El reconocido economista norteamericano Dean Baker destruye analíticamente los mitos en boga sobre la relación entre mercados y regulación.
El extraordinario colapso financiero de los últimos meses se ha venido describiendo como el testamento del fracaso de la desregulación. Y lo ocurrido es de hecho el testamento de un fracaso – el fracaso de las políticas públicas. Culpar a la desregulación es un error.
En general, los debates políticos sobre la desregulación se han enfocado erróneamente hacia disputas sobre la extensión de la regulación, donde los conservadores se asume que prefieren menos regulación mientras los liberales prefieren más. Pero en realidad los conservadores no necesariamente quieren menos regulación, ni los liberales de izquierda quieren necesariamente más. Los conservadores apoyan regulaciones que hagan que la renta se quede en las clases altas, mientras que los liberales de izquierda apoyan la regulación que promueva la igualdad. «Menos» regulación no implica mayores desigualdades, ni es tampoco cierto lo contrario.
Encuadrar los debates en términos de más o menos regulación no es sólo impreciso; ello además sesga enormemente la discusión a favor de las posiciones conservadoras, cuando se caracteriza a una estructura muy intrusiva de, por ejemplo, reglas y patentes sobre derechos de reproducción, como si fuese el libre mercado. Durante las últimas dos décadas en el reino de las finanzas y los seguros, las llamadas a la desregulación han sido tapaderas para normas descaradamente pensadas para favorecer los intereses corporativos. Y los últimos cambios en las leyes sobre bancarrota, aclamados por los conservadores, requieren mucho más presencia del gobierno en la economía.
Las proclamas ideológicas falsas han copado el debate público sobre la regulación y nos han cegado ante la gran variedad de opciones sobre las que en realidad podemos elegir. Sin esas proclamas, ¿qué sería lo que guiase la política regulatoria? ¿Qué tipo de alternativas tendríamos?
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Las patentes y la protección de los derechos de reproducción son buenos ejemplos de políticas gubernamentales oscurecidas en este debate. Son mecanismos de regulación, no el «libre mercado».
No importa que llamemos «propiedad» a las patentes o al copyright, ni siquiera que tengamos una cláusula en la Constitución que autorice al Congreso a garantizar patentes y copyrights. Imaginemos que se diese a los trabajadores de la industria automovilística un derecho de propiedad sobre su puesto de trabajo, un derecho que incluso pudiesen vender. ¿Diría nadie que ese derecho sobre un puesto de trabajo es parte del libre mercado?
Las patentes y los copyright son protecciones garantizadas por el gobierno y diseñadas para un propósito público específico, como señala la Constitución: «para promover el Progreso de la Ciencia y de las Artes útiles». Pero garantizar derechos de propiedad intelectual es sólo uno de los muchos mecanismos para llevar a buen término ese importante bien público. Si las patentes o los copyright son o no la forma más efectiva de promover las artes y la las ciencias es una cuestión empírica. Y la respuesta puede variar según las distintas circunstancias sociales y económicas.
Sin embargo, no podremos tener una discusión seria sobre los relativos méritos o desventajas de las patentes y los copyright hasta que no reconozcamos que se trata de políticas públicas y no de rasgos intrínsicos del mercado. Los debates tanto sobre las patentes como sobre los copyright se han visto enormemente distorsionados por el hecho de no ser capaces de reconocer esa obviedad.
En el caso de la protección a las patentes, las disputas suelen aparecer en relación a la prescripción de medicamentos. Si los medicamentos se vendieran en un libre mercado (es decir, sin la protección de las patentes), la inmensa mayoría de ellos se venderían por solo unos dólares. Wal-Mart y otras cadenas de grandes almacenes que venden medicamentos están ofreciendo genéricos por menos de 10 dólares por receta – sabemos que estos medicamentos pueden producirse de forma segura y venderse provechosamente a precios bajos.
Los medicamentos que están disponibles como genéricos no se diferencian químicamente de sus contrapartidas de marca, que suelen venderse por cientos de dólares cada receta. La única diferencia es que éstos últimos disfrutan de un monopolio garantizado por el gobierno. Las patentes son pues una política gubernamental que de hecho sube los precios de los medicamentos en más de un mil por cien respecto al precio de un mercado libre.
Reconocer esto debería ser el punto de partida de cualquier debate sobre qué políticas llevar a cabo. La siguiente pregunta es si esta política destinada a apoyar la innovación es el mejor mecanismo para financiar la investigación y el desarrollo de nuevos medicamentos. Lo que está claro es que no es el único.
El gobierno podría, por ejemplo, sostener la investigación farmacéutica mediante un sistema de precios mediante el cual compra patentes sobre medicamentos y luego los pone a disposición del público de manera que los medicamentos recién desarrollados podrían ser producidos y vendidos como genéricos.
Cuando dejamos de lado la ideología, vemos como se trata de un debate entre dos estrategias para mantener los precios de los medicamentos bajos.
Alternativamente, el gobierno podría pagar por la investigación inicial y hacer de todos los descubrimientos y patentes algo totalmente público. De hecho ya gasta 30 mil millones de dólares al año financiando investigación biomédica a través de los Instituto Nacional de Salud (NIH, por sus siglas en inglés – N. del T.), una cantidad al menos tan grande como la que la industria farmacéutica sostiene que invierte en su propia investigación. Las innovaciones del NIH son muy respetadas, y casi todos los observadores coinciden en que, en términos generales, el dinero está muy bien gastado. Mientras que el NIH se centra en la investigación básica (lleva a cabo también algo de investigación farmacéutica en las últimas etapas, incluyendo test clínicos), no hay a priori ninguna razón por la cuál el gobierno no pueda simplemente doblar su compromiso con la investigación biomédica para así reemplazar la que actualmente se sostiene mediante patentes monopolísticas.
Pero puede que el gobierno quiera usar un sistema distinto para fomentar el desarrollo de nuevos medicamentos. Puede que elija establecer un pequeño grupo de contratistas principales, que posteriormente externalizarían el uso de los fondos para investigación y así minimizar la interferencia política el su utilización. Independientemente de la estructura que vaya a tomar el programa en cuestión, la expansión de la financiación pública directa es claramente posible.
Habría así también un gran beneficio social además del de reducir el precio de los medicamentos al de su coste marginal. Eliminar las enromes rentas monopolísticas derivadas de las patentes sobre medicamentos acabaría con los incentivos de las compañías farmacéuticas para meter en el mercado como sea productos que no son especialmente beneficiosos, e incluso perjudiciales. Ni habría incentivos para ocultar descubrimientos científicos que sugieran que un medicamento no funciona demasiado bien. Aún más, al hacer de dominio público todos los descubrimientos, de modo que los científicos puedan rápidamente aprovechar la investigación de otros, el proceso de innovación farmacéutica posiblemente se acelere.
Si un sistema de adquisición pública de patentes o de financiación pública directa sería preferible al actual sistema de patentes es lógicamente algo debatible; pero lo importante es que las patentes son solamente un mecanismo entre los muchos que pueden potenciar la investigación farmacéutica. Y uno que requiere garantizar enormes rentas monopolísticas a las grandes empresas del sector.
Es importante dejar claro que las patentes son de hecho una forma de regulación, pues ha habido muchas ocasiones en las que la regulación de los medicamentos se ha convertido en un tema importante, y se ha acusado a los que desearían una caída de los precios como enemigos del libre mercado. Por ejemplo, las actuales presiones para que Medicare (institución parecida a la Seguridad Social española – N. del T.) negocie menores precios para los medicamentos que compra como parte de sus prestaciones médicas, es considerada ampliamente como una interferencia en el libre mercado. Incluso el New York Times y otros medios de comunicación muy respetados suelen presentar la cuestión de Medicare – precios negociados como un debate entre defensores del libre mercado contra partidarios de la intervención estatal. Pero cuando dejamos de lado la ideología, vemos como se trata de un debate entre dos estrategias reguladores para mantener bajos los precios de los medicamentos.
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Ocurre algo parecido con los copyright, aunque en este caso el derroche económico es incluso mayor y las medidas reguladoras incluso más perversas. En la era de Internet, casi cualquier material impreso o grabado – música, películas, libros, video juegos – puede ser transferido instantáneamente a cualquier lugar del mundo y con un coste casi nulo. Sin embargo, en vez de dejar a la gente que se beneficie totalmente de esta tecnología, el gobierno ha lanzado un rocambolesco despliegue de nuevas leyes y restricciones diseñadas para hacer más difícil, y legalmente más arriesgado, el pasarse material que esté sujeto a copyright.
Así como con las patentes farmacéuticas, los copyright cumplen una función pública importante. Proveen un incentivo para la producción de trabajos artísticos y creativos. Pero para proteger los copyright, el gobierno ha puesto en marcha un agresivo régimen de sanciones para incluso las transgresiones más pequeñas. Por ejemplo, una mujer de Minnesota tuvo que afrontar una multa de más de 200 mil dólares por permitir que la gente se descargase música de su ordenador. Se ha dicho a las universidades que pongan vigilancia en las residencias para asegurarse de que los estudiantes no estén bajándose material protegido por copyright, y se las ha animado para que den clases dónde se enseñe que está mal hacer copias no autorizadas de material con derechos de reproducción.
El gobierno ha prohibido repetidamente la producción de varios tipos de hardware hasta que ha sido posible instalar protecciones para evitar la copia de material protegido con copyright. Ha impedido el desarrollo de software que pueda romper las protecciones de copyright. En una ocasión un científico ruso que trabajaba en el campo de la informática fue arrestado por el FBI después de dar una conferencia en la que describía una forma de sortear un tipo de protección de copyright.
La lista de medidas gubernamentales extraordinarias que se han llevado a cabo para proteger la protección del copyright es interminable. Y sorprendentemente, dichas medidas nunca se describen como una forma de intervención reguladora. Se tratan como medidas necesarias para proteger la legalidad del copyright. Sin embargo, así como las patentes no son la única forma de fomentar la innovación, un monopolio garantizado por el estado mediante una extensa legislación y muy duras penas no es la única forma de fomentar la creatividad.
Una gran cantidad de trabajo artístico y creativo ya se lleva a cabo gracias a mecanismos que no dependen de la protección que brindan el copyright. Las fundaciones privadas son una alternativa de financiación muy importante, así como los fondos más reducidos de programas estatales como el National Endowments for the Arts and Humanities. Las universidades y sus facultades posiblemente sean ya la mayor fuente de financiación que no depende de los copyright. A los profesores se les exige llevar a cabo investigación y publicarla además de su actividad lectiva normal.
Es fácil imaginar sistemas para aumentar el apoyo al trabajo creativo y artístico que no estén dentro del régimen de copyright. Por ejemplo, sería posible diseñar un pequeño crédito impositivo para quienes o bien apoyen directamente actividades creativo o bien contribuyan a organizaciones que lo hagan. El crédito podría aplicarse después de las deducciones por donaciones sin ánimo de lucro o caritativas. Incluso un crédito impositivo muy modesto por ejemplo de 100 dólares por persona) – de modo que los contribuyentes pudiesen asignarlo a un artista, escritor, músico, o productor cinematográfico que eligieran – posiblemente fuese suficiente para financiar todo el trabajo actualmente sostenido mediante copyright.
Pero siendo honestos, rara vez ninguna de la partes argumenta en contra de la regulación como tal. La verdadera cuestión es qué estructura toma la regulación y su impacto en los resultados económicos, especialmente la distribución de la renta.
Las alternativas al copyright son viables y probablemente mucho más eficientes que el propio sistema de copyright. Y remplazarían un gigantesco despliegue de medidas coercitivas que pueden ser perfectamente vistas como una intervención innecesaria del gobierno en la economía.
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Un último ejemplo de excesiva regulación estatal, y nunca tratado como tal, es el proyecto de ley sobre insolvencia que aprobó el Congreso en 2005. Dicho proyecto de ley endureció sustancialmente las condiciones que se imponen a la gente para acceder a la protección que conlleva declararse insolvente, haciendo de ella una opción mucho menos atractiva.
El debate público sobre el proyecto de ley se plasmó en una caricatura de liberales vs. conservadores que distorsionó totalmente lo que realmente se estaba dirimiendo. La posición liberal se decantaba por una cierta compasión hacia la gente que se declara insolvente; se basaba en estudios que mostraban como una gran mayoría de las personas que se arruinan no es porqué hayan despilfarrado y acumulado deliberadamente enromes deudas en su tarjeta de crédito, sino más bien porque les han pillado malos tiempos debido a la pérdida de su empleo, a haber caído enfermos o a que se ha roto su familia. Quienes se oponían pues a endurecer las condiciones sostenían que esta gente necesita y merece el respiro que la declaración de insolvencia permite.
La posición conservadora se centró en cambio en la responsabilidad individual. Nadie le fuerza a uno a endeudarse; la gente voluntariamente elige hacerlo. Todo el mundo sabe que los imprevistos ocurren. Aquellos que ahora pidan la protección de la insolvencia deberían haber tomado precauciones.
Esta versión del debate sobre la reforma de las regulación de la insolvencia les resultó sin duda coherente a aquellos que se inclinan por aceptar que a la gente le va bien o mal debido en gran medida a sus propias acciones, pero lo más importante es que oscureció la verdadera cuestión a la que se dirigía el proyecto de ley: ¿en qué medida debe el gobierno hacerse cargo de las facturas impagadas de la gente? En esta historia quién está buscando la ayuda del gobierno son los acreedores, no los deudores.
Bajo la anterior ley sobre insolvencia, los acreedores podían reclamar casi todos los activos de sus deudores y en algunos casos incluso tenían derechos sobe los futuros ingresos. La nueva ley amplió muchísimo esos derechos sobre os ingresos futuros de los deudores. Ello significa que el gobierno estará en el futuro mucho más metido en la tarea de gestionar deudas de lo que lo ha estado hasta ahora, posiblemente controlando los salarios de millones de personas insolventes que aún deban algo a sus acreedores (para aquellos que se preocupan por los incentivos negativos que producen los impuestos, vale la pena poner de manifiesto que deducir una cuantía de la nómina para pagar a los acreedores produce el mismo tipo de desincentivo al trabajo).
Además el razonamiento sobre la responsabilidad individual podría aplicarse por igual a los acreedores como se hace con los deudores. Una parte importante de llevar bien un negocio implica saber cuándo conceder crédito. Nadie obligó a nadie a conceder créditos a aquellos que luego se declararon insolventes. Sencillamente juzgaron mal al dar crédito a personas a las que era arriesgado hacerlo. ¿Por qué debería el gobierno ayudar a quienes no supieron cuantificar bien los riesgos de dar créditos? La batalla ideológica sobre el proyecto de ley resultó ser una distracción. Era en realidad un esfuerzo por involucrar más al gobierno en ayudar a los bancos. Así de simple.
Los otros casos en los que su puede esperar que la posición conservadora implique una mayor presencia del gobierno en la economía que la posición liberal abundan. Durante años, Ben and Jerry’s Homemade ha estado afrontando intentos de los gobiernos estatales para prohibirles que etiqueten los productos lácteos como libres de hormona del crecimiento bovina recombinada (rBGH). Algunos grupos de presión asociados con la industria lechera sostiene que el etiquetar como «libre de rBGH» implica que las hormonas bovinas del crecimiento son dañinas, lo que no ha sido dictaminado por la Food and Drug Administration (organismo federal que regula el control sobre alimentos y medicamentos – N. del T.). Obviamente, Ben and Jerry’s Homemade no está tratando de impedir que sus competidores sostengan que sus helados son innocuos. Está tratando de decir la verdad sobre sus propios helados.
En el mismo sentido, el Departamento de Agricultura (USDA, por sus siglas en inglés) recientemente prohibió a una industria de envasado de carne que analizase sus propios productos por si tenían la enfermedad de las vacas locas. La empaquetadora había intentado hacer analizar privadamente toda su materia prima, mientras que el USDA comprueba sólo el 1% de todas las reses. Pero el USDA, diciendo que si en un caso se analizaba todo el stock ello iba a llevar al público a cuestionar la seguridad del resto de la carne, tomó medidas para impedirlo.
Pero siendo honestos una vez más, ninguna de la partes vuelve a argumentar en contra de la regulación como tal. La verdadera cuestión es de nuevo qué estructura toma la regulación y su impacto en los resultados económicos y la distribución de la renta.
Volvamos a la cuestión de la crisis financiera con eso en mente. Durante las décadas que han precedido el colapso financiero, la regulación destinada a proteger el público y garantizar la estabilidad del sistema financiero se debilitó ostensiblemente, pero el sistema estaba (y está) bastante lejos de ser desregulado.
La regulación clave que sigue en pie es la doctrina del «demasiado grande para hundirse». En esencia, lo bancos y otras instituciones financieras tomaron enormes riesgos con una garantía implícita de que sus acreedores podrían contar con la protección de gobierno si las cosas iban mal. Para todos excepto para los acreedores de Lehmann Brothers y los principales accionistas de Fannie Mae y Freddie Mac, dicha creencia resultó ser correcta.
Esta concesión partidaria no es desregulación. Si los que han estado fijando la política financiera las últimas décadas hubiesen estado realmente interesados en la desregulación, habrían garantizado a los mercados financieros que las instituciones financieras que hiciesen malas inversiones se quedarían de patitas en la calle y que a sus acreedores se les habría acabado la suerte. La Reserva Federal y el Tesoro habrían advertido que los inversores estaban actuando bajo su propia cuenta y riesgo cuando depositaban su dinero en Bear Stearns, AIG y compañía.
En cambio en un contexto de «demasiado grande para hundirse», la eliminación de restricciones al apalancamiento (a los bancos de inversión se les permitió un ratio de endeudamiento de 40 a 1 sobre su capital, comparado con el 10 a 1 que se les permite a los bancos comerciales), y la relajación de otras medidas preventivas (el valor nominal de los credit default swap o CDS, un nuevo tipo de derivados, creció más de 70 billones, con «b», de dólares en un mercado casi totalmente desregulado), dieron básicamente a los bancos carta blanca para apostar con el dinero de los contribuyentes.
Los bancos hicieron exactamente lo que predice la teoría económica. Asumieron grandes riesgos, hipotecándose ellos mismos hasta el cuello comprando activos muy cuestionables, sabiendo que iban a seguir ganando durante tanto tiempo como siguiese creciendo la burbuja inmobiliaria. Y lo hicieron con la complicidad servicial de los fondos de pensiones, los hedge funds y el resto de inversores, porque sabían que el gobierno les iba a rescatar si las cosas iban mal.
La desregulación puede ser una posición de principio sostenida por aquéllos que realmente creen en el libre mercado. Pero en Wall Street lo que se quería era una regulación parcial y partidaria, que les proveyese de una enrome manta de protección estatal sin costes ni condición alguna. Nadie de Citigroup, Goldman Sachs o J.P. Morgan fue nunca al Congreso a pedir explícitamente que se acabase con la doctrina del «demasiado grande para hundirse». Y mientras mucha gente en Wall Street perdía su trabajo cuando estalló la burbuja, las decenas o centenares de millones de dólares que ganaron los altos ejecutivos de los bancos durante los buenos tiempos son suyos y están a buen recaudo. Incluso habiéndose colapsado el mercado, la gran mayoría de ellos estén posiblemente mejor de lo que habrían estado si hubiesen trabajado honestamente durante la última década.
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Si el auténtico debate es sobre el tipo más que la extensión de la regulación, ¿entonces por qué siempre se plantea en términos de lo segundo? Para los conservadores, la respuesta es obvia. Muchos americanos comulgan con la diea del libre mercado y tienen una fuerte aversión hacia el gobierno. La fe en el gobierno va y viene, incluso en las épocas más liberales. Casi siempre va a ser ventajoso pues asociar una posición política con el libre mercado.
No es tan claro por el contrario porqué los liberales iban a aceptar tan amablemente una caricatura de sus posiciones tan perjudicial. La respuesta requiere horadar un poco más a fondo en qué implicaciones tienen su postura respecto a la naturaleza y resultados de la dinámica económica. Como los conservadores, los liberales generalmente aceptan que la gente triunfa gracias a sus habilidades y trabajo duro, con una pequeña dosis de suerte de por medio. La principal diferencia entre las visones liberal y conservadora de la economía es que los liberales están dispuestos a creer que mucha gente tiene que afrontar serias dificultades para salir adelante, y no tiene de hecho las mismas oportunidades que quienes provienen de un entorno con mayor riqueza. Los liberales suelen también sentirse culpables por esa diferencia en las oportunidades de la gente, y por ello apoyan medidas políticas que ayuden a reducir esa brecha y mejoren las condiciones de aquellos que están peor. Sin embargo, muchos liberales siguen aceptando la proposición básica de que la distribución de la renta se decide fundamentalmente en el mercado, y no mediante decisiones políticas como las patentes, los copyrights o las leyes sobre insolvencia.
¿Pero que ocurriría si aceptas la idea de que casi la totalidad de la economía se encuentra moldeada por multitud de decisiones políticas que podrían cambiarse fácilmente? Los banqueros de inversión se hicieron inmensamente ricos porqué el gobierno les proporciona el refugio de la doctrina del «demasiado grande para hundirse» pero no les impone a cambio ninguna regulación preventiva seria. Bill Gates se hizo increíblemente rico porqué, a través de patentes y copyrights, el gobierno le está dando un monopolio sobre los sistemas operativos que usan (o usaban) el 90% de los ordenadores del mundo. A los médicos se les paga bien porqué, al contrario que otros trabajadores menos politizados, disfrutan de protección ante la competencia internacional. Y lo mismo ocurre con los abogados y otros profesionales altamente remunerados. Los altos salarios dependen menos de la pericia o el trabajo duro y mucho más de la habilidad para estructurar el mercado laboral de formas que los trabajadores de la industria textil o los conductores de taxi no pueden.
Hay una larguísima lista de requisitos legales para la profesionalización en diversos trabajos (y muchos de los cuales nada tiene que ver con mantener los estándares de calidad) que hace difícil para los profesionales de fuera venir a trabajar a EEUU. Mientras que acuerdos comerciales como el NAFTA (North American Free Trade Agreement) han sido diseñados explícitamente para eliminar las barreras institucionales que obstruyan la inversión en los países en vías de desarrollo y potenciar la libre circulación de mercancías que llegan de vuelta a EEUU, no ha habido ningún esfuerzo comparable para reducir o eliminar las barreras que impiden a los profesionales altamente cualificados de esos países venir a ejercer en EEUU. Algunos profesionales ambiciosos de los países en desarrollo se las arreglan para sortear esas barreras, pero sus homólogos de los EEUU siguen gozando de mucho mayor grado de protección ante la competencia internacional que los trabajadores menos cualificados.
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El planteamiento de menos-o-más regulación sostiene la premisa de que hay ahí fuera y a priori un mercado desregulado, y de que algunos de nosotros queremos reinar en dicho mercado desregulado mientras otros preferirían dejarlo como está. Esta visión es consistente con la idea de que las grandes desigualdades de renta aparecen como resultado de las fuerzas del mercado. Pero como ilustran los anteriores ejemplos, nadie está en realidad hablan de un mercado desregulado – más bien estamos todos hablando de a quién va a beneficiar la regulación. La distribución de la renta no ha precedido nunca la intervención del gobierno.
El estado está siempre presente, llevando los beneficios en distinta dirección dependiendo de quién está al mando. Aceptar esta caracterización de la realidad económica ofrece un punto de partida político mucho más adecuado para hablar de una regulación progresista. Después de todo, los conservadores quieren también la gran mano estatal metida en el mercado. Sencillamente se trata de que los beneficios fluyan luego hacia los de arriba.
Esta visión comprehensiva de la regulación pone en el punto de mira todo el tinglado, incluidos los altos salarios de muchos de los que sostienen posiciones liberales. ¿Quieren los liberales realmente que todo el mundo pida el mismo trato y se quiten por tanto las barreras comerciales para servicios médicos o legales como hacemos con las de los tejidos o los coches? Los liberales sacan también tajada de la ofuscación que implica el debate en términos de más-o-menos regulación.
Con todo, la catástrofe producida por la desregulación parcial y partidaria de la industria financiera, junto con una larga lista de regulaciones fracasadas en otros ámbitos de la economía, va a llevar sin duda a un importante replanteamiento de la política regulatoria en los próximos años. Queda por ver si este replanteamiento irá o no más lejos del debate habitual. Sabemos que cuando salgamos de la actual crisis la economía estará extensamente regulada. La pregunta es, ¿para beneficio de quién?
Dean Baker es codirector del Center for Economic and Policy Research.
Traducción para www.sinpermiso.info: Xavier Fontcuberta