Biel tiene sus principios muy claritos. Camina orgulloso sin renunciar a ninguno de ellos y le gusta compartirlos. En su carnet de identidad, dice, de profesión escultor. Escultor de seres humanos. Anda cargado de maletas, focos, sombreros, pinturas, micrófonos y dados de colores montando su taller ambulante en escuelas, bibliotecas y centros de ocio para […]
Biel tiene sus principios muy claritos. Camina orgulloso sin renunciar a ninguno de ellos y le gusta compartirlos.
En su carnet de identidad, dice, de profesión escultor. Escultor de seres humanos.
Anda cargado de maletas, focos, sombreros, pinturas, micrófonos y dados de colores montando su taller ambulante en escuelas, bibliotecas y centros de ocio para niñas y niños.
De una mochila recosida puede sacar un juego de la rayuela para explicar la diferencia entre caridad y solidaridad, o unos cuentos tibetanos sobre cómo nos estamos comiendo el mundo.
En una enorme maleta de cartón duermen sus ángeles. Personitas de cartón piedra, monstruos de peluche que dan risa y los «galliminus» que nadie sabe lo que son.
Biel sienta a su alrededor a las niñas y niños, despierta suavecito a sus ángeles, les presta sus voces y su risa y entonces monta historias para pensar, cuentos contados y cantados.
Eso hace Biel, cantar y contar cuentos para llevar la contraria.
Esa noche, Cristina, una niña del público sueña las historias de Biel, con los faraones que habitaban islas tropicales y el pescador que pescó un pez de oro.
Cuando despierta ya sabe a quién quiere parecerse, ¿Será como el abuelo Nat que luchó contra los invasores de bombín y traje de explorador o como el gigante Bau Xu que salió a buscar el Sol? Quiere ser como Biel. Para vivir despacito y contra la corriente.