El lunes 3 de marzo, el precio del crudo alcanzó los $103.95 por barril en el Mercantile Exchange de Nueva York, rebasando el registro alcanzado hace cerca de 30 años, durante otro momento de caos en Oriente Medio. Esta nueva marca, ¿quedará en los anales de la historia mundial como un momento decisivo, o será […]
El lunes 3 de marzo, el precio del crudo alcanzó los $103.95 por barril en el Mercantile Exchange de Nueva York, rebasando el registro alcanzado hace cerca de 30 años, durante otro momento de caos en Oriente Medio. Esta nueva marca, ¿quedará en los anales de la historia mundial como un momento decisivo, o será olvidada a medida que los precios caigan, como ocurrió luego del pico alcanzado en abril de 1980?
Cuando se traza el gráfico de la evolución temporal del costo del petróleo, la crisis petrolífera de 1980 -desencadenada por la revolución iraní del Ayatollah Jomeini- se destaca como un pico descollante en esa curva de precios. Pero, antes y después de ese momento, los suministros petrolíferos se revelaban ampliamente suficientes para subvenir a la creciente demanda mundial, en parte porque los saudíes y otros grandes productores eran capaces de compensar la caída de la producción iraní. Lo que hicieron fue simplemente incrementar substancialmente su producción, inyectando un excedente de petróleo en el mercado mundial. Ayudados por la explotación de nuevos campos en Alaska y en el Mar del Norte, los precios se desplomaron y se mantuvieron bajos durante la década de los 90 (salvo en el breve pico que siguió a la invasión de Kuwait en agosto de 1990).
Nada parecido es probable que vaya a ocurrir ahora. No se ve un fácil solución de este tipo para el actual incremento de precios, que ha disparado los costes del crudo un 74% en el último año. Por lo pronto, no nos enfrentamos a un pico repentino, sino a los resultados de una subida paulatina e ininterrumpida que, comenzada en 2002, no muestra signos de detenerse. Ni puede tampoco atribuirse esa subida a un único factor desbaratador del negocio energético o de la política mundial. Es más bien el producto de múltiples factores, todos endémicos de la producción energética y todos característicos de nuestro tiempo. No hay perspectivas de que vayan a desaparecer en breve plazo.
Tres factores son, en particular, responsables del actual incremento: la intensa concurrencia por el petróleo entre las viejas potencias industriales y las emergentes economías dinámicas de China e India; la incapacidad de la industria energética mundial para aumentar los suministros conforme a la creciente demanda; y la intensa inestabilidad en las regiones de mayor producción petrolífera.
Un tsunami de necesidades energéticas
El crucial papel desempeñado en el mercado energético mundial por las dinámicas economías en desarrollo en Asia era ya evidente al romper el siglo XXI. Con sus formidables tasas de crecimiento, esos países deben disponer de más petróleo (y de otras formas de energía) para alimentar sus industrias en expansión y satisfacer las aspiraciones de sus ascendentes clases medias. De acuerdo con el U.S. Department of Energy (DoE), la demanda petrolífera conjunta de China e India, que llegaba ya 8,9 millones de barriles diarios en 2004, llegará a los 12,1 millones de barriles en 2010 y a 15,5 millones de barriles en 2020. Son incrementos desapoderados. Y si incluimos las anticipaciones del consumo brasileño, mexicano, surcoreano y el de otras naciones en rápida industrialización, la demanda procedente del mundo en desarrollo realmente se disparará.
A ese tsunami de nuevas necesidades energéticas hay que añadir un ya de por sí elevado nivel de consumo por parte de las potencias industriales maduradas, encabezadas por EEUU, la UE y Japón. No hay indicios de que eso vaya a moderarse, lo que significa que nos enfrentamos a un incremento sin precedentes de la demanda total de petróleo. De acuerdo con el DoE, el consumo petrolífero conjunto, que alcanzó los 83,7 millones de barriles diarios en 2006, llegará a los 90,7 millones de barriles en 2010 y a 103,7 millones en 2020. Estamos hablando de un incremento de 20 millones de barriles por día en sólo 15 años. Para lograrlo, se precisaría de un esfuerzo ciclópeo, increíblemente costoso, por parte de las más grandes compañías petroleras del mundo (y de sus prestamistas, y de sus respaldos gubernamentales), y aun así, podría resultar en vano.
Los consumidores estadounidenses, que se enfrentan al infierno de los precios disparados en las gasolineras, se ven ahora, además, perjudicados por el hecho de que el grueso de las transacciones petrolíferas se desarrollan en dólares. Dado el declinante valor del dólar en relación con otras monedas, acabamos pagando más por barril que lo competidores que pueden convertir en dólares sus euros, yenes u otras monedas fuertes antes de concurrir con nosotros en el mercado energético internacional. Los inversores globales, percatados de esa tendencia, o se deshacen de sus dólares en favor de otras divisas o compran futuros petrolíferos, lo que no hace sino redundar en la caída de la moneda estadounidense y en el incremento del precio del crudo.
Un mundo petrolífero duro
Tras la disparada demanda, anda desde luego al acecho otra crisis: la crisis de producción. La industria energética se halla ahora en un difícil proceso de transición entre un mundo de fáciles suministros petrolíferos a un mundo con condiciones petrolíferas muy duras. Desde hace mucho nos familiarizamos con esos suministros de «petróleo fácil»: reservas petrolíferas gigantescas enclavadas en países estables y amigables que proporcionaron el grueso del petróleo mundial durante los años constitutivos de la Era del Petróleo que van desde fines del siglo XIX hasta el embargo petrolífero árabe de 1973.
Esas enormes reservas incluían Ghawar en la Arabia saudita, Burgan en Kuwait y Cantarell en México; unas campos petrolíferos de monstruosas dimensiones, capaces de producir diariamente centenares de miles y aun millones de barriles de crudo. Sin embargo, el último cuarto de siglo prácticamente no se han descubierto campos de esas dimensiones. Por consecuencia, el mundo se ha hecho más y más dependiente de campos petrolíferos más pequeños, a menudo localizados en emplazamientos remotos y poco a propósito, cuyo desarrollo e inclusión en la red petrolífera precisa de inversiones mucho mayores. También eso cuenta en el precio del petróleo.
Tómese, a modo de ilustración de esa tendencia, el caso de Kashagan, un gigantesco campo petrolífero descubierto en 2000 en la zona kazajstánica del Mar Caspio. Es el mayor descubrimiento hecho en todo el mundo en los últimos 40 años. Aunque dispone de significativas reservas de petróleo y de gas, el campo plantea desafíos desapoderados al consorcio internacional de compañías petrolíferas que tratan de desarrollarlo. Contiene, por ejemplo, elevadas concentraciones del venenoso gas hidrosulfúrico, que hacen prácticamente imposible el uso de la tecnología productiva convencional (y por lo mismo, más barata). Los costos de desarrollo para llevar el campo a la red se han disparado desde los inicialmente estimados 57 mil millones de dólares hasta los actuales 135 mil millones, y no se ve fin a ese incremento. Entretanto, la fecha prevista para el inicio de la producción en Kasagan no ha dejado de retrasarse. Prevista su inclusión en la red petrolífera mundial para 2005, ahora se habla de 2011, como pronto. Lo que, a su vez, ha llevado a un frustrado gobierno kazjano a exigir que la compañía energética de titularidad pública KazMunaiGaz tenga una participación mayor en el consorcio que opera en el campo.
El grueso de los otros grandes descubrimientos de los últimos años -el campo «Jack» en aguas profundas del Golfo de México, el campo Doba en el Chad, los campos circundantes a la Isla rusa de Shakalin y el campo Tupi en las profundidades del Atlántico brasileño- presentan características similares. O están en enclaves muy remotos y de difícil desarrollo, o entrañan relaciones problemáticas con gobiernos poco fiables, o, peor aún, combinan de una u otra forma ambos inconvenientes. Pueden ustedes hacer los fáciles cálculos oportunos en lo tocante a los costes futuros de la producción petrolífera en esos emplazamientos.
He aquí, pues, la mala noticia para los consumidores en los surtidores de gasolina: la incapacidad de la industria energética mundial para acomodarse a la creciente demanda se acentuará con toda probabilidad más y más en los años venideros, a medida que el mundo alcance el máximo de producción petrolífera diaria sostenible y comience lo que casi todos los expertos coinciden en pronosticar como un declive irreversible. Nadie puede estar seguro del momento en que eso llegará, pero un creciente coro de especialistas cree que nos estamos acercando cada vez más a ese momento de «pico de producción petrolífera»: algunos especialistas estiman que podría darse muy pronto, entre 2010 y 2012.
El petróleo como generador de conflictos
No se olvide que, a fin de cuentas, el equivalente de la Revolución iraní de 1980 sigue con nosotros. Las regiones petrolíferas centrales del planeta están en una situación de crisis crecientemente agravada, y el precio del petróleo se ve regularmente presionado al alza por esa crisis. Irak, que dispone de las segundas reservas petrolíferas más importantes del mundo, está trastornado por la guerra. Nigeria, un importante suministrador de EEUU y de Europa, ha experimentado recientemente una significativa reducción en su producción debido a la violencia étnica que azota a la rica región petrolífera del delta del Níger. La producción venezolana ha caído porque se purgó de la compañía petrolífera de titularidad estatal PdVSA a muchos tecnócratas anti-Chávez. La producción de Irán ha sufrido como consecuencia de las sanciones económicas impuestas por EEUU. La violencia política, la corrupción y la interferencia estatal en el sector energético han llevado también a una menguada producción en el Chad, México, Rusia y Sudán.
En otro tiempo, los mayores productores petrolíferos del mundo pudieron compensar un desplome de la producción en alguna región recurriendo drásticamente a la capacidad «ahorrada» (de reserva) a su disposición. Eso fue fundamental en 1990, tras la invasión iraquí de Kuwait, y, de nuevo, en 2001, tras los ataques del 11 de septiembre. En ambas ocasiones, la Arabia saudita simplemente subió la producción, añadiendo centenares de miles de barriles diarios de sus reservas de ahorro, evitando por esa vía una catastrófica crisis energética en EEUU. Pero los saudíes y otros miembros de la OPEP ya no disponen de unas reservas significativas de ahorro. Están bombeando todo el petróleo de que son capaces para beneficiarse del actual incremento de precios. Por eso cualquier caída inopinada de la producción en regiones conflictivas se traduce inmediatamente en un incremento de precios.
¿Se puede esperar que los niveles de conflicto en las zonas productoras de petróleo acaben por remitir, trayendo eso consigo una bajada de precios? Desgraciadamente, no es una perspectiva realista, porque la producción petrolífera misma actúa cada vez más como acicate de conflictos. Aunque la extracción de petróleo genera una enorme riqueza para las elites privilegiadas, en muchos países deja a los demás, normalmente de otras identidades étnicas o religiosas, con pocos beneficios procedentes de un recurso que, sin embargo, tienen a la vista. Piénsese en la región del Delta del Níger, en donde las minorías étnicas siguen combatiendo por obtener una mayor participación en unos beneficios petrolíferos históricamente monopolizados por unas elites radicadas en la lejana capital nacional, Abuja. Análogamente, los kurdos en Irak siguen combatiendo por hacerse con el control de los beneficios petrolíferos generados por los gigantescos campos petrolíferos emplazados en las zonas de ese país devastado por la guerra que ellos consideran suyas. Se corre así, señaladamente, el riesgo de que la ciudad petrolífera de Kirkuk termine por convertirse en un campo de batalla.
Aunque nadie puede predecir exactamente dónde estallarán los próximos conflictos por la distribución de los beneficios petrolíferos o por el control de campos petrolíferos valiosos, se puede predecir sin avilantez que esos conflictos seguirán siendo un elemento inevitable -e inevitablemente disparador de los precios- del paisaje político global. No es sólo que ahora la inestabilidad sea la norma; el inevitable corolario es su difusión por todas esas regiones y el alza de los precios del petróleo.
Un «lunes negro» energético
El fondo: los precios del crudo son ahora altos no, como en 1980, debido a una interrupción temporal del flujo global de petróleo, sino por razones sistémicas que, si acaso, habrán de agravarse con el tiempo. Eso quiere decir que los titulares con la frase: «El precio del petróleo bate otra marca» serán un lugar común por mucho tiempo. Acaso la única buena nueva de todo eso venga de pararse a pensar cuán mala es realmente la nueva. Tarde o temprano, los crecientes costos energéticos terminarán por precipitar a los EEUU y a las demás naciones consumidoras de petróleo en una profunda recesión, deprimiendo por esa vía la demanda y trayendo, verosímilmente, consigo una bajada de los precios de la energía. Mas no es éste el camino que fuera nadie a elegir voluntariamente para abaratar precios.
¿Cuáles serán, pues, las gravosas consecuencias de unos precios energéticos más elevados? Para el consumidor estadounidense corriente y moliente la respuesta es tan simple como desoladora: una calidad de vida menguante, a medida que desaparecen los gastos discrecionales ante los crecientes costes del transporte, la calefacción y la electricidad, por no hablar de elementos básicos como la comida (para la cual, desde los fertilizantes hasta el empaquetamiento, el petróleo es una necesidad). Para los pobres y los ancianos, las implicaciones son terriblemente acuciantes: en algunos casos, no ofrece duda, les significará tener que elegir entre la calefacción en invierno, una alimentación adecuada y la asistencia médica.
Están, por último, las implicaciones para el conjunto de los EEUU. Puesto que dependen del petróleo en cerca del 40% de su suministro energético total, y puesto que aproximadamente dos tercios de su crudo son importados, el país se verá forzado a dedicar una parte cada vez mayor de su riqueza nacional a las importaciones energéticas. Si el petróleo se mantiene en, o sube por encima de los 100 dólares por barril en 2008, y si, como se espera, los EEUU importan unos 4,75 mil millones de barriles, el drenaje neto de dólares será probablemente del orden de los 475 mil millones de dólares. Esa partida será la que más contribuya al déficit de la balanza de pagos estadounidense, y seguramente acabará siendo un factor de peso en la continuada erosión del dólar.
Los principales receptores de petrodólares -los mayores estados productores de petróleo del Golfo Pérsico, la antigua Unión Soviética y América Latina- se servirán sin duda de su riqueza acumulada para hacerse con buenos pedazos de activos estadounidenses o, como en el caso de la Venezuela de Hugo Chávez o de los príncipes sauditas, para perseguir objetivos políticos incompatibles con la política exterior norteamericana. Su jactanciosamente proclamada condición de «única superpotencia del mundo» se irá revelando efímera, medida que nuevas «super-petropotencias» -un neologismo acuñado por el Senador por Indiana Richard Lugar- vengan a imperar sobre el paisaje político.
Así pues, en resolución, aunque el 3 de marzo pasado ocupó brevemente los titulares, puede que acabe siendo recordado como el verdadero «lunes negro» del nuevo siglo, como el momento en que los costes energéticos se convirtieron en el factor decisivo de la balanza del poder económico global.
Michael T. Klare es profesor de Estudios de la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College de Amherst, Massachusetts, y autor de Blood and Oil: The Danger and Consequences of America`s Growing Petroleum Dependency. Su último libro sobre geopolítica de la energía, Rising Powers, Shrinking Planet: The New Geopolitics of Energy, saldrá a la cale el próximo 15 de abril bajo el sello editorial de Metropolitan Books.