Cinco meses después de haberse manifestado la crisis, aún no sabemos sus consecuencias reales, reina la opacidad. No se sabe quién está contagiado por la enfermedad. El estimulante eslogan de: «privatizar las ganancias y socializar las pérdidas» empieza a cobrar fuerza. La falta de información sobre el verdadero impacto de la crisis de las hipotecas […]
Cinco meses después de haberse manifestado la crisis, aún no sabemos sus consecuencias reales, reina la opacidad. No se sabe quién está contagiado por la enfermedad. El estimulante eslogan de: «privatizar las ganancias y socializar las pérdidas» empieza a cobrar fuerza.
La falta de información sobre el verdadero impacto de la crisis de las hipotecas de alto riesgo en los bancos está detrás de los recientes vaivenes en la bolsa. Lo más preocupante es que cinco meses después de haberse manifestado la crisis, aún no sabemos sus consecuencias reales, lo que hace muy difícil poder trazar pronósticos. A principios del año 2008 reina la opacidad. No se sabe quién está contagiado por la enfermedad. Los paquetes de títulos y obligaciones de deuda parecen haber contaminado a buena parte del sistema crediticio. Lo que sí queda más claro es que la crisis que estalló con el endeudamiento de las hipotecas no es una crisis coyuntural de liquidez, como se nos insiste desde las autoridades económicas, sino una crisis estructural del sistema financiero de dimensiones desconocidas. De ahí que las repetidas iniciativas de los bancos centrales consistentes en alimentar el casino financiero lanzando ingentes cantidades de dinero a los mercados no consiga restablecer la confianza necesaria.
Cuando el lunes 21 de enero de 2008 las bolsas de valores cayeron con estrépito, los primeros análisis atribuyeron el crash al pánico desatado entre los inversores por los temores a que en EE.UU. se vaya a iniciar una recesión profunda y duradera. Pero esto no es del todo cierto. La chispa que provocó el crash bursátil fue el anuncio, cuarenta y ocho horas antes, de que la agencia de calificación del riesgo Fitch había rebajado la solvencia a Ambac Assurance, una de las principales compañías aseguradoras de bonos de EE.UU. En el momento actual, una fuerte caída de la economía norteamericana es algo que se da por descontado. La discusión sobre si EE.UU. está en recesión (dos trimestres seguidos de decrecimiento económico) o en una desaceleración profunda (un crecimiento del PIB menor al 1%) es, para los inversores, una polémica académica y bastante estéril. Lo que les importa es que se determine con rapidez si después de los casos conocidos de entidades contaminadas por las «hipotecas locas» van a aparecer más, o si la crisis se va a extender a otra tipología de empresas financieras no necesariamente bancarias. Si la crisis financiera se trasladase desde los grandes bancos norteamericanos (Citigroup, Merrill Lynch, JP Morgan y Bank of America cerraron el cuarto trimestre de 2007 con las mayores pérdidas de su historia: 27.343 millones de euros) a otro sector tan considerable como el de las aseguradoras de bonos, significaría que la metástasis ha avanzado. A partir de ese momento sería lógico preguntarse cuánto tiempo tardará en aparecer un «hedge fund» (fondo de alto riesgo) contaminado también por el mismo problema.
Al aparecer los primeros casos de entidades financieras contaminadas, a finales del pasado mes de julio, se dijo que la fecha oportuna para sanear el mercado sería en el momento de hacer públicas las cuentas parciales de los bancos, o sea el último trimestre de 2007. Entonces se distinguirían las buenas prácticas de las nocivas, los bancos con dinámicas ortodoxas de aquellos que habían prestado dinero sin pedir las necesarias garantías con las que cubrir los créditos fallidos. Vencida la opacidad y triunfante la transparencia, el sistema financiero recuperaría la confianza y los bancos sanos volverían a prestar dinero a los bancos sanos. No ocurrió así. En estas semanas se están publicando las cuentas bancarias correspondientes a todo el año 2007 y hay muchas entidades internacionales que anuncian unos resultados muy inferiores a los previstos, atribuibles a la crisis en cuestión. Pero los mercados no se los creen y opinan, con su tremenda desconfianza, que habrán de aparecer nuevos números rojos. Por tanto, el saneamiento de la crisis se ha pospuesto a partir del cuarto mes del año, cuando debería conocerse la dimensión de los agujeros, el verdadero valor de las titulaciones y las repercusiones de la posible quiebra de estos vehículos financieros en los balances de los bancos. Entonces se producirá la discriminación y los bancos comenzarán a prestarse unos a otros. Pero nadie tiene la seguridad de que vaya a ser así o si se necesitará un nuevo plazo para acabar con la opacidad.
Mientras tanto, el mercado se mostrará inevitablemente hipersensible a cualquier dato negativo que pueda generar una estampida de inversores. Además, hoy es imposible obtener financiación a tres, dos o siquiera a un año. Si no hay confianza en el crédito interbancario, el sistema financiero tiende a la parálisis. Cuando un banco suministra crédito a otro, le exige garantías. En tiempos normales, esas garantías suelen basarse en la mutua confianza. En los momentos actuales de crisis no. Las inversiones relacionadas con el negocio de las hipotecas que los bancos efectuaron antaño, sabemos a día de hoy, que están, en buena parte, constituidas por paquetes contaminados cuyo valor se ha desvanecido de la noche a la mañana. La desconfianza entre los bancos se ha manifestado en una pujante tasa de interés interbancaria para protegerse del alto riesgo. Sin embargo, estos altos intereses bloquean la propia actividad financiera y es así que nos hallamos inmersos en una grave crisis financiera internacional.
Como receta para acabar con la crisis, los bancos centrales apostaron, en primer lugar, por abrir nuevas líneas de crédito, a fin de reactivar el préstamo interbancario. Durante meses, los bancos nacionales han lanzado dinero a los mercados, es decir, al sistema bancario y financiero privado, en la esperanza de que, nutriendo el flujo financiero internacional las sociedades privadas recuperarían la comba de la acumulación de réditos y plusvalías a través del endeudamiento. Pero esta medida no ha aportado ninguna solución del problema y sólo ha logrado premiar el comportamiento opaco o especulativo. Más recientemente la Reserva Federal Estadounidense ha decidido rebajar los tipos de interés, lo cual abaratará el precio del dinero y debería estimular los préstamos. El precio a pagar por esta maniobra puede ser el desboque de la inflación en un momento en el que alcanza niveles récord (4,3% en 2007). Por su parte, el Banco Central Europeo se resiste a efectuar todavía un recorte del tipo de interés para la zona euro que cabalga en una tasa de inflación del 3,1%, la mayor en seis años.
En todas estas maniobras, los bancos centrales se han visto respaldados por los gobiernos, que insisten vehementemente en que los «fundamentos de la economía son robustos». Esa connivencia entre instituciones «independientes», las económicas y las políticas, a la hora de tranquilizar al público y salvaguardar los intereses de determinados particulares deriva de la consabida, aun si nunca explicitada, contradicción fundamental en el funcionamiento del capitalismo. El estimulante eslogan de: «privatizar las ganancias y socializar las pérdidas», en situaciones como la actual se hace más visible que nunca. A los dos días de producirse el crash del 21 de enero, las autoridades reguladoras del sector del seguro del Estado de Nueva York anunciaron una negociación con la banca de un plan de apoyo financiero. Ante la posibilidad de la quiebra de un fondo de alto riesgo, el Long Term Capital Management (LTCM), la muy liberal Reserva Federal se olvidó de sus principios de no intervención y lideró un paquete de ayudas al fondo en el que participaron los más importantes bancos de inversión de EE.UU. Ante una crisis de estas dimensiones, con capacidad de contagio al conjunto del sistema financiero, las autoridades públicas olvidan rápidamente el laissez faire y acuden en ayuda de lo privado. Cuando la necesidad aprieta, los poderes públicos se convierten en valerosos defensores de las instituciones privadas, con el aplauso de éstas. En última instancia, es reconfortante ver cómo el capital confía en la intervención pública.
Por si esto fuera poco, la Reserva Federal Estadounidense, el Banco Central Europeo, el Banco de Gran Bretaña y el de Canadá han mirado hacia otro lado y han aceptado como buenos los más que dudosos paquetes de títulos que poseen los bancos y les han otorgado nuevas líneas de crédito en aras de reactivar el crédito interbancario. En Wall Street la reacción inmediata no ha sido mala, pero ha durado muy poco. No es difícil entender por qué. El anuncio de la disponibilidad a aceptar como buenos incluso títulos sin valor alguno era, al propio tiempo, indicio inconfundible de la extrema gravedad de la crisis financiera que los bancos centrales trataban de presentar desde hace muchos meses como una crisis de liquidez. Y aquí está el nudo gordiano. Para los bancos, la crisis es de confianza en el actual sistema financiero. En realidad, no tienen necesidad de un dinero que les sobra, sino de confianza en los deudores y en los demás bancos. La decisión de los bancos centrales de aceptar cualquier valor como válido no restaura la confianza. La realidad es que los bancos privados no dan por bueno lo que los bancos nacionales están digiriendo a diario.
No se puede lidiar con una crisis estructural como si fuese sólo un problema de liquidez y de hecho, los mercados están reaccionando negativamente. El problema permanece y en virtud de la desregulación neoliberal, ni los bancos centrales, ni los gobiernos disponen de más instrumentos para luchar contra la crisis. En realidad, siempre queda la posibilidad de que los gobiernos hagan intervenir al sector público comprando directamente los títulos desvalorizados en manos de los bancos privados. Es decir, que los Estados compren la deuda generada por la iniciativa privada. Aparte de que esta medida pueda parecer terriblemente injusta, pagarían justos por pecadores, si se llegase a este extremo, sería perfectamente legítima la nacionalización de la banca privada que en manos de unos gestores privados han demostrado su ineficacia.
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Es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por dicha universidad en la especialidad de Sociología Política. Ha cursado estudios de Ciencias de la Comunicación en la «Universität von Leipzig» (Alemania). Posteriormente realizó parte de la investigación de su tesis doctoral en la «Humboldt-Universität» de Berlin (Alemania). Es autor de diversos artículos y ensayos en prensa, así como ponente en multitud de conferencias públicas sobre el tema de la Globalización. Es miembro y socio fundador de ATTAC-Madrid.