Si fuera cierto que es noticia cuando un hombre muerde a un perro, y no al revés, la reunión del enigmáticamente llamado «Grupo Piloto sobre las Contribuciones de Solidaridad en favor del Desarrollo» que terminó el martes en Dakar debería estar en la primera plana de todos los diarios. Como a menudo sucede en reuniones […]
Si fuera cierto que es noticia cuando un hombre muerde a un perro, y no al revés, la reunión del enigmáticamente llamado «Grupo Piloto sobre las Contribuciones de Solidaridad en favor del Desarrollo» que terminó el martes en Dakar debería estar en la primera plana de todos los diarios.
Como a menudo sucede en reuniones internacionales, la cita de los gobiernos estuvo precedida por un encuentro de organizaciones ciudadanas y los diplomáticos fueron acosados por representantes de sindicatos, grupos de base, de mujeres, de defensa de los derechos humanos y de combate a la pobreza. Sólo que esta vez el reclamo popular que escucharon los gobiernos fue: «¡Queremos impuestos!»
Y cuántos más, mejor.
Tan entusiastas se mostraron las organizaciones populares que la reunión de consulta organizada por la Commonwealth Foundation, el Instituto Norte-Sur de Canadá, Social Watch y el Consejo de ONGs senegalés publica en su comunicado final una lista con ideas de nuevos impuestos que los gobiernos deberían aplicarnos a los ciudadanos: a las transacciones financieras, a las emisiones de carbón, a los viajes en avión y hasta al uso de computadoras.
Estos dos últimos ya existen, si bien en la jerga oficial no se los denomina impuestos sino «fuentes innovadoras de financiamiento». El Fondo de Solidaridad Digital fue creado por la Cumbre de la Sociedad de la Información en Túnez en 2005 y consiste en contribuciones voluntarias de la industria informática, uno de los grandes beneficiarios de la globalización, a un fondo destinado a promover la expansión de las nuevas tecnologías e Internet en los países más pobres. El impuesto a los viajes en avión, de un euro para los vuelos internacionales comunes y cinco para los de clase ejecutiva, ya se cobra en Francia y está en vías de implantarse en otros países. Sus recaudaciones financian a UNITAID, un fondo especial de las Naciones Unidas destinado a comprar vacunas para niños y medicamentos para adultos pobres en los países menos desarrollados.
Muchas vidas se han salvado ya gracias a este primer mal llamado «impuesto global», que es una tasa adicional que se cobra junto con la de uso de los aeropuertos y cuya recaudación, implementación y control es estrictamente nacional, aunque lo producido se destina sí a un fondo bajo control de las Naciones Unidas. Ya son más de cincuenta los países miembros del «Grupo Piloto» que con tanto beneplácito de la sociedad civil estudia la posibilidad de extender esta tasa y crear otras.
Cuando en el año 2000 los gobernantes del mundo se comprometieron solemnemente a metas concretas de erradicación de la pobreza a alcanzar en 2015 -los llamados «Objetivos del Milenio»-, la primera pregunta fue: «¿Eso cuánto cuesta?». Y la segunda: «¿Quién paga?». En los años siguientes el costo de los objetivos fue estimado por un equipo encabezado por el economista Jeffrey Sachs en un monto adicional de cien mil millones de dólares anuales a ser gastados principalmente en educación, salud y provisión de agua potable. Esta suma debería alcanzarse fundamentalmente duplicando la ayuda a los países más pobres. Estados Unidos vetó la idea de introducir en la resolución cualquier mención a impuestos globales sobre las emisiones de carbón o las transacciones financieras, y amenazó con retirar sus contribuciones de cualquier organismo de las Naciones Unidas que osara siquiera mencionar en un documento oficial las palabras «impuestos globales».
En respuesta, los presidentes Lula (Brasil) y Jacques Chirac (Francia), apoyados luego por José Luis Rodríguez Zapatero (España), Gerhard Schroeder (Alemania) y Ricardo Lagos (Chile), crearon el Grupo Piloto y resolvieron aplicar por su cuenta impuestos para los que no se precisa consenso universal sino sólo decisión política y compromiso locales. Si bien estos «mecanismos innovadores» han producido hasta ahora apenas mil millones de dólares -algo menos de uno por ciento de lo que se necesitaría para cumplir con las metas del milenio-, el efecto demostración es importante y el ejemplo cunde.
Los impuestos tienen varias ventajas sobre la ayuda. En primer lugar, son previsibles y no volátiles, mientras que la ayuda depende de decisiones a menudo caprichosas y poco confiables. Así, por ejemplo, la asistencia oficial al desarrollo medida por la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico bajó un ocho por ciento con relación al año anterior, cuando ya había caído en relación a 2005, año de los grandes conciertos «Live Aid» que lograron un circunstancial aumento de la caridad intergubernamental. Al ser impredecible, la ayuda se vuelve ineficaz, ya que el FMI no permite a los gobiernos aumentar sus «gastos recurrentes» -como por ejemplo contratar maestros o médicos- sobre la base de recursos tan erráticos.
Además, la ayuda suele estar condicionada a contratar consultores innecesarios del país donante o comprarle sus productos, en modalidades de «ayuda vinculada» que recortan en otro treinta por ciento su eficacia final. Y, finalmente, las condicionalidades políticas, invariablemente en el sentido de mayor liberalización económica, privatizaciones y apertura al comercio y las inversiones extranjeras, reducen el margen político de maniobra de los gobiernos para decidir sobre qué políticas les convienen más.
Las tasas o impuestos globales, en cambio, son seguras, previsibles, transparentes en su funcionamiento y no condicionadas políticamente.
Del impuesto a las emisiones de carbón se hablará mucho en los próximos tiempos en el contexto de las discusiones sobre el cambio climático. Ofrece un mecanismo mejor que el de la compra y venta de cuotas de emisión, y sus recaudos pueden cubrir los costos de adaptación y mitigación del calentamiento global.
Como solución a la pobreza del mundo, en cambio, la tasa sobre las transacciones en monedas parece ser la alternativa más promisoria. No se trata del impuesto de uno por ciento a las transacciones financieras propuesto hace varias décadas por el premio Nobel James Tobin para evitar la especulación, sino de una tasa de 0,005 por ciento (la mitad de un centésimo del uno por ciento) sobre las operaciones de cambio, que sería cobrada por los bancos centrales.
La compra-venta mundial de monedas es un negocio de ochocientos mil millones de dólares anuales, cincuenta veces más que el total del comercio mundial de bienes y servicios. Un impuesto tan pequeño sobre estas transacciones no sería casi notado por los operadores -a un centavo por cada doscientos dólares cambiados no va a desestimular el turismo ni las remesas de los migrantes, ya que los costos de la intermediación financiera sobre cada operación son muchísimo mayores-, es casi imposible de evadir en un mercado totalmente digitalizado y ya supervisado para evitar la financiación del terrorismo. Además, no requiere, al igual que el impuesto piloto sobre los pasajes de avión, de una decisión internacional, ya que puede ser aplicado en cualquier momento por las autoridades monetarias de cada país.
Aplicada sobre las operaciones en libras esterlinas, por ejemplo, esta tasa generaría 3.500 millones de dólares al año, que se destinarían a aliviar la pobreza en el mundo. Según la baronesa Shirley Williams, miembro de la Cámara de los Lores, profesora en la Universidad de Harvard y conferencista en Cambridge, Berkeley y Moscú, ex ministra de educación y líder de los liberal-demócratas ingleses, «la cuestión no es si el Reino Unido puede soportar un pequeño impuesto a las transacciones en monedas, que sí podemos, sino cuál será el costo para el mundo si no lo hacemos»