Si el mes pasado la noticia económica que acaparó el debate político fue la necesidad de transformar el modelo económico de este país, tal y como declaró el presidente del Gobierno en el debate sobre el Estado de la Nación, este mes el foco de atención ha estado centrado en el tema impositivo. La decisión […]
Si el mes pasado la noticia económica que acaparó el debate político fue la necesidad de transformar el modelo económico de este país, tal y como declaró el presidente del Gobierno en el debate sobre el Estado de la Nación, este mes el foco de atención ha estado centrado en el tema impositivo.
La decisión del Gobierno de aumentar los impuestos especiales sobre la gasolina y el tabaco constituye la avanzadilla de más cambios en la política fiscal. Unos cambios que trataron de continuarse por la vía de ese penoso intento fallido de elevación del tipo impositivo para las rentas más altas en el IRPF y que, para evitar toda duda, ya ha anunciado la ministra de Economía y Hacienda que se producirán tras el verano, cuando se revisará toda la política impositiva.
La subida de los impuestos especiales constituye, por tanto, la primera piedra de toque de en un cambio en la política fiscal y ha tratado de venderse de diversas formas: desde que buscaba igualar los tipos impositivos sobre esos productos a la media europea; a que estaba orientada a desincentivar el consumo de productos nocivos y que, por lo tanto, su finalidad era preservar la salud de los ciudadanos; o a que era una forma de contribuir a una economía más sostenible (aunque, si esa fuera la razón, no estaría mal un poco de coherencia: no se puede estar argumentando que se eleva el impuesto sobre los combustibles para hacer que la economía sea más sostenible y, con la otra mano, subvencionar la adquisición de los vehículos cuyos motores consumen ese combustible).
En cualquier caso, lo que no se ha planteado abiertamente es que las subidas pudieran tener simplemente finalidad recaudatoria, es decir, que estuvieran orientadas a tratar de aumentar los ingresos fiscales para hacer frente al tremendo incremento del gasto público con el que el Gobierno está tratando de hacer frente a la crisis. Eso, como cualquiera puede suponer, hubiera sido políticamente incorrecto en unos tiempos en los que se ha instalado en la conciencia colectiva que cualquier tipo de desviación de la renta personal hacia las arcas estatales con finalidad redistribuidora debe ser considerada como un sacrilegio.
Sin embargo, esta crisis está acabando por poner las cosas en su sitio y enfrentar a cada palo con la vela que aguantaba.
De entrada, alguien debería explicarnos por qué si hasta hace nada «bajar impuestos era de izquierdas», como proclamó en su momento Rodríguez Zapatero, ahora la política de izquierdas es sólo mantener el gasto social. Que no digo que ésta no lo sea; pero sí digo que aquélla no lo es.
Y no lo es porque mantener una política social potente, redistribuidora de recursos, que promueva la igualdad de oportunidades y permita reducir a su mínima expresión las múltiples formas de exclusión social existentes en nuestra sociedad, también requiere, necesariamente, de una política impositiva potente de carácter progresivo.
Así, cuando el PSOE promovía su política de reducción de impuestos estaba rechazando, implícitamente, la posibilidad de reducir el diferencial de gasto social en porcentaje del PIB que nos distancia aún abrumadoramente de Europa y estaba apostando, en su defecto, porque fuera la distribución primaria de la renta generada en los mercados la que se convirtiera en la principal fuente de bienestar para aquéllos que, lógicamente, pudieran participar en los mismos.
Por decirlo más claramente, estaba apostando básicamente por una retirada del Estado de una de sus tareas fundamentales: la redistribución de la renta con fines de mayor igualdad y justicia social. Objetivo básico de cualquier partido socialdemócrata contemporáneo que no haya incurrido en la tentación de asumir como propios algunos de los principios neoliberales dominantes durante estas últimas décadas que acabaron por fraguar el pensamiento único que nos circunda, tan útil para políticos sin pensamiento propio.
Si ahora Zapatero fuera consecuente con aquella simpleza que se permitió proclamar cuando aspiraba a la presidencia del Gobierno, lo que debería estar haciendo es reducir los impuestos, como desearían tanto la oposición como la patronal. Y si no lo hace es porque se acaba de dar cuenta que para aplicar políticas sociales progresistas necesita también de mayores ingresos fiscales.
El círculo cuadraría si ahora entendiera que las políticas impositivas tendrían que ser también de izquierdas y no de derechas como las que ha venido aplicando en los últimos años.
Quitando con la derecha…
En efecto, el perfil que ha adoptado la política fiscal en su vertiente impositiva durante estas dos últimas legislaturas ha acentuado la naturaleza regresiva que ya le imprimió el Partido Popular durante las dos anteriores.
De esa forma, el PSOE lleva tiempo incurriendo en el despropósito de promover políticas sociales progresistas que necesitan de recursos públicos manteniendo, al mismo tiempo, políticas impositivas francamente regresivas y que no hacen sino mermar la disponibilidad de dichos recursos.
Y es que no se pueden hacer políticas de izquierdas por la vía del gasto e intentar financiarlas con políticas de derechas por la vía de los impuestos porque cuando la crisis aparece, como es el caso, las contradicciones acaban por manifestarse y mostrar las vergüenzas de una política fiscal sin ninguna vocación redistribuidora y diseñada exclusivamente para tiempos de bonanza económica.
Son múltiples los ejemplos de este despropósito en materia fiscal. Baste recordar, por ejemplo, la reforma del IRPF de 2006 cuando bajó el tipo máximo para las rentas más altas del 45 al 43%; o la deducción de los 400 euros del IRPF para todos los contribuyentes con independencia de su nivel de renta; o, sobre todo, cómo se redujo claramente la presión fiscal para las rentas más altas con la eliminación del Impuesto sobre el Patrimonio en 2008.
Precisamente, esta última medida fue una de las más polémicas y regresivas de las que ha aplicado el gobierno socialista en materia fiscal. Tanto más cuanto quienes estaban obligados a tributar por ese impuesto han dejado de hacerlo en este año 2009, cuando tan necesitado de recursos se haya el gobierno y cuando para allegarlos ha sustituido ese impuesto directo por la subida de la imposición indirecta sobre el tabaco y la gasolina.
Porque, aunque no exista un vínculo directo entre una y otra decisión, lo que es indiscutible es que el gobierno decidió eliminar en su momento un impuesto directo como es el Impuesto sobre Patrimonio, con una recaudación esperada para el ejercicio 2008 estimada en 1.800 millones de euros, y ahora, ante la falta de recursos, en lugar de reintroducirlo ha optado por elevar dos impuestos especiales de carácter indirecto que supondrán, se espera, ingresos por valor de unos 1.100 millones de euros en el caso de los hidrocarburos y de unos 1.220 millones para el del tabaco.
De esa forma, al cambiar las figuras tributarias se ha conseguido que aunque la presión fiscal apenas se modifique en términos globales sí lo haga de forma significativa entre los distintos estratos de renta. Ahora afecta proporcionalmente más a quienes más gasto dedican a esos dos productos en relación con su renta puesto que tienen que pagar un porcentaje mayor de ella en forma de impuestos.
Y es que mientras que los impuestos indirectos afectan a todos aquellos que consumen el bien o servicio gravado con independencia de cuál sea su nivel de renta, el Impuesto sobre el Patrimonio lo pagaban quienes alcanzaban un patrimonio de más de 150 mil euros al año. Además, con la ventaja de que era un impuesto que tenía una estructura muy progresiva ya que, por ejemplo, para el año 2004 (último ejercicio para el que hay datos) el 73% de la recaudación tenía como origen a tan sólo el 20,6% de los declarantes, que poseían un patrimonio individual superior a los 650 mil euros. Es más, el 61,3% de la recaudación la pagaron tan sólo el 6,6% de los declarantes (menos de 60 mil personas) que poseían un patrimonio superior a 1.150.000 euros.
Como hemos señalado, con la eliminación de ese impuesto se han dejado de recaudar en torno a 1.800 millones de euros que ahora hubieran sido muy necesarios. Por ello, no deja de resultar paradójico escuchar a la ministra Salgado afirmar que la subida de los impuestos sobre el tabaco y el alcohol se haya hecho porque se ha tenido «muy en cuenta la necesidad de aportar más fondos a la Ley de Dependencia» (para cuya entrada en vigor se aprobó una dotación inicial de 1.200 millones de euros) cuando, precisamente, esos mismos fondos ya estaban disponibles; bastaba con haber mantenido el Impuesto sobre el Patrimonio y, si se quería, haber aumentado también los otros. Ambas medidas no son incompatibles.
En cualquier caso, aunque al final los recursos se hayan conseguido, ese cambio en la estructura impositiva ha dado lugar a que los fondos no fueran aportados por quienes más riqueza acumulan en este país; los mismos que, además, han visto cómo se ha reducido la presión fiscal sobre ellos.
Si eso no es regresividad fiscal, que venga Solchaga o Solbes y nos lo explique.
…y dando poco con la izquierda.
Pero, lo más grave es que todo ello contrasta marcadamente con el discurso que en términos de esfuerzo en gasto social realiza el gobierno reivindicándolo permanentemente como su seña de identidad en tanto que partido político que se define a sí mismo como de izquierdas.
Un discurso que se contradice con la realidad que nos muestran los datos en materia de gastos sociales. Así, como escribía hace unos días, creo que a este gobierno se le debe reprochar el limitado esfuerzo realizado durante los años de crecimiento económico que han precedido a esta crisis cuando no se aplicaron políticas fiscales de la suficiente potencia redistributiva como para alterar significativamente la distribución de la renta y la riqueza en este país y para acercarnos a los estándares de provisión de bienestar público de nuestros socios europeos más avanzados.
El hecho de fomentar una política fiscal que buscaba incrementar la renta disponible para los ciudadanos vía reducciones impositivas en detrimento de los ingresos públicos se encuentra, así, en la base de que, según los datos de Eurostat más recientes (para el año 2006), España dedicara 5.163 estándars de poder adquisitivo per cápita mientras que la media de la Unión Europea a 15 era de 7.278 estándars, por no hablar de los casi 9.100 que dedica Holanda, los casi 9.000 de Suecia o los 8.200 de nuestros vecinos galos.
Y es que no debemos ocultar que, durante estos años, el gasto en protección social en España, aunque ha crecido en términos absolutos, apenas lo ha hecho si se valora en términos de porcentaje del PIB. Así, en el año 2000 el porcentaje del gasto social en el PIB era del 20,3%; en 2004, cuando inicia su primer mandato Rodríguez Zapatero, ese porcentaje era del 20,7% y, dos años después, a pesar del intenso crecimiento del producto, el gasto social sólo se había incrementado hasta el 20,9%.
Si comparamos el porcentaje que, por término medio, dedican a gasto social como porcentaje del PIB los países de la UE-15 durante esos mismos años de referencia, nos encontramos con el sorprendente dato de que, mientras que en el año 2000 la diferencia era de 6,5 puntos (el porcentaje medio en la UE-15 era de 26,8%), en el año 2006 esa diferencia era de 6,6 puntos (con un porcentaje medio de 27,5%), esto es, una décima más.
Estamos, por tanto, un poquito más lejos aún de Europa que hace unos años.
Para no llamarse a engaños
A estas alturas creo que las conclusiones son claras.
Por un lado, nos encontramos con que el gobierno no está haciendo más esfuerzos -de hecho, está haciendo menos- en términos de política social que el resto de nuestros vecinos con lo cual seguimos manteniendo un diferencial en términos de bienestar social que sigue sin acortarse a pesar del extenso periodo de crecimiento económico experimentado en España.
Y, por otro lado, tenemos que la política fiscal española se está haciendo cada vez más regresiva, redistribuyendo la carga impositiva entre todos los ciudadanos sin atender a su renta y, consecuentemente, a su capacidad de pago sino ciñéndola cada vez más a la realización de actividades de consumo generalizado y que afectan más, proporcionalmente en términos de lo que esos impuestos suponen sobre su renta, a quienes menos renta poseen.
La resultante final es que la carga fiscal adicional que suponen todas las ayudas públicas a la crisis que estamos padeciendo la sufragan, a su vez y de manera proporcionalmente mayor, los mismos que la están padeciendo y no aquellos que más se beneficiaron del ciclo especulativo que acaba de estallar. Y a eso lo llaman ser de izquierdas.
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.