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¿Gran teatro del mundo o política mundial? La cumbre del G-8 terminó, y dejó abiertos todos los interrogantes

Fuentes: Sin Permiso

«Al final, el espectáculo político mundial habrá costado al contribuyente japonés 60 mil millones de yenes (364 millones de euros). Del evento no ha resultado mucho, salvo, acaso, una nueva crisis, la de legitimación del mismo G-8, una crisis que ya nadie discute. El G-8 no ha dado respuesta a ninguna de las agudas crisis […]

«Al final, el espectáculo político mundial habrá costado al contribuyente japonés 60 mil millones de yenes (364 millones de euros). Del evento no ha resultado mucho, salvo, acaso, una nueva crisis, la de legitimación del mismo G-8, una crisis que ya nadie discute. El G-8 no ha dado respuesta a ninguna de las agudas crisis que padece la economía mundial, a ninguno de los problemas fundamentales del actual desorden mundial. Los poderosos del mundo, todos neoliberales confesos, todos prisioneros de dogmas, todos sordos a las «constricciones objetivas» del mercado mundial, no comprenden ni las causas de la crisis en que se halla sumida la economía ni el dramatismo de la situación en su conjunto. Lo que pasa, lisa y llanamente dicho, es que no están a la altura de la política mundial en la época del capitalismo global desembridado»

Una cumbre de crisis que recordaba a los comienzos, hace ahora 33 años. Para afrontar la crisis monetaria mundial, la primera crisis del petróleo y la irritación del Tercer Mundo, se reunieron en 1975 los jefes de Estado y de gobierno de las seis principales naciones industriales del mundo occidental para una conversación informal de mesa camilla. Entretanto, los encuentros anuales de charla informal del club exclusivo de caballeros, ahora ampliado a 8, se ha convertido en el show político más grande del mundo, en un teatro de las grandes potencias económicas, de mucho contenido simbólico: tranquilos, que ya nos ocupamos de los problemas mundiales urgentes. Los jefes de los Estados que componen el G-8 y su séquito de expertos estuvieron representando durante tres días en Tokayo, en la isla de Hokkaido, el papel del gobierno mundial. Y en verdad que un gobierno mundial tendría tarea bastante. Crisis a la vista: la amenazante catástrofe climática, la crisis energética, la crisis de la alimentación y, por último pero no menos importante, una crisis financiera internacional que viene propagándose desde agosto del año pasado en forma de ondas de choque. Todas ellas crisis globales, cuyo punto culminante dista por mucho de haber sido alcanzado. La nación anfitriona, Japón, puso en lugar destacado del orden del día la protección climática y la lucha contra la pobreza. Había el afán de darle a la cumbre un brochazo verde con tecnología medioambiental nacional. Hacer un paseo con un automóvil propulsado con hidrógeno, visitar una casa con un consumo cero de energía, probar un cuarto de baño ahorrador de agua. ¡Sí señor!: se ofreció todo lo que pueda desear un corazoncito verde y todo lo que puede ofrecer la tecnología energética y medioambiental japonesa. Un imponente despliegue policial y un sinfín de obstáculos atravesados en el camino contuvieron la esperable protesta.

Los problemas globales sólo pueden resolverse con cooperación global. Esa perogrullada fue reiterada hasta la saciedad antes y durante la cumbre. Pero si un círculo elitista y excluyente de grandes potencias quiere ofrecer al resto del mundo soluciones para los problemas del mundo, no sólo debe estar internamente dispuesto a la cooperación, sino que debe, sobre todo, disponer de diagnósticos y soluciones para los problemas que, más que menos, saltan a la vista del resto del mundo. Pues el «gobierno mundial informal» del G-8, salvo por sus mayorías o por las posiciones de veto que ocupa en el FMI, en el Banco Mundial y en la OMC, no dispone de ningún medio de fuerza para obligar al resto del mundo a cooperar. Sin los países situados en el llamado umbral del desarrollo, sobre todo los nuevos países industriales del G-5 (China, India, México, Brasil, Sudáfrica), la cosa no marcha en absoluto. Por eso viene invitándoselos al G-8 desde 2001 para consultas, cada vez más amplias en el curso del «proceso de Heiligendamm», a fin de vincular a los países del G-5 a las decisiones sobre política climática global. Esta vez comparecieron Australia, Malaysia y Corea del Sur; para consultas sobre política africana fueron invitados los representantes de siete Estados africanos (Argelia, Etiopía, Ghana, Nigeria, Senegal, Sudáfrica y Tanzania). Así pues, la cumbre de este año en Japón contó con 22 países participantes (más representantes de numerosas organizaciones internacionales y supranacionales, entre ellas, la ONU, la UE y la Unión Africana), la mayor en la historia del G-7/G-8.

Tanto mayor la decepción provocada por las floridas resoluciones de los profesionales de la política allí reunidos. Al final, el espectáculo político mundial habrá costado al contribuyente japonés 60 mil millones de yenes (364 millones de euros). Del evento no ha resultado mucho, salvo, acaso, una nueva crisis, la de legitimación del mismo G-8, una crisis que ya nadie discute. El G-8 no ha dado respuesta a ninguna de las agudas crisis que padece la economía mundial, a ninguno de los problemas fundamentales del actual desorden mundial. Los poderosos del mundo, todos neoliberales confesos, todos prisioneros de dogmas, todos sordos a las «constricciones objetivas» del mercado mundial, no comprenden ni las causas de la crisis en que se halla sumida la economía ni el dramatismo de la situación en su conjunto. Lo que pasa, lisa y llanamente dicho, es que no están a la altura de la política mundial en la época del capitalismo global desembridado.

Gran teatro político: primero, los Estados del G-8, temerosos todavía el año pasado de cualquier afirmación cuantitativa, anuncian ahora que se habrían puesto de acuerdo para disminuir a la mitad las emisiones de gases de efecto invernadero. De todos modos, no antes del 2050, y sin decir el año de referencia con el que debería compararse métricamente la reducción pretendida. Eso ni siquiera sería suficiente para mantener el calentamiento de la Tierra por debajo de la marca de 2 grados Celsius. En Heiligendamm, el año pasado, se quiso sólo «poner a prueba» el objetivo de reducir a la mitad las emisiones de CO2; ahora lo que se quiere es «sopesar y aceptar» con todos los participantes, en el marco de la convención de la ONU para la protección climática, la sublime «visión del objetivo». Sin indicar el año de referencia de 1990, que la ONU y todos los expertos consideran necesario pero del que nada quieren saber los japoneses; sin indicar fines intermedios; sin la menor indicación de obligaciones concretas para cada uno de los países del G-8, que producen de consuno más del 62% de las emisiones mundiales de CO2. Y todo bajo la reserva de que los países en el umbral del desarrollo y los países en vías de desarrollo deberían contribuir lo suyo también (una puertecilla trasera que se deja abierta por expreso deseo de los norteamericanos). Mientras el Ártico se nos está fundiendo a ojos vista, mientras se acelera indeciblemente el cambio climático y se nos va terminando el tiempo para emprender acciones efectivas, todas las decisiones de obligado cumplimiento se fían a un futuro incierto: por lo pronto, a la siguiente maratón negociadora, que tendrá lugar en Copenhague a fines de 2009 para, finalmente, desarrollar el protocolo de Kyoto.

Con imponente desenvoltura, los visionarios reunidos en el G-8 han tratado de poner en cintura a los representantes de los países en el umbral del desarrollo. En lo fundamental, el intento fracasó el último día de la cumbre. China, India y el resto de los países umbral se negaron a prestar obediencia al G-8. Sin la menor delicadeza, los jefes de gobierno del G-5 (y Australia, Indonesia y Corea del Sur) recordaron a los principales países industriales que son directamente responsables de por lo menos el 60% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. Son, pues, los grandes pecadores climáticos -encabezados por Norteamérica-, que tienen los conocimientos, la tecnología y el dinero para hacerlo, quienes deberían dar el primer paso y proponer objetivos honorables de reducción. Las emisiones de substancias dañinas se han incrementado espectacularmente en los últimos años: los estadounidenses cargan hoy al clima con más de 20 toneladas de CO2 per capita; los indios, apenas con una tonelada. De aquí que resultara inobjetable la exigencia del G-5 de que los países del G-8 reduzcan su producción de CO2 entre un 20 y un 40% al menos de aquí a 2020. También está de todo punto justificada la exigencia de los países en el umbral del desarrollo de que los países del G-8 se adelanten con señales inequívocas, reduciendo sus emisiones de gases de efecto invernadero entre un 80 y un 95 por cien de aquí a 2050. Sin una clara indicación de objetivos concretos de reducción para los próximos años, de consuno con la fijación de objetivos intermedios y de mecanismos de control, los Estados del G-8 se hurtan una vez más a su propia responsabilidad. El intento de cargar la responsabilidad de la inacción en materia de cambio climático a los renuentes países en el umbral del desarrollo, es pura retórica. No son los chinos o los indios los culpables de la debacle. Fijando objetivos concretos, dando un paso claro para afrontar el cambio climático, haciendo ofertas inequívocas y concretas para el trabajo conjunto financiero y tecnológico, se habría logrado subirlos al mismo barco.

Rabia y decepción por doquiera en las organizaciones de protección del medio ambiente. Se habla de «pérdida de tiempo», de total «fracaso de las mayores potencias industriales del mundo ante el desafío climático». En vez de ponerse de acuerdo sobre las medidas más necesarias para la protección del clima a escala planetaria, los representantes de los mayores pecadores climáticos del mundo han dejado claro una vez más que hablan mucho de responsabilidad, pero sólo son capaces de la más irresponsable omisión en la acción.

Por consideración a Angela Merkel, se renunció a una declaración pública a favor de la energía nuclear como solución del problema climático, aunque los jefes del G-8 llevan mucho tiempo contagiados por la fiebre atómica. El lobby atómico y la industria nuclear pueden frotarse las manos. En la República Federal alemana, el compromiso atómico está en un precario equilibrio.

En plena tercera crisis del petróleo, a los jefes de gobierno del G-8 ni siquiera les pasó por la cabeza invitar a representantes de los países productores de petróleo. Les exigen, no obstante, más petróleo: mayor suministro y ampliación de las capacidades de suministro. De uno u otro modo, también, se dice, una mayor eficiencia energética no vendría mal para que los crecientes precios de la energía no perjudicaran a la economía mundial. Quedó para mejor ocasión la reflexión global sobre el problema: ¿de dónde viene la explosión de precios del petróleo y otras energías? ¿Cómo afrontar el problema del poder de los productores, de los comerciantes y de los especuladores petrolíferos? Las grandes preguntas fueron aplazadas a una próxima conferencia, cuyas fechas nadie conoce. Sobre la vertiginosa subida de los precios de los alimentos y de las materias primas, sobre la crisis alimentaria, sobre el creciente hambre en los países pobres del mundo, no hubo sino manifestaciones de preocupación y vistosos abalorios verbales sobre la «cooperación global». Por ahora, habría que limitarse a comprobar, por ejemplo, si bastarían las reservas internacionales de alimentos. Pésimo chiste. Almacenar enormes cantidades de grano, acaparar alimentos a gran escala, es el método más seguro para encender la inflación de precios. Con ideas peregrinas de ese tipo lo único que se consigue es distraer la atención de las necesarias reformas agrarias que hay que llevar a cabo tanto en los países industriales como en los países en vías de desarrollo. Más libre comercio, es decir, inmediato cierre de la ronda de Doha sobre el comercio mundial e introducción a mayor escala de tecnologías genéticas: tal era el tenor de las propuestas de la cancillera federal alemana Merkel. Ni la menor manifestación contra el creciente uso de biocombustibles, una de las causas esenciales del aumento de los precios de los alimentos -un 83% desde 2005-, así como de la crisis alimentaria mundial. La UE, que no es como tal miembro de pleno derecho del G-8, exigió y ofreció mucho más. Sin éxito.

También resultaron sorprendentes los silencios. Los rectores del mundo reunidos se comportaron como si la crisis financiera internacional, que viene propagándose en forma de ondas de choque desde el verano de 2007, hubiera sido ya superada. Angela Merkel observó: «Hemos tenido una subprime crisis. De una u otra manera, sigue habiendo un degoteo». De ninguna manera. Pocos días después del final de la cumbre, la crisis financiera entró en una nueva etapa en los EEUU con una ola de quiebras entre las mayores entidades financiadoras de hipotecas. Los países del G-8 han esquivado el problema de la crisis financiera internacional. Han dicho sí señor a las reglas de transparencia del Financial Stability Forum, y no han hecho el menor intento de coordinar las políticas de todo punto incompatibles que siguen al respecto los bancos centrales de los EEUU y de la UE. Siguen creyendo en las «fuerzas autosanadoras» de los mercados financieros y en la «autonomía» de los bancos centrales. De aquí que no hayan dicho ni palabra sobre la reciente ola de especulación con los alimentos y las materias primas en todas las bolsas del mundo; ni palabra sobre el papel jugado por la especulación con las mercancías a término en la actual carrera de precios del petróleo; ni palabra sobre la guerra monetaria mundial. Y todo, a pesar de la presencia de los representantes de la India, del país que hace poco ha prohibido directamente el comercio de futuros con los alimentos (y hasta ahora, no le ha ido nada mal). Nada -salvo la presión de Wall Street y de la City de Londres- podría impedir a los países del G-8 secundar el ejemplo de la India.

Todo el mundo sabe que la pobreza en el mundo cobra formas cada vez más terribles, aun cuando si se mide en términos absolutos por ingreso per capita, retrocede un poco. Pero a escala planetaria pasan hambre millones de seres humanos, casi un tercio de la población mundial está privada de acceso a agua potable, y epidemias como el SIDA, la malaria o la tuberculosis siguen extendiéndose porque los países pobres carecen de medios de prevención y tratamiento. África y la ayuda conjunta al desarrollo quedaron fuera del orden del día de la cumbre (como el año pasado). Una vez más, los países del G-8 han demostrado que, en el más halagüeño de los casos, están dispuestos a confirmar las promesas hechas hace años. Algo que iba de suyo -que los países del G-8 quieren cumplir con la ayuda acordada hace mucho al desarrollo en África de 25 mil millones de dólares hasta 2010- ,fue celebrado como un éxito. Lo que tendrían es más bien que haberse disculpado de que hasta ahora sólo hayan llegado a África 3 mil millones de una cifra total, de cuyo monto, dicho sea de pasada, nadie debería sentirse orgulloso. No menos penosa fue la confirmación del acuerdo, que ya el año pasado llegaba con retraso, de entregar en los próximos cinco años los 60 mil millones de dólares prometidos para la lucha contra el SIDA, la malaria y la tuberculosis. En lo que hace a la realización de los restantes objetivos de ayuda al desarrollo en el programa del milenio (por ejemplo, el suministro de agua), no se ha registrado el menor movimiento.

La economía mundial se halla inestablemente instalada en un peligroso vértice; los jefes de gobierno del G-8 nos siguen debiendo una respuesta clara a todas las cuestiones suscitadas por el momento presente. Con cada promesa deshonrada pierden más crédito, con cada ocasión desperdiciada para afirmar la legitimidad de su papel dirigente socavan más y más sus pretensiones dirigentes. No ofrece duda: el club de los superricos y poderosos se halla en una grave crisis de legitimidad. ¿Quién necesita de ese club a estas alturas? ¿Es sólo, acaso, que se ha hecho demasiado pequeño, es sólo, acaso, que cuenta con miembros que no deberían serlo? Si China o la India pueden desbaratar cualquier política climática del G-8, si el G-8 no puede desarrollar ninguna política energética sin la OPEC, ¿qué importancia tiene aún? Aun cuando los países del G-8 siguen representando el 14% de la población mundial y produciendo casi dos tercios del producto social mundial, nadie, salvo las elites económicas y políticas de esos países, necesita un tal «gobierno mundial informal» paralelo -y enfrentado- a las Naciones Unidas. China es visiblemente más importante para la economía mundial que Italia o Canadá; México o la India están claramente por delante de Rusia. Gran Bretaña y Francia han abogado por ampliar el grupo de los ocho al G-5, promoviendo a los países en el umbral del desarrollo a miembros plenos del club de caballeros. Al menos China y la India deberían incorporarse inmediatamente, según su propuesta. Se ha hablado incluso de un G-16. Alemania y Japón, los dos únicos países para los que el G-8 se ofrece como la sola tribuna de alcance político mundial a su disposición, se manifestaron firmemente en contra. El club debería resolver primero en pequeño comité, según ellos, las tareas internas pendientes, y sería, además, una «comunidad de valores». Los representantes de los países en el umbral del desarrollo no se sintieron ofendidos en absoluto. Los países del G-5 no se desviven por ser invitados a participar en el ilustre círculo de los poderosos. También esta vez, sobre todo China y la India, han demostrado la enorme influencia que han terminado por tener en la política mundial. Codeterminan el orden del día, son interlocutores buscados, sin ellos no se puede resolver ninguno de los problemas de alcance mundial; pero que no les vengan con las pseudosoluciones y las maniobras retóricas del G-8. Gracias a su oposición al G-8, los países del G-5 están hoy mejor organizados y aparecen más resueltamente unidos que nunca. Como miembros de un club ampliado de las grandes potencias, no tardarían en perder otra vez esa posición de poder. Antes de llegar a un G-13 o a un G-16, el G-8 tiene que demostrar que está dispuesto a un diálogo serio y a llegar a compromisos con esos países.

Michael Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam e investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad.

Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss