La actual crisis financiera mundial es sintomática de un modelo de crecimiento capitalista basado en la especulación financiera que está desconectado de la estancada economía real, sostiene Walden Bello.
Un tono apocalíptico ha invadido los niveles más altos del capital mundial, a medida que el sistema financiero continúa su implosión. Esta implosión no es más que la última crisis financiera que viene a golpear al capitalismo mundial. Las crisis financieras son inevitables desde que el crecimiento capitalista ha sido conducido de forma creciente por burbujas especulativas, como la inmobiliaria en Estados Unidos. Esos vaivenes financieros incontrolados tienen su origen en la divergencia creciente entre la expansiva economía financiera y la estancada economía real. Esta «desconexión» proviene de la persistente tendencia al estancamiento de la economía real debida a sobreproducción o sobrecapacidad. La búsqueda de beneficios es la fuerza motora del capitalismo y, cada vez en mayor medida, sólo pueden obtenerse cuantiosos beneficios gracias a la especulación financiera, en lugar de conseguirlos gracias a la inversión industrial. De todos modos, este es un proceso inestable y volátil, dado que la divergencia entre los indicadores financieros coyunturales como los precios de activos financieros e inmobiliarios y los valores reales sólo puede ampliarse hasta un punto en el que la realidad fuerza una «corrección» de retorno de precios. La explosión de la burbuja inmobiliaria norteamericana es una de tales correcciones, y está conduciendo no sólo a una recesión en los Estados Unidos, sino a una depresión mundial debido a un nivel de integración sin precedentes fogoneado por una globalización dirigida por las corporaciones transnacionales. No será fácil restaurar el dinamismo fomentando otra burbuja especulativa, por ejemplo, recurriendo al «keynesianismo militar».
«Tenemos que pagar por los pecados del pasado». Klaus Schwab, organizador clave de la fiesta de la elite en el forum de Davos.
San Francisco, 17 de febrero de 2008. Precios petroleros por las nubes, un dólar en caída y mercados financieros al borde de la quiebra son los principales ingredientes de un brebaje económico que podría terminar en más que una simple recesión. El dólar cayendo y el precio del petróleo en constante aumento han estado sacudiendo la economía mundial durante algún tiempo, pero es la espectacular implosión de los mercados financieros lo que está conduciendo a la elite financiera a un estado de pánico.
¿Apocalipsis capitalista?
Y el pánico ya está aquí. Así como el signo del pánico fue ostensible con el anuncio por parte del presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, en persona de un fuerte descenso de hasta 1,25 puntos porcentuales de la tasa de interés prime el pasado enero, The Economist también admitió que «no hay duda de que es un momento escalofriante». Las pérdidas procedentes de malos activos vinculados a los préstamos hipotecarios en fallidos a prestatarios de alto riesgo se estiman situadas en torno a los 400 mil millones de dólares. Pero, como ha advertido el Financial Times, «la gran pregunta es qué más hay», en un momento en que al sistema financiero mundial «está muy expuesto a un fracaso catastrófico». Lo que hay de «más» queda plasmado en el hecho de que sólo en las últimas semanas se ha sabido que una serie de bancos coreanos, japoneses y suizos han tenido miles de millones de pérdidas relacionadas con las hipotecas basura. La globalización de las finanzas fue, desde el inicio, la vanguardia del proceso globalizador, y siempre existió la ilusión de pensar que la crisis de las hipotecas basura podría ser confinada a las instituciones financieras estadounidenses, como pensaban algunos analistas.
Algunos de los actores y agitadores principales no parecían presas del pánico, sino resignados a una suerte de apocalipsis. En la reunión anual de las elites mundiales celebrada en Davos el pasado enero, George Soros sonó decididamente necrológico, declarando tan campante que el mundo estaba siendo testigo del «fin de una era». El anfitrión del Foro Económico Mundial habló del capitalismo mientras saboreaba su postre diciendo: «Tenemos que pagar por los pecados del pasado…». «No es que el péndulo se esté ahora inclinando hacia el socialismo marxista», dijo a la prensa, «pero la gente se está preguntando ‘¿Cuáles son los límites del sistema capitalista?’ Creen que el Mercado tal vez no sea siempre el mejor mecanismo para ofrecer soluciones».
Reputaciones arruinadas y políticas fracasadas
Mientras algunos parecen haber perdido los nervios, otros han visto disminuir su estatura debido al colapso financiero.
Como presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Bush en 2005, Ben Bernake atribuyó el incremento de los precios inmobiliarios a «fundamentos económicos sólidos», no a la actividad especulativa. Siendo esto así, queda una incógnita, y los críticos se preguntan: ¿por qué, como jefe de la Reserva Federal se equivocó en anticipar el colapso del Mercado inmobiliario proveniente de la crisis de las hipotecas basura? De todos modos, su predecesor Alan Greenspan sufrió un golpe más duro, pasando del estatus de icono al de villano a los ojos de algunos. Le atribuyen la culpa de la burbuja por las agresivas rebajas operadas en los tipos de interés prime para sacar a los EEUU de la recesión en 2003, y por mantenerlos en niveles bajos durante un año. Otros dicen que ignoró las advertencias sobre los inescrupulosos y agresivos forjadores de hipotecas que embarcaron a los prestatarios de alto riesgo en acuerdos hipotecarios que nunca podrían enfrentar.
El escrutinio de los antecedentes de Greenspan y el fracaso de las disminuciones de tipos de interés de Bernanke para impulsar los préstamos bancarios han levantado serias dudas sobre la efectividad de la política monetaria para prevenir una recesión que ahora es vista como inevitable. Tampoco lo conseguirá la política fiscal, ni poner dinero en manos de los consumidores, según algunas voces de peso. Los 156 mil millones del paquete de estímulo recientemente aprobados por la Casa Blanca y el Congreso consisten fundamentalmente en retornos fiscales, y el grueso, de acuerdo con Paul Krugman, el columnista del New York Times, irá a parar a quienes en realidad no lo necesitan. La tendencia será entonces ahorrar más que gastar las devoluciones en un período de incertidumbre, frustrando su propósito de estimular la economía. El fantasma que se le aparece ahora a la economía estadounidense es la experiencia japonesa de un crecimiento anual virtualmente nulo y deflación durante los noventa y comienzos de esta década, a pesar de los paquetes de estímulos que siguieron uno tras otro después de que se desinflara la gran burbuja inmobiliaria de Tokio a fines de los 80.
La burbuja inevitable
Aun cuando las acusaciones no han terminado, muchos analistas nos recuerdan que, a pesar de todo, la crisis inmobiliaria debería haber sido anticipada. La única pregunta era cuándo llegaría. Conforme notó en un análisis hace unos cuántos años el economista del Centro de Investigaciones en Política Económica, Dean Baker: «Como la burbuja financiera, la burbuja inmobiliaria explotará. Finalmente, debe hacerlo. Cuando lo haga, la economía atravesará una grave recesión, y decenas de millones de propietarios de casas que jamás imaginaron que los precios de sus viviendas podrían caer, probablemente, se vean en serios apuros».
La crisis de las hipotecas basura no fue un caso de oferta excediendo la demanda. La «demanda», en gran medida, fue creada por una manía especulativa por parte de financieros y agentes inmobiliarios que buscaban generar enormes beneficios a partir de su acceso al dinero extranjero que inundó a los Estados Unidos durante la ultima década. Las elevadas hipotecas fueron enérgicamente vendidas a millones de personas que en condiciones normales no podían afrontarlas, ofreciéndoles tasas de interés «engañosas» que luego serían reajustadas para aumentar el precio de los pagos de los nuevos propietarios. Estos activos fueron entonces «titulizados» [NdT: la operación de securitización, aquí traducida como titulización, consiste en agrupar activos financieros con similares condiciones de plazos, colaterales e intereses, para transformarlos en un solo instrumento financiero con garantía hipotecaria que las entidades colocan en el mercado internacional para hacerse con liquidez y dispersar el riesgo] junto con otros activos en complejos productos financieros derivados denominados «obligaciones de deuda colateralizadas (CDO, por sus siglas en inglés)» por los iniciadores de las hipotecas que trabajan en conjunto con intermediarios de rangos medios que subestimaron el riesgo para poder colocar los nuevos títulos lo más rápido posible en otros bancos e inversores institucionales. El aumento de los tipos de interés desencadenó una oleada de cesación de pagos, y muchos de los inversores y bancos de renombre -incluyendo Merrill Lynch, Citigroup, y Wells Fargo- se encontraron con miles de millones de dólares de activos financieros de mala calidad que habían gozado de luz verde por parte de sus sistemas de evaluación de riesgos.
El fracaso de la autorregulación
La burbuja inmobiliaria no es sino la última de cerca de 100 crisis financieras que se han sucedido una tras otra desde que los controles de capitales de la época de la Depresión comenzaron a ser levantados en la era neoliberal que empezó a comienzos de los 80. Los reclamos que ahora provienen de algunos sectores para frenar el capital especulativo tienen un aire de déjà vu para muchos observadores. En particular, tras la crisis asiática de 1997, se produjo una fuerte exhortación para aumentar los controles al movimiento de capitales en el marco de una «nueva arquitectura financiera mundial». Entre las apelaciones más importantes fiscalizar las transacciones monetarias están la famosa Tasa Tobin, que desaceleraría los movimientos de capital, o la creación de algún tipo de autoridad financiera mundial que, entre otras cosas, regularía las relaciones entre los prestamistas del norte y los países en desarrollo endeudados.
De todos modos, el capital financiero mundial se resistió tenazmente el regreso a la regulación estatal. Nada pasó con la propuesta de la Tasa Tobin. Incluso un relativamente débil «mecanismo de reestructuración de la deuda soberana», semejante al Capítulo Once [N. del T.: capítulo del Código de bancarrotas de EEUU que procura sostener el funcionamiento del negocio, en oposición a otros códigos que regulan su liquidación], para dar algún grado de maniobra a los países en desarrollo con problemas de cumplimiento, fue frenado por el sistema bancario, a pesar de haberlo propuesto Ann Krueger, la conservadora directora norteamericana del FMI. En su lugar, el capital financiero promovió lo que se conoce como proceso de Basilea II, descrito por el economista político Robert Wade como una serie de pasos hacia una estandarización económica que «maximice la libertad [de las firmas financieras globales] en punto a movilidad geográfica y sectorial, a la vez que fije restricciones colectivas a sus estrategias competitivas». El énfasis se puso en la autovigilancia y la autorregulación financieras, apuntando a una mayor transparencia de las operaciones financieras y a nuevos estándares para el capital. A pesar del hecho de que la crisis asiática fue originada por el capital financiero del norte, el proceso de Basilea se centró en hacer que los procesos e instituciones financieras de los países en desarrollo sean más transparentes y estandarizados mediante las líneas de lo que Wade llamó el modelo financiero «angloamericano».
Y aunque no faltaron los reclamos para regular la proliferación de los nuevos y sofisticados instrumentos financieros, como los derivados colocados en el mercado por las instituciones financieras de los países desarrollados, todo quedó en nada. La regulación de los derivados sería dejada en manos de los agentes del mercado que tienen acceso a los sofisticados modelos cuantitativos de «asignación del riesgo» que estaban siendo desarrollados.
Al concentrarse en disciplinar a los países en desarrollo, el proceso de Basilea II consiguió muy poco en relación a la autorregulación de las finanzas mundiales del Norte, a punto tal, que Robert Rubin, de Wall Street y antiguo Secretario del Tesoro bajo la presidencia de Clinton, advirtió en 2003 que «las crisis financieras futuras serán casi seguramente inevitables y podrían ser aún más graves».
Lo mismo que con la asignación de riesgos de derivados como las «obligaciones de deuda colateralizadas CDOs» y los «vehículos de inversiones estructuradas (SIVs)» -la vanguardia de lo que el Financial Times describió como «la vasta y creciente complejidad de las hiperfinanzas»-, el proceso se derrumbó casi completamente con los modelos cuantitativos de riesgo más sofisticados, nulificados por el hecgho de que el riesgo acabó midiéndose conforme a la siguiente regla impuesta por los vendedores de activos financieros: subestimar el riesgo real, y transmitirlo a los pardillos de abajo en la cadena de transacciones financiera. Al final, era difícil distinguir lo que era fraudulento, lo que era un error de criterio, lo que era completamente idiota y lo que andaba fuera de cualquier control. Como lo expuso un informe sobre las conclusiones de una reciente reunión del Foro de Estabilidad Financiera del Grupo de los Siete:
Hay muchas culpas a repartir en el caos financiero: el mercado de las hipotecas basura norteamericanas se caracterizó desde el comienzo por pésimos criterios de suscripción y por «algunas prácticas fraudulentas». Los inversores no actuaron con la debida diligencia cuando compraron activos hipotecarios. Los bancos y otras empresas administraron muy pobremente sus riesgos financieros y fracasaron en revelar al público los peligros de sus hojas de balance. Las empresas de calificación de riesgo hicieron un mal trabajo evaluando el riesgo de los activos financieros más complejos. Y las instituciones financieras retribuyeron a sus empleados en formas que estimularon una toma de riesgos excesiva y una consideración insuficiente de los riesgos a largo plazo.
El fantasma de la sobreproducción
No es sorprendente que el informe del G-7 sonara en el mismo tono que las necrológicas de la crisis financiera asiática y de la burbuja de las punto-com. Tal vez inconscientemente, un cacique de una corporación financiera y redactor principal del Financial Times captó el problema básico que caracteriza estas manías especulativas, cuando señaló que «se ha producido una creciente desconexión entre la economía real y la financiera en los últimos años. La economía real ha crecido… pero nada que ver con la economía financiera, que creció aun más rápidamente, hasta que implosionó». Lo que su declaración no nos dice es que la desconexión entre lo real y las finanzas no es accidental, que la economía financiera se expandió precisamente para compensar el estancamiento de la economía real.
Esta brecha creciente entre la economía real y la financiera no puede entenderse en su totalidad sin hacer referencia a la crisis de sobreacumulación que afectó a las principales economías a fines de los 70 y en los 80, un fenómeno que también se conoce como sobreproducción o sobrecapacidad.
El período dorado del crecimiento mundial de posguerra, que no experimentó grandes crisis durante 25 años, se debió a la creación masiva de demanda efectiva mediante incrementos de los salarios en el Norte, la reconstrucción de Europa y Japón y la industrialización sustitutiva de importaciones en América Latina y otras partes del Sur. Se hizo principalmente por la intervención del Estado en la economía. Este periodo dinámico llegó a su fin hacia mediados de los 70, con el comienzo de un estancamiento económico provocado por el desequilibrio entre la capacidad productiva y la demanda mundial, que fue contenido mediante una creciente desigualdad en la distribución de la renta. De acuerdo con los cálculos de Angus Maddison, el gran experto en tendencias estadísticas históricas, la tasa de crecimiento anual del PIB cayó desde un 4,9% durante lo que ahora se conoce como la edad dorada del sistema mundial de Bretton Woods que siguió a la II Guerra Mundial -1950-1973- al 3% en 1973-1989: una caída del 39%. Estas estadísticas reflejan la desgarradora combinación de estancamiento e inflación en el Norte, la crisis de la industria de sustitución de importaciones en el Sur y la erosión de los márgenes de beneficios por doquier.
En los 80 y 90, el capital mundial abrió tres vías de escape para el fantasma del estancamiento económico. Una fue la reestructuración neoliberal, que incluía redistribución de la renta a favor de los más ricos mediante recortes fiscales, desregulación y ataques a las organizaciones sindicales. El neoliberalismo tomó la forma del thatcherismo y el reaganismo en el Norte desarrollado, y del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional -que impusieron los ajustes estructurales- en todo el Sur.
Otra vía de salida la ofreció la globalización conducida por las corporaciones transnacionales, una «acumulación extensiva» que abrió mercados en el mundo en desarrollo y trasladó el capital desde áreas de salarios altos hacia las de salarios bajos. Como señaló Rosa Luxemburgo mucho tiempo en su clásica obra La acumulación de capital, el capital necesita integrar constantemente sociedades precapitalistas al sistema capitalista para mitigar la caída de la tasa de beneficio. En las últimas dos décadas, el caso más espectacular de incorporación de una sociedad precapitalista al sistema ha sido China, que se ha convertido en el segundo mayor exportador mundial, a la par que en el principal destino de la inversión extranjera. De todos modos, como veremos, ésta fue una espada de doble filo para el capitalismo.
La tercera vía de escape fue el proceso por el que estamos principalmente preocupados aquí: la «acumulación intensiva o ‘financiarización'», esto es, la canalización de la inversión hacia la especulación financiera, donde se obtenían muchas mayores utilidades que en la industria, en la que los beneficios estaban muy estancados. El capital financiero forzó la eliminación de los controles de capital, de lo que resultó una rápida globalización del capital especulativo para sacar ventaja de los diferenciales en las tasas de interés y de los tipos de cambio entre diferentes mercados de capital. Estos movimientos volátiles, resultado de verse el capital liberado de los grilletes a que lo sujetaba el sistema monetario de Bretton Woods de posguerra, han sido una de las fuentes permanentes de inestabilidad. Otra fue la proliferación de nuevos y más sofisticados instrumentos especulativos, como los derivados financieros, que escaparon a controles y regulaciones. La inestabilidad derivó, en última instancia, del hecho de que la especulación financiera se concentró en extraer más «valor» de un valor ya creado, en vez de crear un nuevo valor: porque esta última opción estaba lastrada por el problema de sobreproducción en la economía real.
La desconexión entre la economía real y la economía virtual de las finanzas se puso en evidencia en la burbuja de las punto-com de la década del 90. Con los beneficios en la economía real estancándose, el dinero fluyó rápidamente al sector financiero. El funcionamiento de esta economía virtual quedó ejemplificado por el rápido incremento en los valores accionariales de las empresas de Internet, las cuales, como, señaladamente, Amazon.com, todavía tienen que empezar a dar beneficios. El fenómeno de las punto-com probablemente alargó el boom de los 90 durante un par de años. «Nunca antes en la historia de Estados Unidos», escribió Robert Brenner, «el mercado de valores jugó un papel tan directo y decisivo en la financiación de las empresas no financieras, impulsando el crecimiento de la inversión en capital y, a través de ella, la economía real. Nunca antes la expansión económica norteamericana había sido tan dependiente de las subidas en el mercado de valores». Pero la divergencia entre indicadores financieros coyunturales, como los precios de las acciones, y los valores reales sólo podría aumentar hasta el punto en que la propia realidad económica los contuviera, forzando una «corrección». Y la corrección vino salvajemente con el hundimiento de las punto-com de 2002 en forma de evaporación de unos 7 billones de dólares de riqueza de los inversores.
Se evitó una recesión duradera, pero a costa de la creación de otra burbuja, la inmobiliaria, y aquí, como señalé antes, Greenspan jugó un papel fundamental recortando los tipos de interés prime hasta el menor registro conocido en los últimos 45 años: un 1%, en junio de 2003. En palabras de Dean Baker, «un aumento sin precedentes en el mercado de valores propulsó la economía norteamericana a fines de los 90, y ahora un incremento sin precedentes de los precios de los inmuebles está provocando la recuperación actual».
El resultado fue que el precio de los inmuebles aumentó un 50% en términos reales, con alzas cercanas al 80%, de acuerdo con Baker, en las principales zonas afectadas, como la Costa Oeste, la Costa Este, el norte de Washington, Washington DC y Florida. ¿Qué dimensiones llegó a adquirir la burbuja así creada? Baker estimó que el aumento en el precio de la vivienda «creó más de 5 billones de dólares en riqueza inmobiliaria [NdT, más de 3 veces el PIB de España], por encima de la riqueza que se habría conseguido gracias a un crecimiento normal de los precios. El efecto riqueza provocado por los precios de los inmuebles está convencionalmente estimado en cinco céntimos respecto al dólar, lo que significa que el consumo anual es aproximadamente de 250 mil millones de dólares (2% del PIB de EEUU) más de lo que hubiera sido en ausencia de la burbuja inmobiliaria».
El «factor China»
La burbuja inmobiliaria estimuló el crecimiento estadounidense, lo cual fue excepcional dado el estancamiento que ha caracterizado a la economía mundial en los últimos años. Durante este período, la economía global se ha caracterizado por la subinversión y por una persistente tendencia al estancamiento económico en las principales regiones, aparte de Estados Unidos, China, India y otros pocos lugares. El débil crecimiento ha caracterizado a la mayoría de las demás regiones del mundo, especialmente a Japón, que hasta hace poco situaba su tasa de crecimiento del PIB en torno al 1% anual, y a Europa, que creció anualmente alrededor del 1,45% en los últimos años.
Con estancamiento en la mayoría de las demás regiones, Estados Unidos absorbió alrededor del 70% de los flujos de capital mundiales. Una gran porción del mismo procede de China. De hecho, lo que caracteriza al actual período de burbuja es el papel de China como fuente, no sólo de bienes para el mercado estadounidense, sino también de capital para la especulación. La relación entre las economías norteamericana y china es lo que en otro lugar he caracterizado como «la economía de presos esposados» (chain-gang economics). Por un lado, el crecimiento económico de China se ha vuelto cada vez más dependiente de la capacidad de los consumidores norteamericanos para continuar financiando su gasto con deuda que absorba buena parte de la producción china. Por otro lado, esta relación depende de una realidad financiera mayúscula: la dependencia del consumo norteamericano respecto a los dólares de China prestados al Tesoro Norteamericano y al sector privado, dólares procedentes de las reservas que viene acumulando de su enorme superávit comercial con EEUU: en torno a un billón de dólares, según algunas estimaciones. En efecto, una gran porción de las escandalosas sumas que China -y otros países asiáticos- prestaron a las instituciones norteamericanas fueron a financiar el gasto de la clase media en viviendas y otros bienes y servicios de consumo, prolongando, ciertamente, el débil crecimiento económico norteamericano, pero sólo merced a la elevación de la deuda del consumidor a niveles peligrosos.
El acoplamiento entre China y EEUU ha tenido importantes consecuencias para la economía mundial. Una de ellas está relacionada con el aumento masivo de nueva capacidad productiva por parte de inversores estadounidenses y de otros inversores extranjeros desplazados a China. Esto ha agravado el persistente problema de sobrecapacidad y sobreproducción. Un indicador del persistente estancamiento de la economía real es la tasa de crecimiento anual mundial, que alcanzó una media de 1,4% en la década de los 80 y un 1,1% en los 90, comparada con la media de un 3,5% durante los 60 y de un 2,4% en los 70. Desplazarse a China para sacar ventaja de los bajos salarios puede apuntalar los beneficios en el corto plazo, pero, a medida que se incrementa la sobrecapacidad en un mundo donde el aumento en el poder adquisitivo global está limitado por crecientes desigualdades, los beneficios terminan mermando en el plazo largo. Más aún: la tasa de beneficios de las 500 principales corporaciones norteamericanas cayó estrepitosamente desde el 4,9% entre 1954-59 al 2,04% en 1960-69, al -5,30% en 1989-89, al -2,64% durante 1990-92, y al -1,92% en 2000-02. Detrás de estos datos, señala Philip O’Hara, estaba el fantasma de la sobreproducción: «la sobreoferta de bienes y una insuficiente demanda son las principales anomalías corporativas que inhiben el buen desempeño de la economía mundial».
La sucesión de manías especulativas en los Estados Unidos ha tenido la función de absorber una inversión que no encontraba rendimientos beneficiosos en la economía real, impulsando así, no sólo la economía norteamericana, sino «sosteniendo también la economía mundial», como sugirió indicó un documento del FMI. De modo, pues, en resolución, que, con la implosión de la burbuja inmobiliaria y la paralización del crédito en la casi la totalidad del sector financiero, la amenaza de una recesión mundial es muy real.
¿Desacoplamiento o economía de presos esposados?
En este sentido, los debates sobre un proceso de «desacoplamiento» de las economías regionales, especialmente la asiática, respecto de los Estados Unidos carecen de contenido. En verdad. la mayoría de las demás economías del este y sudeste asiático han sido impulsadas por la locomotora China. En el caso de Japón, por ejemplo, un estancamiento económico que duraba una década terminó en 2003 con una primera recuperación sostenida, alentada por exportaciones destinadas a saciar la sed china de capitales y bienes tecnológicamente intensivos: las exportaciones se dispararon hasta un récord del 44%, unos 60 mil millones de dólares. En efecto, China se convirtió en el principal destino de las exportaciones asiáticas, representando un 31% de las mismas, a la vez que la participación japonesa cayó del 20% al 10%. Como señala un informe, «analizando uno a uno los perfiles de países, China es ahora el motor principal del crecimiento de las exportaciones de Taiwán y Filipinas, y el principal comprador de los productos de Japón, Corea del Sur, Malasia y Australia».
De todos modos, como destaca una investigación de Jayati Ghosh y C.P. Chandrasekhar, China está incluso importando bienes intermedios y componentes desde estos países, pero sólo para ensamblarlos para la exportación de bienes finales a Estados Unidos y Europa, no para su mercado interno. De este modo, «si cae la demanda europea y norteamericana de exportaciones chinas, como es probable que suceda por la recesión en Estados Unidos, no sólo se verá afectada la industria manufacturera china, sino también la demanda china de importaciones de los países asiáticos en desarrollo». Tal vez la imagen más adecuada es que los «presos esposados» no sólo son China y Estados Unidos, sino muchas más economías satélites, cuyos destinos están básicamente ligados a la ahora represada ola de gasto (financiado con deuda) de la clase media estadounidense.
¿Nuevas burbujas al rescate?
Conviene, de todos modos, no subestimar la capacidad de hallar salidas del capitalismo. Muchos ahora se preguntan: después del colapso del boom de las punto-com y del boom inmobiliario, ¿existe una tercera línea de defensa frente a un estancamiento que trae su origen en la sobrecapacidad? Una teoría es que el gasto militar podría ser una forma por la cual el gobierno está sacando a los Estados Unidos de las garras de la recesión. Y, además, la economía militar jugó un papel importante a la hora de sortear la recesión en 2002, con un gasto en defensa que en 2003 llegó a representar un 14% del crecimiento del PIB estadounidense, siendo así que apenas representaba el 4% de ese PIB. De acuerdo con las estadísticas citadas por Chalmers Johnson, los gastos relacionados con la defensa en 2008, y por primera vez en su historia, rebasarán el billón de dólares.
El estímulo también podría venir del «complejo capitalista ante catástrofes», tan bien estudiado por Naomi Klein: de «una nueva y consumada economía de la seguridad interior, de la guerra privatizada y de las tareas de reconstrucción frente a desastres, nada menos que construyendo y realizabdo un estado de seguridad privatizado tanto en casa como en el extranjero». Klein dice que, de hecho, «el estímulo económico de esta espectacular iniciativa se probó suficiente para levantar el lastre que dejaron la globalización y las punto-com. De la misma forma que Internet lanzó la burbuja de las punto-com, el 11-S lanzó esta burbuja del capitalismo del desastre. Esta posible nueva burbuja, consiguiente a la burbuja inmobiliaria, parece ser relativamente inmune al colapso de la anterior.
No es tarea fácil seguir la pista de las cantidades que circulan en este complejo capitalista ante catástrofes, pero un indicador es que InVision, una filial de General Electric que produce detectores de bombas de alta tecnología usados en aeropuertos y otros espacios públicos ha recibido la extraordinaria suma de 15 mil millones de dólares por contratos firmados con Seguridad Interior entre 2001 y 2006.
Que el «keynesianismo militar» y el complejo capitalista ante catástrofes puedan de hecho llegar a jugar el papel otrora desempeñado por las burbujas financieras, es pregunta que queda abierta. Fomentarlos, al menos durante los gobiernos republicanos, ha significado reducir el gasto social, resultando, al final, que el efecto positivo sobre el empleo fue rápidamente superado por las reducciones en la demanda efectiva. Un estudio de Dean Baker citado por Johnson descubrió que, tras un inicial estímulo de la demanda, cerca de seis años después el efecto generado por el incremento del gasto militar se transformó en negativo. Después de 10 años de incremento del gasto militar, habría unos 464.000 puestos de trabajo menos que en un escenario de menor gasto militar.
Pero, aún más importante como límite del keynesianismo militar y del capitalismo del desastre, es el hecho de que los compromisos militares adquiridos son probablemente atolladeros como Irak y Afganistán, que podrían disparar una reacción contraria violenta, tanto fuera como dentro del país. Ello podría finalmente minar la legitimidad de estos emprendimientos, reducir su acceso a los fondos públicos y erosionar su viabilidad como fuentes de expansión económica en una economía en contracción.
Sí: el capitalismo global puede ser resistente, pero se diría que sus opciones son cada vez más limitadas. Las fuerzas que empujan al estancamiento a largo plazo de la economía capitalista mundial son ahora muy robustas, demasiado como para ser fácilmente desactivadas con el equivalente económico a una resucitación boca a boca.
Walden Bello es profesor visitante en la St. Mary’s University, Halifax (Canada). Bello es también analista senior en el instituto Focus on the Global South con sede en Bangkok, y profesor de sociología en la Universidad de Filipinas en Diliman. Es el autor de Walden Bello introduces Ho Chi Minh (Londres, Verso, 2007), Dilemmas of Dommination (Nueva York, Metropolitan Books, 2005) y Deglobalization (Londres, Zed, 2002).