Hace alrededor de ocho años leía en la prensa dominicana la reseña del juicio seguido al diputado electo del PRD, Radhamés García, acusado de traficar con ilegales, en concreto con chinos que, alegadamente, él traía desde Haití, donde se desempeñaba como cónsul, y a los que alojaba en hoteles de Santiago. Al margen del trasiego […]
Hace alrededor de ocho años leía en la prensa dominicana la reseña del juicio seguido al diputado electo del PRD, Radhamés García, acusado de traficar con ilegales, en concreto con chinos que, alegadamente, él traía desde Haití, donde se desempeñaba como cónsul, y a los que alojaba en hoteles de Santiago.
Al margen del trasiego del diputado entre la cárcel y la clínica, ya que se puso enfermo, y de alguna súbita aparición en una playa, obviamente, para mejor recuperarse de sus repentinos achaques, o su extraña juramentación a manos de uno de los ayudantes del presidente que sobrevivió a su función, lo que más me llamó la atención fue la bíblica defensa que del diputado hiciera su abogado, cuando, en medio de la audiencia, clamó por la inocencia de García diciendo: «Señoría… mi cliente, como Moisés, sólo trató de conducir a su pueblo a través del río Jordán».
Hasta donde uno sabía, Moisés condujo a su pueblo a través del desierto y si algún mar cruzó no fue el río Jordán, donde Juan, que no Moisés, se dedicaba a bautizar infieles, no precisamente chinos, pero me fascinó el esfuerzo del abogado y su cliente por acercar a los fríos y escépticos estrados tan cristianas referencias. Al fin y al cabo, ninguno de los diez mandamientos encomendados a Moisés para su divulgación, prohibía traficar con chinos.
Ignoro, porque la crónica periodística no lo reseñaba, si a continuación, abogado y cliente rasgaron sus honorables togas, pantalones y chaquetas blancas, arrojando sus vestiduras sobre la mesa del tribunal, mientras García agregaba: «Hipólito, en tus manos encomiendo mis chinos».
Este moderno pastor de ilegales no fue, sin embargo, crucificado entre otros dos traficantes ni consta que pronunciara entonces sentencias como aquella de: «Perdónalos Hipólito porque no saben lo que hacen» o «Presidente, presidente…¿por qué me has abandonado?», pero de justicia era destacar y así lo hice hasta qué punto aquella ley que aprobara la Cámara y que obligaba a sus miembros a leer todos los días pasajes bíblicos en el hemiciclo, había surtido sus benditos efectos entre los congresistas, así fuesen juramentados por el Gran Senedrín o nombrados en las silenciosas mazmorras de la ciudad.
Lo que no imaginaba entonces y ahora todavía me sorprende es hasta qué punto aquella peculiar defensa que algunos tomaran como un ardid del abogado era, realmente, un sincero acto de fe cristiana del diputado. Lo confirmo en estos días en que leo que, no conforme con salir airoso de su travesía por el desierto, saldada con 18 meses de penitencia, se propone llegar a la presidencia de la República… «Dios mediante», y siempre y cuando dejen de molestarle esas organizaciones de feministas a las que tilda de lesbianas, que insisten en crucificarle y para las que, supongo, también tiene evangelios que leerles y mensajes de paz que compartir, ahora que se define como pastor de almas, además de chinos.
Hasta va a inaugurar próximamente, gracias a la fuerza que le imprime Dios, la «clínica de los pobres», un centro médico de salud preventiva, con los millones de pesos que ha venido ahorrando en su dilatada e impune vida de sacrificio a los demás.
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