Érase una vez, en los Estados Unidos, ese país donde atan a los perros con longaniza, unos bondadosos filántropos que habían acudido a la ayuda de los pobres (no demasiado, pero algo pobres no obstante) para ayudarles a que se comprasen una casa. Esos benefactores prestaban dinero, casi sin contrapartidas, a quienes no lo tenían. […]
Érase una vez, en los Estados Unidos, ese país donde atan a los perros con longaniza, unos bondadosos filántropos que habían acudido a la ayuda de los pobres (no demasiado, pero algo pobres no obstante) para ayudarles a que se comprasen una casa. Esos benefactores prestaban dinero, casi sin contrapartidas, a quienes no lo tenían. Los pobres sólo tendrían que rembolsar poco a poco, de la forma y en el momento que pudiesen, disfrutando desde aquel primer momento de su nueva casa con su jardín, una recompensa inesperada tras una vida dedicada al trabajo.
Desafortunadamente, era demasiado hermoso para ser verdad. Y es que el generoso donante no era sino un granuja. Basándose en la firma sonsacada al incauto pobre, el prestamista notificaba que aquel préstamo (en principio prácticamente gratuito) dejaría de serlo poco después. Y que la firma obligaba al pobre a rembolsar muchísimo más de lo que se le había prestado. La proporción de endeudamiento era tan elevada que el pobre, se encontraba rápidamente ante la imposibilidad de hacer frente a su deuda y no tenía más remedio que cederle su propiedad. A él o a otro, ya que, mientras tanto, el primer granuja había vendido el acta de propiedad a otro tan granuja que, a su vez, también se había apresurado a traspasársela a un tercero a cambio de una elevada suma de dinero.
Sin embargo, cuando el acta de propiedad llegaba a las manos del último comprador el acta ya no tenía valor, ya que todo el gremio de granujas había decidido vender las casas mal adquiridas en el mismo momento. Entonces ¿acabo perdiendo quien creía ganar? ¿Es moral esta fábula de las «subprimes»? No exactamente. Mientras que los pobres eran cada vez más pobres y sólo tenían ojos para llorar, el primer granuja y los demás, se habían enriquecido con creces antes de escabullirse en una naturaleza salvaje.
Pero «¿qué fue del último?» me preguntará usted. Él también perdió mucho dinero. Perdió mucho más que el pobre pero, a la vez, mucho menos en comparación con su fortuna. Pero él pertenece a la raza de los pudientes. Y si cae, todos saben que puede arrastrar en su hundimiento a muchísima gente. Especialmente todos aquellos que necesitan su dinero para inventar, el día de mañana, otras hermosas y verídicas historias como el de las «subprimes». Gracias a Dios, en ese país donde atan los perros con longaniza, existe un gobierno que hace valer la Justicia….y devolverles el dinero perdido. Pero ¿qué hace el Gobierno para poder devolver el dinero al último granuja? Pues nada : recauda un impuesto. Y ¿quién paga el impuesto? Pues el pobre, evidentemente, él y todos sus semejantes.
¿Cree que exageramos ? No exactamente ya que si nuestra fábula – totalmente inmoral – terminase aquí, estaría casi alcanzando la realidad. Cada día es más probable que el Estado norteamericano no tendrá otro remedio que garantizar esos préstamos inmobiliarios reducidos a nada. Según la declaración de un economista, citado el pasado lunes en Le Monde, eso «costaría a los contribuyentes estadounidenses unos quinientos mil millones de dólares por lo menos.»
Eso significa que muchos pobres tendrán que pagar durante muchísimo tiempo, para poder rembolsar una deuda que no es suya y borrar así una infamia de la que no son culpables y de la que algunos de ellos fueron las primeras víctimas. Y si esto no se produce, significará el hundimiento de todo el sistema, relegando a la miseria a millones de pobres. Los mismos, siempre los mismos.
Esta historia es edificante. Sólo tiene un defecto. En la vida real esos granujas no son verdaderamente granujas. Los conocemos : son los inversores y, al final de la cadena, banqueros. Sólo están haciendo su trabajo. No cometen ningún delito. El «granuja» es el sistema en su conjunto. Esa estafa no es una estafa, es lo que solemos llamar «capitalismo financiero» o «neoliberalismo». Los peces gordos especulan y los pequeños se ven despojados de sus bienes. Es natural. Es la regla de un sistema sin reglas. Y son los políticos quienes han decidido esta desregulación planetaria. Se podría imaginar que están arrepentidos. Sobretodo cuando son…¡ ay ! ¿ cómo se decía ? – «de izquierdas» – y alardean de defender a los más necesitados. Pero este no es el caso, sino todo lo contrario, ya que empeoran la situación.
El recentísimo Tratado de Lisboa (que ni siquiera ha sido sometido al voto popular) confirma este sistema, instituyéndolo en Europa. Lea usted el artículo 56 que prohíbe cualquier traba a la circulación de los capitales y prohíbe a los políticos aplicar cualquier tipo de intervencionismo. Asociándonos a la petición de un grupo de economistas europeos que piden su derogación del Tratado no pretendemos, desde luego, detener la crisis que se avecina casi por arte de magia. Con ello pretendemos, al menos, bloquear la situación para devolver a los políticos su poder en materia de finanzas. Finanzas que resultan tan creativas cuando se trata de explotar todas las riquezas del planeta.
www.michelcollon.info
Traducido por Manuel Colinas y corregido por Investig’Action
Politis, 27 de marzo de 2008
http://www.politis.fr/Petite