, donde los neoliberales conectaron hábilmente su programa de libre mercado con la agenda de una coalición de clase media que estaba impulsada por el resentimiento hacia las minorías que supuestamente habían mimado los demócratas liberales, y por un inflamado apego a los valores religiosos que veían como atacados por la izquierda. «No por vez primera», dice Harvey hablando de la ascendencia de los republicanos bajo Reagan, «ni, nos tememos, por última vez en la historia, ha votado un grupo social contra sus intereses materiales, económicos y de clase por razones culturales, nacionalistas y religiosas.»
Incluso algunos trabajadores de cuello azul estuvieron en peligro de ser co-optados: «Una mayor libertad y una mayor libertad de acción en el mercado laboral podían ser promovidos como una virtud para el capital y el trabajo por igual, y aquí tampoco era difícil integrar los valores neoliberales en el ‘sentido común’ de la fuerza de trabajo.»
El neoliberalismo, de hecho, se convirtió en tan «sentidocomunista» que incluso allí donde los partidos socialdemócratas alcanzaron el poder, desplazando a los tradicionales partidos conservadores del neoliberalismo como ocurrió en Gran Bretaña, Chile y los Estados Unidos, no se atrevieron a reconstruir el estado intervencionista liberal y han hecho central rendir homenaje a la «magia del mercado». Es más, no han sido los conservadores, sino socialdemócratas como los blairitas en el Reino Unido, los clintonitas en los Estados Unidos, o el gobierno de coalición encabezado por los socialistas en Chile, con su retórica de «políticas sociales orientadas al mercado», quienes han consolidado el régimen económico neoliberal.
Crisis del estado keynesiano
La contribución más importante del libro es su teoría del «capitalismo del desastre». Pero para apreciar por completo la sagacidad de Klein, es importante volver a las raíces de la crisis del estado keynesiano y del Estado del desarrollo en los setenta que ella pasa por alto. Esta crisis, que allanó el camino a la ascendencia neoliberal, tuvo sus orígenes en lo que los economistas han llamado crisis de sobreacumulación o sobreproducción.
El período áureo del crecimiento global de posguerra que eludió crisis importantes para cerca de 25 años fue posible gracias a la creación masiva de demanda efectiva mediante el crecimiento salarial en el Norte, la reconstrucción de Europa y Japón y la industrialización de Latinoamérica -y otras partes del Sur- por la vía de la substitución de importaciones. Este período dinámico llegó a su fin en la mitad de los setenta, con el estancamiento que se afianzaba a causa de una capacidad de producción global que sobrepasaba la de la demanda global, la cual estaba constreñida por la continuidad de las profundas desigualdades en la distribución de la renta.
De acuerdo con los cálculos de Angus Maddison, el principal experto en tendencias estadísticas en la historia, la tasa anual de crecimiento del Producto Interior Bruto global (PIB) cayó de un 4’9% en la que ahora es vista como la época dorada del sistema Bretton Woods de posguerra, 1950-73, a un 3% en 1973-89, es decir, una caída global del 39%.
Estas estadísticas reflejan la combinación desgarradora de estancamiento e inflación en el Norte, la crisis de la industrialización por substitución de importaciones en el Sur y la disminución de los márgenes de beneficio en todos sitios. Para el capital global, las políticas neoliberales, que incluían la redistribución de la renta hacia arriba mediante recortes impositivos para los ricos, la desregulación y el asalto al trabajo organizado, fueron una vía de escape de la crisis de sobreproducción. Otra fue la globalización dirigida por las corporaciones, que abrió mercados en los países en desarrollo y movió capital de áreas de salarios altos a áreas de salarios bajos.
Financialización
Una tercera vía fue lo que Robert Brenner y otros han llamado «financialización» (financialization) o la canalización de la inversión hacia la especulación financiera, de la que se deriva un rendimiento mucho mayor que en la industria, en la que los beneficios estaban en su mayoría estancados.
La fiebre especulativa desencadenó la proliferación de nuevos y sofisticados instrumentos de especulación, como los derivados que escapaban a la vigilancia y la regulación. El capital financiero también forzó la eliminación de los controles sobre el capital, siendo el resultado la rápida globalización del capital especulativo, que aprovechó los diferenciales en las tasas de interés y de cambio en los diferentes mercados de capital.
Estos volátiles movimientos, resultado de la liberación del capital de los grilletes del sistema financiero Bretton Woods surgido en la posguerra, eran una fuente de inestabilidad. Lo que resultó fundamentalmente problemático con las finanzas especulativas, sin embargo, fue que se redujeron a un esfuerzo por exprimir más «valor» de un valor que ya estaba creado en lugar de crear un nuevo valor, teniendo en cuenta que esta última opción estaba descartada por el problema de sobreproducción en la economía real. Pero la divergencia entre los indicadores financieros del momento, como los precios de las acciones y los valores reales, sólo podía llegar hasta a un punto antes de que la realidad les atrapara y les obligara a una «corrección», como ha ocurrido con el reciente colapso de las acciones ligadas por una miríada de bizantinas conexiones a las sobrevaloradas hipotecas subprime. Las correcciones o las crisis han pasado a ser más frecuentes en la era neoliberal, y un estudio de Brookings contabiliza unas 100 en los últimos 30 años.
En cualquier caso, las políticas neoliberales, la globalización y la financialización, aunque restauran y fortalecen el poder de las elites redistribuyendo la renta de abajo hacia arriba, por lo menos no se han demostrado efectivas a la hora de revigorizar la acumulación de capital a nivel global. Su verdadero récord, señala Harvey, «resulta que no es más que en pésimos resultados.» Las tasas de crecimiento agregado anual a nivel global alcanzaron el 1’4% en los años ochenta y el 1’1% en los noventa, en comparación con el 3’5% de los sesenta y el 2’4% de los setenta.
Capitalismo del desastre
Este fallo fundamental del capitalismo dirigido por las finanzas para reactivar una acumulación creciente de capital es el que nos permite apreciar íntegramente la teoría del «capitalismo del desastre» de Klein o la noción, estrechamente relacionada, de «acumulación por desposesión» de David Harvey. Ambos pueden ser vistos como el último desesperado intento de la cada vez más escacharrada maquina capitalista por superar la creciente y persistente crisis de sobreproducción.
En los últimos años, el estancamiento o el crecimiento débil han marcado a la mayoría de la economía mundial, con la excepción de China e India. El crecimiento de los EE.UU. ha sido superior que el de la esclerótica Europa, pero ha sido en gran parte ilusorio, producto, sobre todo, del consumo de la clase media alimentado por el crédito masivo procedente de China y del sudeste asiático. China tiene que prestar dinero a los Estados Unidos con el objetivo de mantener su demanda de exportaciones industriales basadas en la mano de obra barata, pero la expansión de su producción ha contribuido extraordinariamente a la sobrecapacidad, a la sobreproducción y al encogimiento de la rentabilidad, extendiendo el problema al sistema global en su totalidad. Incluso el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha reconocido que el mundo está patinando sobre una fina capa de hielo que podría romperse cuado los consumidores norteamericanos frenen su gasto basado en la deuda, como parece que están haciendo.
En sus esfuerzos por superar las crisis, el capitalismo ha complementado progresivamente, sino directamente suplantado, la acumulación mediante la producción con la acumulación mediante la desposesión o la expropiación de la riqueza ya creada o de las fuentes de riqueza de modo similar al proceso de acumulación primitiva que caracterizó al primer capitalismo de los siglos XIV al XVII. La acumulación por desposesión implica una aceleración de la privatización y de la mercantilización de los bienes comunes, incluyendo no sólo la tierra, sino también el medio ambiente y el conocimiento. Millones de campesinos y pueblos indígenas enteros son desplazados del suelo que les pertenece a medida que la propiedad privada suplanta la propiedad común y los regímenes comunales, a menudo con el apoyo activo de instituciones como el Banco Mundial y el Banco Asiático para el Desarrollo. Las semillas, el resultado final de eones de interacción entre la naturaleza y comunidades humanas, son ahora privatizadas a través de mecanismos como el Trade Related Intellectual Property Rights Agreement (TRIPs) [Acuerdo de Derechos de Propiedad Intelectual Relativos al Comercio, N. del T.], el cual también ha echado a perder el desarrollo tecnológico en el Sur por el miedo de estos países a infringir las patentes de las corporaciones del norte.
La subcontrata de la Guerra contra el Terror
Un mecanismo clave en la acumulación por desposesión es hasta la fecha la privatización acelerada de activos públicos o estatales, que es al fin y al cabo en lo que consiste el capitalismo del desastre. El capitalismo del desastre es la contribución central de la administración Bush al neoliberalismo. Su característica principal es adjudicar al sector privado el «núcleo» de funciones de seguridad, defensa e infraestructura que hasta el mismo Adam Smith pensaba que debían ser dejadas al estado. A través de la «Guerra contra el Terror», escribe Klein, la administración Bush a provocado: «La creación del complejo del capitalismo del desastre -una nueva economía con todas las de la ley en materia de seguridad nacional, guerra privatizada y reconstrucción de zonas de desastre, ocupada en nada menos que en la construcción y la gestión de un estado con su seguridad privatizada, tanto en casa como en el extranjero. El estímulo económico de esta iniciativa radical se probó con creces a la hora de recoger el testigo allí donde la globalización y el boom de las empresas puntocom lo habían dejado. Así como Internet emprendió la burbuja de las puntocom, el 11-S emprendió la del capitalismo del desastre… Fue el pico más alto de la contrarrevolución lanzada por Friedman. Durante décadas, el mercado se había estado alimentando de los apéndices del estado; ahora devoraría su núcleo.»
En el paradigma del capitalismo del desastre, el estado sirve como motor de la acumulación capitalista, esto es, incrementa el capital mediante los impuestos y entonces lo transfiere a los contratistas privados que han ocupado sus funciones centrales, desde la defensa al encarcelamiento pasando por la previsión de infraestructuras. La provisión de seguridad se convierte en una nueva industria creciente, incorporando, pero yendo aún más lejos, que el vejo complejo militar-industrial. El desastre, ya sea de origen natural, como el Katrina, o creado socialmente, como Irak, es visto de diferentes maneras como una oportunidad. Crea una demanda para una mercancía, esto es, seguridad o reconstrucción. Aprovechándose de los desastres naturales, proporciona la oportunidad de alterar el paisaje físico y «añadirle» valor, barriendo a las comunidades pobres «carentes de valor» y convirtiendo el suelo en bienes comerciales o inmuebles emergentes, como ocurrió en la Nueva Orleáns posterior al Katrina.
Finalmente, como en Irak, la guerra se convierte en el instrumento para eliminar al viejo estado intervencionista y crear desde cero el gobierno ideal neoliberal, cuya función clave es delegar sus propias funciones a contratistas privados, como la empresa de ingeniería Bechtel o la notoria empresa de seguridad privada Blackwater. «En Irak», escribe Klein, «no hubo ni una sola función gubernamental que fuera considerada del ‘núcleo’ que no pudiera ser entregada a un contratista, preferiblemente a uno que proporcionara al Partido Republicano contribuciones económicas o ‘soldados de a pie cristianos’ durante sus campañas electorales. La máxima habitual de Bush gobernó en todos los aspectos a las fuerzas extranjeras que participaron en Irak: si una tarea puede ser desempeñada por una empresa privada, entonces debe desempeñarla. (if a task could be performed by a private entity, it must be.)»
El problema, por supuesto, es que el capitalismo del desastre es tan descaradamente antipopular que, incluso vestido con la retórica de la libertad, la emprendedoría y la eficiencia, no puede convencer a la gente en la manera en que la primera ideología neoliberal fue capaz de cautivar a las clases medias en la era de Reagan y Thatcher. Leyendo la escalofriante explicación de Klein, uno se pregunta cómo Paul Bremer, cabeza visible de la Autoridad Provisional de la Coalición, no pudo darse cuenta de cómo los decretos que firmó, que convirtieron a la juventud iraquí en un excedente de población en una sociedad en la que el estado funcionaba principalmente para enriquecer a los contratistas extranjeros, convertiría a estos mismos jóvenes en insurgentes. El capitalismo del desastre y la acumulación por desposesión presentan un orden capitalista que ya no busca la hegemonía ideológica, sino imponerse mediante la fuerza bruta. Esto no es sostenible.
En el último capítulo del libro de Klein, que trata del variado y vasto movimiento global que ha surgido contra lo que los pensadores franceses llaman «capitalismo salvaje», muestra que, como Gramsci apuntó, nada puede permanecer como hegemónico durante mucho tiempo si carece de legitimidad. La gente está ahora más espabilada y esperanzada: no serán sometidos fácilmente a otro shock neoliberal. Klein antes, Klein ahora
Así que al final aparece la inevitable pregunta: ¿Qué libro es mejor, No Logo o La doctrina del shock? No se trata de una respuesta fácil, pero yo me quedaría con No Logo.
Me explico: la crítica incisiva, la agudeza analítica y pasión de No Logo pueden encontrarse también en La doctrina del shock. Pero hay algo diferente en cómo está escrito. En una reseña que hice para Yes! en el 2001, escribí: «No Logo es un libro absorbente, pero no una lectura fácil. Leer a Klein os como servir al lado de un comandante experimentado que muestra incesantemente las muchas defensas del enemigo para impedir que se localice su principal punto vulnerable. Y justo cuando le lector cree que Klein ha identificado la clave de bóveda de la defensa, revela que éste es sólo un episodio a la hora de desenmarañar las dinámicas del capitalismo contemporáneo. Esta es una de las mejores escrituras deconstructivas, el producto de una mente incansable, de primer nivel, que no se satisface en dibujar una o dos impresiones aisladas de todo el material que ha logrado reunir.»
Leer La doctrina del shock es una experiencia diferente. No tienes la necesidad de trabajar. Eres como un turista siendo guiado por un sendero de buena literatura en el que hay pocas sorpresas.
Prefiero mucho más el discurso de No Logo, y ciertamente no me entusiasma tener que someterme al principio del libro a un tratamiento de shock literario que no tiene otro objetivo que animarme a que lea más. Ese defecto -y el cambio de estilo- prefiero atribuírselo no tanto a Klein, que vive en Toronto, como a la escuela editorial de Nueva York, la cual, como Hollywood, prefiere un acercamiento obvio y directo a un discurso más lleno de alusiones, más indirecto y menos predecible, pero en definitiva mucho más iluminador.
Walden Bello es profesor visitante en la St. Mary’s University, Halifax (Canada). Bello es también analista senior en el instituto Focus on the Global South con sede en Bangkok, y profesor de sociología en la Universidad de Filipinas en Diliman. Es el autor de Walden Bello introduces Ho Chi Minh (Londres, Verso, 2007), Dilemmas of Dommination (Nueva York, Metropolitan Books, 2005) y Deglobalization (Londres, Zed, 2002).