Corremos el riesgo de que el horror reflejado en el informe que desvela los abusos a que fueron sometidos miles de niños y adolescentes durante siete décadas en centros religiosos de Irlanda nos impida llegar a alguna conclusión que ya tendría que ser evidente en sociedades democráticas.
La parte que con mayor facilidad mueve a indignación del informe es aquella que detalla los testimonios de abusos sexuales. Pero ello no tendría que nublar que en él se describe un sistema completo de terror puesto deliberadamente en marcha para formar a ciudadanos temerosos y dóciles ante la autoridad. No deberíamos olvidar que ese sistema de enseñanza se inserta en la visión del «pueblo de Dios» que aspira a edificar desde tiempos inmemoriales la Iglesia católica sobre las cenizas de la libertad y la dignidad humanas.
Para nadie medianamente enterado de cómo aligeran sus almas los vendedores de parcelas en el Paraíso supondrá una sorpresa la depravación de centenares de religiosos. La morbosa incontinencia clerical quedó para siempre retratada en El Decamerón o, entre nosotros, en el genial Libro del buen amor, del Arcipreste de Hita. La claustrofóbica y estúpida crueldad de los centros de enseñanza de la Iglesia fue narrada, entre otras muchas, en la novela A.M.D.G. , de Ramón Pérez de Ayala -cuyas insuficiencias literarias propias de obra de juventud han sido en mi opinión injustamente exageradas por la crítica más reciente. También en unos cuantos excelentes relatos de Juan García Hortelano. Bien está, no obstante, que un informe oficial confirme lo que todo el mundo sabía, y mejor estará si alguna vez nuestras autoridades se atreven a encargar la elaboración de un estudio semejante en España.
Pero no podemos pasar por alto que incluso los abusos sexuales no son fruto del desequilibrio de unos cuantos sacerdotes, sino la consecuencia natural -promovida o al menos a sabiendas tolerada- de un engranaje armado de forma consecuente con unos determinados fines y atinente a una ideología reaccionaria y monolítica. Los abusos sexuales sobre niños pobres han sido, al fin y a la postre, una herramienta más de dominio. Así de crudo.
Lo que nos toca pues preguntarnos es si tiene sentido que en una sociedad que pretende ser democrática y laica resulta aceptable que se ceda una parte de la educación, que es asunto público que compete a toda la ciudadanía gestionar colectivamente, a una institución como la Iglesia. En suma, si es aceptable que existan centros de enseñanza de la Iglesia católica -o de cualquier otra-, en los que a una parte de los ciudadanos se les someta a tortura hasta extirpar de sus conciencias la aspiración a ser libres y la dignidad. Ninguna privatización es buena, pero cuando hablamos de la enseñanza, se añade a la injusticia de cualquier otra privatización el hecho sangrante, en tanto en cuanto la mayoría de los colegios privados son religiosos, de regalar a un poder antidemocrático la facultad de moldear a ciudadanos inermes a voluntad. Aún así, lo mismo se podría decir de otras parcelas de la vida social sobre las que la Iglesia ejerce un control desvergonzado con el beneplácito de un Estado que se pretende aconfesional.
La mera tolerancia de la diversidad de creencias religiosas no basta para crear una sociedad laica. Ni siquiera basta con la simple y estricta separación entre la Iglesia y el Estado. En una verdadera sociedad laica, además, ha de ocurrir que ninguna esfera de la existencia que afecte a los ciudadanos sea sometida a la servidumbre de altar alguno.
Después de todo, si su reino es de otro mundo, no deberían necesitar tantas fincas en éste.