Hace ya cuarenta años de la revuelta ilusionada contra el sistema en sus variadas representaciones que protagonizaron los jóvenes en el año 1968 y que tuvo su gran epicentro en París, aunque también -con sus peculiaridades propias- en California (EE.UU), Tlatelolco (México) o Praga (Checoslovaquia). Los jóvenes quisieron tomar el poder por la fuerza y […]
Hace ya cuarenta años de la revuelta ilusionada contra el sistema en sus variadas representaciones que protagonizaron los jóvenes en el año 1968 y que tuvo su gran epicentro en París, aunque también -con sus peculiaridades propias- en California (EE.UU), Tlatelolco (México) o Praga (Checoslovaquia). Los jóvenes quisieron tomar el poder por la fuerza y transformar la realidad, rechazando las verdades absolutas y el adocenamiento al que parecían destinados; sencillamente creyeron en otros valores y soñaron otra forma de vivir. A finales de los años sesenta la economía en Francia crecía pero los beneficios se repartían de forma desigual. Los salarios eran de los más bajos del entonces denominado sin eufemismos Mercado Común, y las jornadas laborales de los obreros eran de las más extensas de su entorno. En ese tiempo se empieza a cuestionar el modelo de sociedad industrial desarrollada, poniéndose en duda su viabilidad, sobre todo a partir de la crisis de 1973, cuando surgen algunas constantes que se instalarán de forma perenne en nuestra sociedad, como el desempleo, la mercantilización de la existencia y el deterioro de las condiciones laborales. La degradación de las coordenadas vitales ha continuado imparable hasta llegar hasta hoy, al mundo global de la sociedad de bienestar en constante recorte, en el que los herederos de esa generación de universitarios y obreros que salió a las calles y buscó el mar que se esconde bajo los adoquines, sufre tremendas dificultades para conseguir un mínimo acomodo, un lugar bajo el sol donde guarecerse de la incertidumbre.
Hoy en España casi la mitad de los jóvenes serían pobres si se emanciparan y abandonaran el hogar familiar, lo que supondría multiplicar por cuatro la tasa de pobreza existente en la actualidad en esta franja de edad, según un reciente y esclarecedor «Informe sobre la inclusión social en España 2008» de la Caixa de Catalunya. Cuatro de cada diez jóvenes de 26 a 35 años de edad viven aún en casa de sus padres, lo que aminora estadísticamente las cifras reales de pobreza que se producirían si abandonaran la casa paterna y tuvieran que afrontar gastos de vivienda, como la hipoteca o el alquiler, ya que en ese caso las tasas de exclusión social crecerían hasta alcanzar cifras del 57%. La situación se agravaría aún más si «osaran» vivir en pareja, o tuvieran un hijo en hogares donde sólo uno de los dos miembros dispusiera de trabajo, lo que dispararía los niveles de pobreza hasta un 81% en esas edades. Muchos de los jóvenes españoles no pueden afrontar un mínimo proyecto de vida que incluya la legítima aspiración de tener un hogar propio y descendencia, algo cada día más complicado si no cuentan con ayuda familiar. De hecho, los bajos sueldos de la población juvenil no les permiten disfrutar de los parámetros de calidad de vida, bienestar y seguridad económica de los que gozaron no hace tanto sus padres (en muchos casos aun disponiendo de una única fuente de ingresos), por lo que la desaparición inevitable a corto y medio plazo del colchón económico y de soporte a todos los niveles que representan los progenitores tendrá -está teniendo- graves consecuencias socioeconómicas en las condiciones de vida de este sector poblacional.
Otro dato relacionado: más de un tercio de los universitarios españoles trabaja en empleos inestables que no precisan alta cualificación, cobrando salarios mucho más bajos de lo que les corresponderían en caso de ejercer su profesión original, según un estudio de la Agencia Nacional de Evaluación de Calidad y Acreditación (Aneca) publicado el año pasado, y que recoge datos sobre la situación de los titulados europeos cinco años después de concluir su formación. Este estudio concluye que el salario mensual de los universitarios españoles es de 1.414 euros brutos; sólo supera al de los checos en un listado de trece países de nuestro entorno. Más del 45% de los trabajadores españoles entre 25 y 29 años tiene además un contrato temporal, lo que representa el doble que la media europea, según la agencia estadística Eurostat, con el consiguiente deterioro en las condiciones de vida que esta inseguridad implica para el desarrollo de un proyecto de futuro. Los titulados universitarios españoles no logran estabilidad laboral ni siquiera cinco años después de graduarse, y muchos no conseguirán nunca ocupación en la profesión para la que se prepararon durante años. A estos datos habría que incorporar las condiciones laborales de los jóvenes que ni siquiera han tenido la oportunidad de formarse y especializarse, cuyo horizonte vital a largo plazo es aún más descorazonador que el de los que disponen de estudios superiores. Todos ellos son hijos e hijas de la Europa de la precariedad laboral sin fronteras: jóvenes que viven para trabajar, padeciendo horarios interminables que no constan en las mil y una modalidades de contrato, con enormes dificultades para llegar a fin de mes, sin posibilidad de un mínimo ahorro ni de darse un capricho, sin derecho siquiera en muchos casos al disfrute de vacaciones, porque sus contratos se extinguen en los meses de verano para reaparecer misteriosamente justo después. Y en este contexto, la CEOE se atreve a pedir todavía más flexibilidad laboral y que el Gobierno no incremente el Salario Mínimo hasta alcanzar los irrisorios 800 euros en los próximos dos años. Ciertamente el panorama es infinitamente peor hoy que en Mayo de 68. Lo que falta es esperanza y creer que es posible cambiar esta realidad. [email protected]