La oleada de rebajas, saldos, ofertas irresistibles y demás ofertas que están surgiendo a nuestra vera nos traen a la actualidad el viejo debate sobre el precio de las cosas, y su confusión eterna con el valor de las mismas. El bajo coste, que hoy convive ya con la exclusión creciente, ahí es nada, desfigura […]
La oleada de rebajas, saldos, ofertas irresistibles y demás ofertas que están surgiendo a nuestra vera nos traen a la actualidad el viejo debate sobre el precio de las cosas, y su confusión eterna con el valor de las mismas. El bajo coste, que hoy convive ya con la exclusión creciente, ahí es nada, desfigura ese entuerto, que tiene mucho de debate moral, para volcarse en la venta, porque ésta urge, sin reparar en más necesidad que la de dar salida a los stocks y reanudar el ciclo del consumo.
El consumo como finalidad, y su impulso como guía de acción programática que nos convierte a todos en clientes y potenciales receptores de los productos. Ya sabemos que nuestro modelo de producción ha llevado a sus últimas consecuencias la conversión de cada segundo de nuestro tiempo en una probable oportunidad para innovar y vendernos algo. Somos la civilización más mercantilizada de la Historia, hasta el punto que, más que individuos, se nos considera capital humano, segmentos o nicho de mercado: el lenguaje nos delata, y nuestra cosificación es tan alarmante que bien podría merecer un rescate global, como ahora se dice, la humanidad que aún debemos llevar dentro.
El bajo coste no es sino una constatación de que los valores y su precio andan extraviados. La contracción económica a la que el Mundo parece abocado ha puesto sobre la mesa la enorme sobreproducción de nuestro también gigantesto sistema. La expansión crediticia dio rienda suelta al despegue fabril, y desbarató las previsiones moderadas para generar la ilusión de la competitividad permanente y radiante, una de cuyas consecuencias ha sido la creación del homo digitaliensis, la renovación prematura del vehículo junto al correspondiente adosado para algún exclusivo grupo social, o el permanente ir y venir motorizado que nos traemos, prueba segura de que no estamos cómodos en las urbes, cuya condición de lugar sin tierra o vida no ajardinada ha resultado devastadora para cohortes importantes de población.
Una vez que culmina la expansión, y se sucede la quiebra, queda la gran ola de productos, que tornan ahora a ser de bajo coste, para intentar acomodarlos en los ya atestados armarios, surgiendo el dos por uno, que busca realimentar la noria de la producción. Buena parte de los impulsos y esfuerzos van dirigidos a ese aciago intento de reproducir los argumentos que nos han traído aquí.
El low cost tiene la perversión de la distracción sobre los valores más cercanos a los costes reales, y sobre la consideración que debemos hacer de las cosas, su utilidad y pertinencia en nuestras vidas. Como la publicidad nos recuerda, parece que sin ellas no somos nadie, más aún cuando su precio se convierte en tentador.
Pareciera que la austeridad y el ahorro familiar tuvieran mala estampa en esta era, por más que han demostrado inmanente utilidad durante tantas generaciones. Y quizás debamos preguntarnos si el bajo coste no nos esté trayendo un alto precio, que nos lleva de caminito por el centro comercial, convertidos en autómatas de la inyección de consumo que tan patriota parece ser ahora, y haciéndonos olvidar que esta crisis surge como oportunidad, que estamos dejando pasar de largo, para rediseñar prioridades, valores, precios y normas de convivencia – producción, hoy tan de saldo como nuestra propia tienda global.