La victoria electoral del PSOE (aunque lo mismo vale decir para cualquier grupo político que hubiera ganado el domingo) hay que entenderla como el inicio de una legislatura en la que, a partir de la conformación del nuevo gobierno, deberán atenderse todas las promesas electorales que se realizaron durante la campaña. Así, en la medida […]
La victoria electoral del PSOE (aunque lo mismo vale decir para cualquier grupo político que hubiera ganado el domingo) hay que entenderla como el inicio de una legislatura en la que, a partir de la conformación del nuevo gobierno, deberán atenderse todas las promesas electorales que se realizaron durante la campaña.
Así, en la medida en que la política se ha ido mercantilizando mientras se iba vaciando de contenidos la democracia y la participación democrática hasta quedar limitada al acto de votar -eso que eufemísticamente llaman la «fiesta» de la democracia-, todo el análisis puede realizarse, sin introducir demasiados supuestos restrictivos, en términos cuasi mercantiles.
De esa forma, los partidos políticos se lanzan en la campaña electoral a ofertar un producto en términos de promesas electorales que tratan de diferenciar en la medida de lo posible de las que ofertan sus rivales (pero tampoco demasiado no vaya a ser que no puedan atraer hacia sí a los indecisos que si lo están es porque, sumidos en su perplejidad, no atinan a distinguir una oferta o sus efectos potenciales de las que plantea su rival).
En ese combate han estado hasta el 9 de marzo. A partir de hoy, al PSOE le toca traducir sus promesas en realidades porque para eso sus votantes le han entregado su confianza.
La cuestión es que el listado de promesas no es baladí y, desde luego, su aplicación tampoco va a ser a título gratuito puesto que no se trata de meros cambios legislativos a coste cero. Muchas de esas promesas implican el uso de recursos públicos para poder materializarlas y, consiguientemente, el desembolso de importantes partidas de gasto público y otras suponen dejar de ingresar fondos como consecuencia de rebajas fiscales. De hecho, según el propio Solbes, el coste de esas rebajas fiscales se estima en más de 22 mil millones de euros para los cuatro años de la legislatura.
Baste recordar, sin ánimo de ser exhaustivo en el listado, lo que se ha prometido en estos últimos días por parte del PSOE: la eliminación del Impuesto sobre el Patrimonio; la devolución de 400 euros a todos los contribuyentes a partir de junio de 2008; la reducción del IVA para los productos sanitarios, educativos y culturales; la elevación del salario mínimo interprofesional; una ley integral contra la siniestralidad laboral; la mejora de las pensiones mínimas; más escuelas infantiles; programas para ampliar el horario de apertura de los centros escolares; aumentos en la inversión en universidades; o la construcción de un millón y medio de viviendas protegidas.
Todo ello, evidentemente, tiene un coste y no seré yo quien se queje de que es demasiado elevado y la sociedad no puede permitírselo. Es más, la mayor parte de promesas en materia de gasto social me parecen insuficientes; como me parecen injustas las relacionadas con las reducciones de impuestos.
La cuestión es que dentro del futuro gobierno (porque ya anunció que si ganaba aceptaría el puesto) se encontrará Pedro Solbes, el ministro que controla las finanzas con la férrea disciplina de un neoliberal acérrimo y que ya ha comenzado a lanzar líneas de por dónde pueden ir los tiros en el futuro inmediato.
De entrada, baste con señalar que el escenario que se plantea es de reducción del ritmo de crecimiento económico que, hasta el momento, había sido de los más elevados de Europa durante los últimos años. Ello, de por sí, redundará en una reducción de los ingresos públicos y en un aumento de los gastos; léase, en una reducción del superávit público.
Superávit que, por cierto, sólo puede mantenerse, según la Ley de Estabilidad Presupuestaria, si la tasa de crecimiento del PIB prevista para el año siguiente es superior al 3%. Así que no hay que ser especialmente mal pensado para imaginar que esa obsesión de Solbes durante el trámite parlamentario de los Presupuestos Generales del Estado por insistir en que España crecería por encima del 3% no era producto de su falta de información acerca de la inminencia de la crisis, sino de su voluntad de conseguir que los Presupuestos se elaboraran nuevamente con superávit.
Solbes prefirió aparecer como un ministro desinformado y desbordado por la retahíla de indicadores que ya mostraban que la desaceleración de la economía era más que evidente, por no hablar de las advertencias que se hacían desde otras instituciones económicas internacionales, que ceder y presentar unos Presupuestos siquiera equilibrados.
Pues bien, ahora ya veremos cómo se va a conjugar la obsesión del ministro de Economía por la estabilidad presupuestaria, con una realidad económica que muestra que la crisis es más que inminente y con un cúmulos de promesas electorales que redundan en aumento del gasto y reducción de los ingresos.
Solbes parece que lo tiene claro. Ya dijo hace un par de días que está dispuesto a aceptar un superávit menor o «incluso que tengamos equilibrio» si es necesario para mantener las políticas que los socialistas han defendido en estos años. La posibilidad de un déficit parece que ni se le pasa por la cabeza.
De manera que va a ser de nuevo en el terreno de las finanzas públicas, dominadas por Solbes, en donde se decida realmente hasta dónde está dispuesto a llegar el PSOE en su voluntad por reducir el diferencial de gasto social con Europa y, con ello, en cumplir las promesas que ha hecho para convencer a más de once millones de españoles a que le voten.
Eso sí, una cosa no debería olvidar el resto del gobierno: el superávit público no era una promesa electoral por muchos altares que Solbes le consagre.
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y miembro de la Fundación CEPS. Puedes visitar su blog «La otra economía».