En 1996, Thomas Friedman, el columnista de The New York Times declaró en el programa «The NewsHour with Jim Lehrer» que en el mundo había dos superpotencias: Estados Unidos y el servicio de calificación de bonos Moody’s, pero no quedó demasiado claro cuál de los dos era el más poderoso. Moody’s era por entonces una […]
En 1996, Thomas Friedman, el columnista de The New York Times declaró en el programa «The NewsHour with Jim Lehrer» que en el mundo había dos superpotencias: Estados Unidos y el servicio de calificación de bonos Moody’s, pero no quedó demasiado claro cuál de los dos era el más poderoso. Moody’s era por entonces una empresa privada que calificaba a los bonos de empresas y de Estados, pero ya expandía sus alas hacia el exótico negocio de la calificación de valores apoyados por pools de hipotecas residenciales.
Por oscuro y aburrido que parecía, el negocio ofrecía cierta magia: consistía en convertir a arriesgadas hipotecas en inversiones que serían convenientes para aquellos arriesgados que nada sabrían de los préstamos que estaban detrás.
Para entender por qué esto es impactante, debemos pensar en todo lo que determina si una hipoteca es o no segura. ¿Quién es el dueño de la propiedad? ¿Cuáles son sus ingresos? Si juntáramos a cientos de hipotecas en un solo valor las preguntas se multiplicarían. Ningún inversor podría responderlas. Pero supongamos que ese valor tuviera una calificación. Si hubiera sido calificada con tres «A» (la nota máxima) por una firma como Moody’s, el inversor podría entonces olvidarse de las hipotecas.
En la última década, Moody’s y sus dos competidores principales entre calificadoras de créditos, Standard & Poor’s y Fitch, jugaron este juego a la perfección: colocaban lo que equivalía a sellos de oro en valores hipotecarios que los inversores recogían con entusiasmo. Para las calificadoras, este negocio era extremadamente lucrativo.
Sus ganancias aumentaban -las de Moody’s en especial-, y salieron a ofrecerse en el merca do, el valor de sus acciones se multiplicó por seis y y sus ganancias se incrementaron en 900%.
Al facilitarle a la industria de las hipotecas acceso a Wall Street, las calificadoras transformaron también lo que había sido uno de los segmentos más adormecidos del ambiente de las finanzas. Los bancos hipotecarios ya no debían esperar 10, 20 ó 30 años para que los propietarios les devolvieran el dinero. Vendían ahora sus préstamos a pools de valores y acordaban nuevos préstamos a un mayor ritmo.
El volumen de las hipotecas aumentó y en 2006 llegó a los 2,5 billones de dólares (una quinta parte del PBI estadounidense). Además, había cada vez más hipotecas que eran emitidas a riesgosos prestamistas de subprime. Casi todos esos préstamos subprime terminaron en pools de valores. Y los bancos estaban dispuestos a emitir tantos préstamos riesgosos porque podían derivarlos a Wall Street.
Pero ¿quién evaluaba esos valores? ¿Quién juzgaba la calidad de las hipotecas? Los inversores no, sin ninguna duda. Se apoyaban en la calificación crediticia.
Fue así como estas empresas se convirtieron en el control de facto de la industria de las hipotecas. Hicieron el trabajo que se esperaba de los bancos y de los reguladores del gobierno. Hoy son uno de los culpables centrales de la quiebra hipotecaria, en la que se calcula que las pérdidas totales alcanzaron los 250 mil millones de dólares y más, posiblemente.
Luego de este colapso, el Congreso norteamericano analiza por qué razón fracasó la industria y si se la debe reestructurar (ayer martes debían comenzar las audiencias sobre el tema del Comité Bancario del Senado). Las dos preguntas clave son si las firmas crediticias -beneficiadas con una serie única de fueros gubernamentales- no gozan de demasiada protección oficial, y si su juicio no está viciado.
Para prevenir críticas y posibles leyes, Moody’s y S&P anunciaron reformas. Pero rechazan la opinión de que debían haber estado más alertas. Culpan a los tomadores de hipotecas que resultaron ser morosos o mentirosos para obtener sus préstamos. Lo mismo ocurrió en 2001/02. Se pensó que el Banco de Baislea (el BIS, que norma la actividad bancaria mundial) decidiría una regulación de las calificadoras, por sus yerros en varias crisis financieras. Pero éstas fueron lo suficientemente fuertes para evitarlo y siguieron haciendo dinero.