Hacia el siglo XV, cuando Europa se encontraba entre el feudalismo y el capitalismo, la naciente burguesía inauguró una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial, lanzándose a la aventura transoceánica y la conquista de nuevos mercados en ultramar; un hecho que, en rigor, fue posibilitado por los avances científicos en la náutica (brújula, […]
Hacia el siglo XV, cuando Europa se encontraba entre el feudalismo y el capitalismo, la naciente burguesía inauguró una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial, lanzándose a la aventura transoceánica y la conquista de nuevos mercados en ultramar; un hecho que, en rigor, fue posibilitado por los avances científicos en la náutica (brújula, cartas marinas, astrolabio, etc.), por los nuevos conceptos sobre la esfericidad de la tierra, por los progresos de la técnica en la construcción de naves y, sobre todo, por la ciega ambición comercial de controlar nuevas colonias.
Por otro lado, los españoles importaron un nuevo sistema de explotación de la tierra -el latifundio- y un sistema económico de tipo feudal. No en vano algunos economistas del siglo XIX coinciden en señalar que «el descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los mercados de la India y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido y aceleraron, con ello, el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición (…) La gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación y de los medios de transporte por tierra. Este desarrollo influyó, a su vez, en el auge de la industria, y a medida que iban extendiendo la industria, el comercio, la navegación y los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, multiplicando sus capitales y relegando a segundo término a todas las clases legadas por la Edad Media» (Marx, K. – Engels, F., 1948, pp. 33-34).
Sin embargo, el descubrimiento de América, que fue un triunfo para la burguesía comercial española, los banqueros genoveses, flamencos y alemanes, abrió las rutas no sólo para el mercado mundial capitalista, sino también para las instituciones monárquicas y eclesiásticas que coexistían en el feudalismo europeo, las mismas que imprimieron su impronta en las culturas no occidentales. De modo que, el violento encuentro entre España y América, además de combinar la propaganda de la fe cristiana con el despojo de las riquezas, empeoró las condiciones de vida de los indígenas y, consiguientemente, de las mujeres, quienes perdieron los privilegios de los que gozaban en el marco de las culturas ancestrales, y pasaron a ser objetos de venta y dominación, violación, abandono y rapto.
Así como en el imperio de los Incas se conoció la división de clases (por un lado, el sector privilegiado constituido por la familia real, los grandes guerreros, los sacerdotes y sabios; y, por el otro, la inmensa mayoría indígena que sostenía la vida económica de la comunidad), se conoció también la poligamia dentro de un sistema estrictamente patriarcal, en el cual la hermana y esposa legítima del Inca gozaba de más privilegios que la distinguían de las concubinas. Por ejemplo, cuando la esposa principal viajaba, ésta era llevada en andas o hamacas conforme al estatus de su esposo, mientras que las concubinas iban a pie, llevando la comida y la bebida para sus señores y toda la comitiva a su servicio. Durante las horas de comida, las concubinas servían al Inca y a su «koya» (esposa principal), a quien le hablaban de rodillas, sin mirarle el rostro, y al retirarse de ella, como de su esposo, caminaban hacia atrás. Era tanta la discriminación contra las concubinas y tan respetado el «origen divino» del Inca y de su esposa principal que, «entre sus obligaciones rituales, estas concubinas recogían los cabellos que perdiese su señor o que le habían recortado, y asimismo las uñas cortadas, y luego se lo tragaban. Cuando el monarca quería salivar, lo hacía sobre las palmas abiertas de las manos de una de sus concubinas, quien luego lo tragaba. Incluso era deber de las concubinas recoger sobre sus ropas los cabellos de su esposo y tragarlos. El conquistador Juan Ruiz de Arce recuerda que cuando le preguntaron a Atawallpa sobre estas costumbres, respondió que su costumbre de escupir sobre las manos la tenía como signo de grandeza, y que hacía comer sus cabellos por temor a los encantamientos que le pudiesen hacer con ellos» (Ellefsen, B., 1989, p. 133).
Al morir el Inca u otro miembro adulto de la jerarquía real, era costumbre matar a una o más concubinas predilectas del difunto para que los acompañaran en calidad de «koyas» al más allá. Las otras concubinas viudas, aparte de dedicarse exclusivamente a los quehaceres domésticos y a la crianza de los hijos, debían permanecer en castidad, sin volver a casarse ni concubinarse. Era también costumbre que las concubinas mantuvieran la ficción de tener relaciones matrimoniales, al menos simbólicas, con la momia real. Para ello se turnaban por lote para dormir en el mismo aposento del difunto, quien era enterrado con sus bienes terrenales más preciados.
Mientras esto ocurría en el Cuzco y en las capitales de provincia que estaban bajo el dominio del Inca, en algunas etnias, como entre los tallanes, mochicas y huancavelicas, se practicaba la poliandria. Estas «kapullanas» (cacicas), dueñas de señoríos, que incluían tanto tierras como «yanaconas» (servidores), no sólo tenían el privilegio de contar con varios concubinos procedentes de rangos superiores al suyo, sino que, al mismo tiempo, de gobernar sobre hombres y mujeres. Ellas eran quienes labraban los campos y beneficiaban las tierras y mieses, entretanto sus maridos permanecían en casa, tejiendo, hilando, enderezando sus armas y ropas, curando sus rostros y haciendo otras labores femeninas.
«En las costas venezolanas la mujer cultivaba los campos y se ocupaba de la casa, mientras que el hombre se dedicaba a la caza. En Nicaragua eran los hombres los que se ocupaban de la agricultura, de la pesca y del hogar; las mujeres se consagraban al comercio». Y pese a la organización patriarcal de la cultura maya, donde la mujer estaba prohibida de ejercer cargos religiosos, militares o administrativos, las mujeres, en Yucatán, «vendían el producto de su trabajo en los mercados y se ocupaban lo mismo de los hijos que de la economía doméstica, puesto que sobre ellas recaía la responsabilidad del pago de impuestos; que organizaban bailes para ellas solas, prohibidos a los hombres; que se embriagaban en los banquetes entre ellas y que llegaban a pegar al marido infiel» (Séjourné, L., 1976, p. 131).
Los conquistadores dan cuenta de que en el «Nuevo Mundo» -que sólo era nuevo para los europeos- existían comunidades matriarcales y matrilineales como en el Cuzco y las costas del Pacífico, enfrente de Panamá, donde el heredero de un señor era su mujer legítima y luego el hijo de la hermana. En algunas etnias, las «kapullanas» accedían al poder por la línea de descendencia materna. Es decir, heredaban los cargos que dejaban sus madres, así como lo hacían los hombres por vía paterna.
Otro rasgo común que caracterizó a las civilizaciones precolombinas era la mujer guerrera. Los cronistas de la época, deslumbrados por el caso, aseveraban haberse enfrentado a mujeres que peleaban con bravura. El conquistador Francisco de Orellana, quien fue el primero en explorar el río de la América meridional en 1540, encontró en las márgenes del río a mujeres que recordaban a las amazonas de Capadocia, a esa casta de guerreras que suponían los antiguos haber existido en los campos heroicos de Asia Menor. Las amazonas, según refieren los mitos y leyendas, constituían un pueblo de mujeres que formaban un Estado gobernado por una reina; llevaban un escudo en forma de media luna, y que, luego de abandonar a sus hijos, se cortaban el seno derecho para poder tensar el arco y disparar. No en vano cantan elogios a la bella Anacaona, reina de la región más grande de La Española, quien fue quemada viva después de haber logrado imponer, por largo tiempo, en un equilibrio de fuerzas a los ocupantes; una resistencia que las huestes de Pedro de Valdivia encontraron también entre las araucanas, donde guerreó la heroica Yanequeo, esposa de Güepotán, a la vanguardia de un núcleo de puelches para vengar la muerte de su marido, y que por no renunciar a la independencia de su pueblo vivió oculta en los montes.
Si en algunas etnias amazónicas era común que las mujeres participaran en los combates junto a sus maridos, en el incario, las mujeres consideradas varoniles, tenían licencia para mantener relaciones conyugales y participar en los combates, como es el caso de Chañan Kori Koka, quien, de acuerdo a la tradición oral, peleó denodadamente cuando los chancas atacaron el Cuzco. Otro episodio recuerda que, a la muerte de Pachakutek Inka Yupanqui, las fuerzas incásicas se enfrentaron en «Warmipukara» (fortaleza de las mujeres) a un destacamento de guerreras que vivían solas, como verdaderas amazonas. «A tiempo de la conquista española, se informó que entre la gente sujeta a Leuchengorna había una provincia de mujeres exclusivamente, que sólo consentían la compañía de hombres para la reproducción. Los hijos eran en su tiempo enviados a sus padres y las hijas se quedaban con sus madres. También informaron que tenían estas mujeres una reina o cacica llamada Gaboimilla, nombre que tradujeron como ‘cielo de oro’, y que además pagaban tributo a Leuchengorma, generalmente en forma de ropa (…) La administración incaica no protegía especialmente esta modalidad social, pero había sido bien conocida en las regiones próximas al lago Titicaca y aun eran festejados los contados casos de las mujeres varoniles que iban a combatir a la guerra (…) Estas prácticas eran más frecuentes entre las etnias sudamericanas que no habían sido sometidas al dominio incaico; así, eran frecuentes en la actual Colombia, donde se capturó una joven de unos veinte años de edad que había matado ya ocho españoles» (Ellefsen, B., 1989, pp. 308-9).
La invasión española en el siglo XVI, sin duda, modificó la situación de las mujeres indígenas, las costumbres, las creencias y el régimen comunitario de la tierra. De hecho, la administración colonial reservó para las mujeres un lugar secundario y subordinado, debilitando las relaciones de relativa igualdad existentes entre el hombre y la mujer, y asimilándolas a las nuevas modalidades del derecho de herencia.
Antes de la colonización, sin embargo, algunas mujeres, al igual que los hombres, podían ejercer funciones de gobierno y liderazgo político en sus comunidades o «ayllus», que la administración española desconoció y alteró, dando paso a un nuevo ordenamiento, donde los cargos de autoridad quedaron reservados a los conquistadores y a los miembros varones de la jerarquía nativa, convirtiéndose de este modo en intermediarios entre la Corona española y las culturas precolombinas.
Los conquistadores, asimismo, aprovecharon muchas de las instituciones del incario, acomodándolas a sus intereses. La «mita», que quiere decir turno y que en otrora fue un trabajo que los indígenas realizaban en las minas y en los obrajes de servicio público, pasó a convertirse en explotación despiadada y en trabajo forzado, que durante la colonia, y a causa de los accidentes, el hambre y las pestes, cobró más de ocho millones de vidas.
La Corona española ejerció el monopolio de la propiedad minera, considerada una de las más abundantes fuentes de ingreso durante el coloniaje, igualmente de la explotación de la quina y la cascarilla. Los indígenas «mitayos» morían como moscas en los socavones y las mujeres eran testigos de este genocidio, puesto que ellas estaban también obligadas a marchar, junto a sus maridos e hijos, hacia los frígidos páramos, de donde pocos volvían con vida a sus comunidades agrícolas o «ayllus».
Otra de las injusticias del coloniaje fue la repartición de tierras y de indígenas, llamado «encomiendas». Este sistema, aparte de considerar a los indígenas parte del suelo como si fuesen animales sin dueño, impuso el latifundio. Entregó a pocos propietarios grandes extensiones de tierra, mientras a otros los condenó a vivir en condiciones infrahumanas, cada vez más lejos de la esperanza. Y, sin embargo, todos debían pagar tributo, consistente en la entrega de productos agrícolas, telas o animales, a los administradores de la colonia.
Si bien al inicio de la colonia, las mujeres estaban libres de pagar tributo, en los hechos esta exigencia recaía también indirectamente sobre ellas, por cuanto era tradición andina que hombres y mujeres participaran por igual en la economía del hogar y era menester que las esposas ayudaran a sus esposos y familiares a cumplir con la carga económica que aquel tipo de explotación suponía; en cuyo contexto, la economía colonial dispuso de una enorme concentración de fuerza de trabajo que, a su vez, hizo posible la enorme concentración de riqueza jamás dispuesta por civilización alguna en la historia.
A medida que la obligación del tributo se hacía más pesada y los varones de la comunidad no alcanzaban a cubrir los montos requeridos, debido a la disminución de la población y a las migraciones de los varones, a las mujeres les tocó compensar esta situación pagando tributo en telas y tejidos para satisfacer las cuotas que la comunidad debía entregar a la administración colonial. Las condiciones en que muchos españoles se aseguraban el tributo femenino no fueron precisamente las más cristianas, pues incluyeron varias formas de brutal explotación. Muchos procedieron a encerrar a las mujeres para lograr que tejieran e hilaran para ellos, convirtiéndolas en sus virtuales prisioneras o esclavas.
El régimen tributario para las mujeres no sólo significó la explotación de su fuerza de trabajo, sino también provocó que quedaran privadas del acceso a la propiedad de la tierra. Muchos varones indígenas se vieron obligados a disputar las tierras que sus esposas habían heredado de sus madres, para de este modo pagar el tributo. De esa manera, gracias al sistema colonial imperante, los indígenas varones contribuyeron a romper una tradición andina que daba a las mujeres un derecho autónomo sobre la tierra, desarrollando así una nueva situación social coherente y vinculada con los valores y costumbres traídas de Occidente.
Para los colonizadores, cuyas armas principales fueron la mentira y el saqueo de los recursos naturales, no bastó el oro ni la plata que dio de mamar a las sociedades moribundas de Europa, ni los miles de indígenas y esclavos negros que perecieron en las plantaciones y los socavones, puesto que su propósito, además de establecerse en tierras americanas, fue derrumbar las estructuras económicas y morales de las culturas precolombinas, sobre cuyas bases levantaron los cimientos de la sociedad colonial, un régimen brutal que legitimó la violación de las mujeres indígenas ante las miradas absortas de sus maridos, hermanos e hijos. De esta sangre derramada nació el mestizaje actual, como la expresión más viva del encuentro violento entre Europa y América.
Bibliografía
Ellefsen, Bernardo: Matrimonio y sexo en el incario, Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1989.
Marx, Karl. Engels, Friedrich: Manifiesto del Partido Comunista. Obras Escogidas, Ed. Progreso, Moscú, 1948.
Séjourné, Laurette: América Latina, Ed. Siglo XXI, España, 1976.