Mucho se ha hablado de la necesidad de un cambio en el modelo productivo de la economía española. Sin embargo, no ha sido hasta ahora, sumidos en una crisis casi sin precedentes que ha acabado por enfrentarnos a las miserias del actual patrón de acumulación, cuando lo que era evidente para algunos economistas -cuyas advertencias […]
Mucho se ha hablado de la necesidad de un cambio en el modelo productivo de la economía española. Sin embargo, no ha sido hasta ahora, sumidos en una crisis casi sin precedentes que ha acabado por enfrentarnos a las miserias del actual patrón de acumulación, cuando lo que era evidente para algunos economistas -cuyas advertencias recibían a partes iguales indiferencia y desprecio- se ha revelado como necesario e impostergable hasta para nuestros gobernantes.
La última de las polémicas al respecto fue la que se produjo a mediados de mayo en sede parlamentaria con ocasión del debate sobre el Estado de la Nación. Un debate en el que la discusión sobre el estado de cosas actual, sus causas y responsables fue sustituida por una huída hacia delante por parte del presidente del Gobierno ofreciéndonos como placebo para superar la crisis la apuesta por un nuevo modelo productivo. Una apuesta que llega tarde porque tenía que haber sido realizada mucho tiempo atrás, cuando los desequilibrios de nuestra economía imponían un viraje en el patrón de crecimiento y todavía existían márgenes para un aterrizaje suave y no para esta caída en picado en la que nos encontramos.
Pero, está bien, asumamos que no podemos volver atrás (algo más que evidente desde los tiempos de Parménides) y que es necesario un cambio de modelo productivo (algo también más que evidente desde que la crisis estalló y se cerraron todas las posibilidades de seguir engañándonos nosotros mismos con las bondades ad eternum del milagro económico español).
En ese caso, hay una premisa que resulta básica para que las declaraciones al efecto revistan visos de credibilidad y no se entiendan como mera retórica voluntarista. Y es que un cambio de modelo productivo no es algo que se diseña a golpe de medidas coyunturales que, en su conjunto o aisladamente, carecen de horizonte estratégico.
A estas alturas, creo que cualquiera que siguiera mínimamente el referido debate debe intuir a qué me estoy refiriendo.
Y es que hay que tener muy poco sentido de Estado y mucha voluntad de obtener rédito político a muy corto plazo para acudir a ese debate con una batería de propuestas de lo más heterogénea y desestructurada y vender que se tratan de las bases sobre las que se asentará un nuevo modelo productivo. Un nuevo modelo del que, en el mejor de los casos, sólo se ofrecen grandes líneas que se mantienen en el ámbito de las palabras biensonantes a las que es casi imposible oponerse por principio, ya que entran en el decálogo de lo políticamente correcto tanto para la derecha como para la izquierda, pero que se encuentran vacías de contenido operativo concreto.
Es más, hay que nadar a partes iguales entre la soberbia y la estulticia para pensar que un cambio de patrón productivo se consigue con unas pocas medidas deshilvanadas y sin lograr, previamente, el concierto y el compromiso de todas las fuerzas políticas, económicas y sociales del Estado en torno a las líneas directrices de ese nuevo patrón económico y a la forma de implementarlo.
Así, imagino que como muchos otros ciudadanos tuve que asistir atónito a un debate en el que la grandilocuencia retórica cuando se hablaba del nuevo modelo productivo contrastaba agudamente con la pequeñez de las medidas sobre las que pretendía construirse. Desconcierto que aumentaba cuando dichas medidas iban manifiestamente en contra de aquél (si es que se puede ir en contra de algo que no se ha definido, claro está) o reforzaban algunos de los sectores que han apuntalado el actual patrón de crecimiento en crisis, el mismo que se pretende superar. Como si la realidad pudiera transformarse a golpe de voluntarismo desorientado e improvisación efectista.
¿Con estas alforjas pretenden emprender tan largo viaje?
Si no me creen, basta con realizar un sintético repaso de las medidas planteadas por el presidente del Gobierno. Éstas pueden agruparse en cinco grupos, estando unas orientadas a enfrentar la crisis y otras a sentar las bases del nuevo patrón productivo o, al menos, así se anunciaron.
En primer lugar, el presidente nos sorprendió con el anuncio de una vuelta de tuerca más en la política de contención fiscal mediante un recorte de 1.000 millones de euros en el presupuesto que viene a sumarse al que ya anunció por importe de 1.500 millones en febrero.
Así, en una fase profundamente contractiva del ciclo, con la actividad productiva en mínimos históricos, un crecimiento disparado del número de desempleados y, por lo tanto, con la consiguiente contracción de los niveles de demanda agregada, el gobierno decide retraer su participación en el estímulo de la economía por esa vía. Todo un acierto (y entiéndaseme bien el tono irónico).
Eso sí, haciendo gala de un profundo conocimiento de la lógica que domina la ley del embudo, ese mismo gobierno no duda en reclamar de los ciudadanos que ellos sí mantengan sus niveles de consumo; que no duden en endeudarse si fuera necesario y encontraran un banco dispuesto a financiarlos; alentándolos a asumir que su responsabilidad social en la búsqueda de una salida a esta crisis pasa por rehuir la prudencia y entregarse al despilfarro: que si tienen un coche, que lo cambien; que si no tienen vivienda, que la compren; que si no tienen confianza en el gobierno, que la generen a pesar de todas las pruebas en contra que nos ofrece.
Pero no sólo es eso. También la distribución del recorte en el gasto se centra en lo que cualquier ciudadano entendería que debería ser uno de los ejes básicos de transformación del modelo productivo nacional: la innovación y la investigación. Y así, en todo un derroche de coherencia, el presupuesto ministerial más afectado es, precisamente, el del Ministerio de Ciencia e Innovación que se ve reducido en casi 300 millones de euros, el 30% del ajuste presupuestario total.
Y ello al mismo tiempo que la orientación del gasto público extraordinario frente a la crisis se orienta hacia una industria que tanto contribuye a la sostenibilidad como es la del automóvil, anunciando ayudas que deben financiar parcialmente las Comunidades Autónomas sin haberlo acordado previamente con ellas. La imagen, por tanto, no sólo era de acierto, también de coordinación.
Frente a estas medidas queda fuera de discusión, por ejemplo, la posibilidad de extender la duración del periodo de percepción de prestaciones de desempleo. En esa materia, y en el mejor de los casos, lo máximo que llega a plantearse es que aquellos desempleados que hayan agotado sus prestaciones pasen a un régimen excepcional de carácter no contributivo y más cercano al ámbito de la caridad que al de los derechos sociales. A ver cómo se les explica a éstos la importancia que tiene para la revitalización de la economía las ayudas que se les conceden a los que aún pueden plantearse cambiar de automóvil mientras ellos luchan día a día por la subsistencia.
En segundo lugar, el presidente del Gobierno también parece decidido a cambiar la realidad a golpe de texto normativo y ha decidido que España debe apostar por ser una «Economía Sostenible». Ante lo cual uno no puede menos que preguntarse, ¿exactamente qué significará para él ese concepto? Porque dependiendo de la respuesta habrá que orientar los recursos en uno u otro sentido y siempre desde la conciencia de que la vocación por la sostenibilidad requiere realizar transformaciones profundas en un modelo productivo que si por algo se ha caracterizado hasta el momento es precisamente por su insostenibilidad económica, social y medioambiental.
En ese sentido, resulta cuando menos curioso que esa transformación pretenda acometerse simplemente por la vía de la creación de un Fondo para la Economía Sostenible, que se supone que deberá movilizar recursos públicos y privados por importe de 20 mil millones de euros entre este año y el próximo, y con un Fondo de Inversión Local, por importe de 5 mil millones de euros destinado a obras medioambientales, de desarrollo de la ley de dependencia (sic ) y tecnológicas.
Como puede apreciarse, el batiburrillo de objetivos que se acomodan bajo el paraguas de «Economía Sostenible» y la transferencia parcial de responsabilidades al respecto hacia el ámbito local son elementos suficientemente indicativos de la carencia de un plan estratégico de transformación del modelo productivo al respecto y, siendo maliciosos, hasta de un horizonte claro hacia el que apuntar.
Es más, ¿hasta qué punto puede considerarse que estas medidas apuntan hacia la sostenibilidad cuando al mismo tiempo se sigue estimulando por diferentes vías al sector que en mayor medida ha contribuido a exacerbar la insostenibilidad del patrón de crecimiento económico español?
Y es que el tercer grupo de medidas está orientado hacia el ámbito inmobiliario y, aunque en abstracto podrían ser consideradas adecuadas, en la coyuntura actual muestran la falta de voluntad del gobierno para afrontar la redimensión de un sector hipertrofiado.
De entrada, el presidente propuso el fin de la desgravación fiscal a la adquisición de viviendas para aquellas rentas que superen los 24 mil euros (aunque el umbral está aún por negociar con sus apoyos parlamentarios) a partir de 2011. Con esta propuesta el gobierno trata de incentivar la adquisición de viviendas durante este año y el próximo con el objetivo manifiesto de dar salida al stock existente.
El problema con este anuncio es que ya veremos si en 2011, a un año vista de las elecciones generales, el gobierno se atreverá a hacerlo efectivo.
Por expresarlo en otros términos, esta propuesta constituye un caso típico de lo que los economistas denominamos inconsistencia temporal: en la medida en que este anuncio no se complemente con un compromiso formal e ineludible de cumplimiento de la propuesta anunciada una vez llegado el momento de su aplicación, el gobierno podría estar tratando de alterar las expectativas actuales de los agentes, induciéndoles a comprar inmuebles ahora, pero sin voluntad de aplicar la medida a posteriori, cuando los resultados pretendidos -reactivar el mercado inmobiliario- se hayan conseguido (tanto menor voluntad de aplicación si, además, dicha reactivación no se consigue). Ya se verá hasta donde llega la palabra dada.
Y, por otro lado, el presidente también propuso la mejora de los beneficios fiscales para los propietarios de viviendas que las alquilen, aumentando hasta el 60% la deducción de los ingresos por arrendamiento.
En conjunto, el mensaje no puede ser más claro: compre un inmueble ahora, que están bajando de precio y aún puede beneficiarse de las desgravaciones fiscales, y alquílelo después, que el Estado renunciará después a gravar la mayor parte de sus ingresos por tal concepto. A todas luces una política de lo más progresista, ¿no creen?
El cuarto grupo de medidas implica, en consonancia con esa idea de que todo parece que se puede solucionar por la vía de la reducción de impuestos, una rebaja fiscal: en este caso, para las pequeñas y medianas empresas que verán reducido en cinco puntos su tipo impositivo, del 25 al 20%, siempre y cuando mantengan o aumenten su plantilla en 2009 con respecto a 2008.
Ante esta medida uno no puede dejar de mostrar, nuevamente, un cierto estupor: a aquellas Pymes que presenten beneficios o expectativas de ellos y, en consecuencia, decidan mantener o aumentar su plantilla se le reducen los impuestos mientras que a aquéllas que pudieran necesitar de más ayuda para mantener a la plantilla se las desatiende.
Pero, además, lo más significativo es que este gobierno sigue empeñado en tratar de incentivar el empleo por la vía de la oferta en lugar de hacerlo por la vía de la demanda; sigue ignorando que nos encontramos en una situación de sobreproducción y con una contracción sin precedentes en los niveles demanda que es, a su vez, producto de la contracción del crédito a empresas y familias por parte del sistema financiero. Mientras se siga apoyando a este sector sin condicionar la ayuda recibida a la expansión del crédito las perspectivas de mejora de la economía inducidas desde el gobierno serán mínimas.
Finalmente, el último grupo de medidas está orientado hacia el ámbito de la educación. En principio, uno podría pensar que por fin se ha dado en el clavo por cuanto se trata de un sector estratégico de cara a la modificación del patrón productivo: una mano de obra más cualificada y mejor formada es condición necesaria para reorientar el tejido productivo hacia actividades de mayor valor añadido y, con ello, salir del círculo vicioso de la competencia en costes con países de bajos salarios y menor protección social. Hasta ahí, nada que discutir.
Sin embargo, pensar que las mejoras educativas pasan por entregar ordenadores portátiles a cada alumno de quinto curso de primaria es como pensar que porque se le compra un libro a un analfabeto se le convierte en una persona letrada. En este desastre en el que se ha convertido la educación en España, el presidente del gobierno confunde el instrumento con los contenidos y se olvida de que el uno sin los otros no sirve para nada. Bueno sí, para formar analfabetos funcionales con gran habilidad en el uso del ratón desde pequeños.
Más de lo mismo
Así, una vez que se desmenuzan las medidas con las que el gobierno dice que va a orientar el tránsito hacia un nuevo modelo productivo, nos encontramos con que predomina la retórica voluntarista frente a la planificación estratégica; la búsqueda del rédito político cortoplacista frente a la responsabilidad exigible al estadista que asume tan costosa empresa; el efectismo mediático frente a la reflexión reposada.
Si esos elementos se unen a la incapacidad manifiesta que ha demostrado este gobierno para gestionar la crisis actual desde sus mismos inicios, la resultante no puede ser más que la desconfianza en su capacidad para entender lo que nos estamos jugando en este momento y presentar un proyecto creíble y viable de transformación del modelo de crecimiento de la economía española.
Y es que en tanto no se conozca hacia dónde pretenden llevar a la economía española -más allá de las meras enunciaciones vacías de contenido-, y cómo pretenden hacerlo -presentando para ello un plan estructurado, con medidas tanto de corto plazo como de más largo recorrido pero todas ellas dotadas de una mínima coherencia interna y de un horizonte común-, todo lo demás son brindis al sol, al menos en lo que al nuevo modelo económico se refiere. Que alce la copa quien quiera; yo no me sumo a la fiesta.
Alberto Montero Soler es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga ([email protected]) y puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.