Una de las más perturbadoras escenas de la saga de «Alien», por las connotaciones filosóficas que siempre implica la claudicación voluntaria del Bien ante el Mal, es aquella en que Sigourney Weber, tras perseguir y ser implacablemente perseguida por la bestia galáctica, se entrega a ella como una rendida enamorada. Mucho antes, aquella misma escena […]
Una de las más perturbadoras escenas de la saga de «Alien», por las connotaciones filosóficas que siempre implica la claudicación voluntaria del Bien ante el Mal, es aquella en que Sigourney Weber, tras perseguir y ser implacablemente perseguida por la bestia galáctica, se entrega a ella como una rendida enamorada. Mucho antes, aquella misma escena tuvo lugar con otros personajes más terrenales pero no menos trágicos, los de «1984″ de George Orwell, en la que un ciudadano, antes rebelde y luego aplastado por el poder totalitario del Gran Hermano, acaba expresándole su más completa admiración y su más inquebrantable fidelidad.
El «Síndrome de Estocolmo» es una realidad, no una fantasmal elucubración de los psiquiatras y psicoanalistas que han tratado a rehenes liberados de sus captores, cuando estos han terminado por apoyarlos y dar por buenas las razones por las cuales los han hecho victimas de su violencia. Una de los que lo sufrió fue Patty Hearst, nieta del multimillonario William Randolph Hearst, padre de la prensa amarilla al servicio de la expansión imperial de su país, quien fue secuestrada en los 70 por un insólito «Ejército Simbiótico de Liberación», al que terminó uniéndose y para el que ejecutó varios atracos a bancos.
Por estos días no podemos menos que apelar a estos antecedentes para explicarnos la parte psicológica de la vergonzosa claudicación ante sus feroces enemigos neoconservadores del «Presidente del cambio y la esperanza», y su defensa abierta y definitiva de las razones de la guerra y la expansión imperial que estos propugnan, de todo lo cual fue testigo el mundo, primero desconcertado y luego horrorizado, al escuchar su discurso de aceptación en Oslo del Premio Nobel de la Paz.
Inmediatamente después, un coro de exultantes voces conservadoras, que en esta historia juegan el mismo rol que en su tiempo jugaron Alien, el Gran Hermano y el «Ejército Simbiótico de Liberación», elevaron sus voces al cielo para felicitar a un Presidente obediente que, al fin, había entrado por la senda del sentido común imperial, o lo que es lo mismo, de la aceptación de las guerras de expansión y de rapiña disfrazadas ahora de guerras defensivas y justas. Y para coronar la jugada y su victoria, los ideólogos neoconservadores proclamaron al mundo que en Oslo se habían perfilado, por vez primera, las líneas esenciales de lo que a partir de ahora ha de ser conocida como «La Doctrina Obama».
Las doctrinas de los presidentes norteamericanos son, según Wikipedia, «el compendio y la exposición de los objetivos esenciales a lograr en política exterior, la actitudes a asumir y las instancias que deberán ejecutar dichas políticas». Entre Monroe y Obama, se cuentan 12 doctrinas presidenciales, vinculadas siempre con momentos de expansión imperial o las confrontaciones de la Guerra Fría. Del primer caso son exponentes la Doctrina Monroe (1823), que exigía a las potencias europeas mantenerse alejadas del hemisferio occidental, y el Corolario Roosevelt, que proclamaba a América Latina como vía de expansión de los intereses comerciales estadounidenses, lo que implicaba también que Estados Unidos se consideraba superior a las demás naciones del continente, y que, en consecuencia, tenía la prerrogativa de actuar como una especie de gendarme regional.
Las doctrinas presidenciales del segundo tipo, o sea, las vinculadas con las batallas geopolíticas de la Guerra Fría, van desde la Doctrina Truman (1947) hasta la de Ronald Reagan (1985), e incluye las de Eisenhower (1957), Kennedy (1961), Johnson (1965), Nixon (1969) y Carter (1980). En todas ellas, de una u otra manera, hasta llegar la década de los 80, se planteaba que los Estados Unidos apoyarían con armas, fuerzas o suministros a aquellos países «amenazados por la expansión del comunismo», o que estén siendo agredidos por «estados controlados por el comunismo internacional». En este sentido se llegó al extremo, como afirmó Nixon, de que los Estados Unidos garantizarían un escudo, «si alguna potencia nuclear amenazaba la libertad de una nación aliada, cuya supervivencia se considere vital para nuestra propia seguridad». No obstante, todas ellas, con más o menos belicosidad apelaban al concepto de «contención» como elemento central de sus políticas, lo cual dejaba un margen, por estrecho que fuese, a la convivencia de naciones con diferentes regímenes económico-sociales. Esto fue lo que cambió, radicalmente, la Doctrina Reagan al introducir en su discurso el concepto de «Imperio del Mal» para designar a la URSS y los demás estados socialistas, con los cuales, por profundas razones filosóficas y éticas, no se podía coexistir, y en consecuencia, había que destruir por todos los medios a la mano, desde el despliegue de misiles en Europa, y el apoyo a las guerrillas anticomunistas en Angola, Nicaragua y Afganistán, hasta el apoyo directo a la disidencia interna en los países socialistas, incluyendo el uso de golpes de estado e invasiones militares, como las de Granada y Panamá.
La Doctrina Reagan, ya se sabe, fue preparada concienzudamente por los neoconservadores de Heritage Foundation y el Commitee for Present Danger, los mismos que se opusieron implacablemente a Clinton y retornaron al poder, por la puerta grande, tras la elección fraudulenta de George W. Bush, en el 2000. Precisamente por eso, y especialmente después del 11 de septiembre del 2001, pueden hallarse claras huellas reaganistas en la Doctrina Bush cuando se hablaba del «Eje del Mal» para referirse esta vez al radicalismo islámico y a las infinitas variantes de lo que se entendía en ella por «terrorismo». Extinta la URSS y los estados socialistas europeos, el objetivo central se dispersaba entre «60 o más oscuros rincones del planeta», y se cerraba definitivamente el capítulo de «la contención y el apaciguamiento», ya rechazado por Reagan, para entrar de lleno en la era de las guerras preventivas.
Este era, precisamente el muro de la tradicional política exterior norteamericana y de las anteriores doctrinas presidenciales que se esperaba fuese derribado para siempre por un presidente como Obama. Y ese es el muro que acaba de ser presentado de nuevo en Oslo, tras una astuta sesión de reciclaje y maquillaje, y que constituye, en esencia, el viejo núcleo de la nueva Doctrina Obama.
Con su rendición definitiva ante la razón imperial en Oslo, con esa perturbadora manifestación de su my particular «Síndrome de Estocolmo», Barack Obama no solo traicionó las esperanzas que la Humanidad depositó sobre sus hombros en el 2008, sino que se traicionó a sí mismo, al menos, al Obama que nos vendió. Durante los debates del 2007, en el seno de su partido, había declarado que «rechazaba cualquier manera doctrinaria de enfocar la política exterior», y posteriormente, al preguntársele por su doctrina, había afirmado tener… «un punto de vista sobre nuestra seguridad basado en la seguridad global y la prosperidad común a todos los pueblos y países». Pero muy lejos de estos conceptos, duramente criticados entonces por un neoconservador de fuste, como John Bolton, por «idealista e ingenuo, por buscar el apaciguamiento de los enemigos», la exposición de la Doctrina Obama en Oslo parte de reconocer la inevitabilidad de las guerras, por estar relacionadas con la cortedad de la razón humana y las imperfecciones del hombre, y concede al gobierno de los Estados Unidos el derecho y el deber de constituirse en gendarme internacional para luchar contra el Mal en sus infinitas encarnaciones, partiendo del supuesto excepcionalismo de la nación.
No importa si Obama haya atemperado su Doctrina con su habitual lenguaje mesiánico y sus citas ineludibles de Gandhi y Martin Luther King, si con su apelación a la existencia de un difuso Mal al que combatir, se afilia, de hecho, y continúa una tradición reaganista y bushista, o sea, descarnadamente agresiva e imperialista.
No importa si habla de derechos globales y la búsqueda de la paz, si, de hecho, su Doctrina contempla la imposibilidad de que su gobierno se cruce de brazos ante la existencia de peligros potenciales para su seguridad, o que perciba como tal, por si y ante sí, al margen de los organismos multilaterales y las leyes internacionales, porque, de hecho, esto es una manera metafórica de afirmar la vigencia del concepto bushista de las guerras preventivas contra los oscuros rincones del planeta.
Unos dicen que con su Doctrina, un astuto Obama busca mezclar » lo mejor de los dos mundos», o sea, hacer un compendio selectivo de las doctrinas presidenciales de sus antecesores, lo cual le permitiría, supuestamente, eludir las críticas de unos y otros. No es casual que Don Washington, citando a The Atlantic Political Blog en su artículo «Unveiling the Obama Doctrine», haya intentado caracterizarla mediante la combinación de los opuestos. «Se trata-afirmaba- de una doctrina multilateralista…con colmillos muy largos.»
¡Qué afortunada definición! Precisamente un socarrón Irving Kristol, considerado «El Padrino» del movimiento neoconservador, nos legó una metáfora parecida. «¿Y qué es un neoconservador-se preguntaba- sino un liberal con unos colmillos muy largos?»
Fuente:http://www.cubadebate.cu/opinion/2010/01/12/la-doctrina-obama/