La crisis económica que se padece es profunda, se ha desarrollado a gran velocidad y no se sabe el tiempo que puede durar, sobre todo para la recuperación del empleo. Los problemas que la desencadenaron siguen sin resolverse, fundamentalmente el saneamiento de los bancos y cajas de ahorro, con la consiguiente dificultad para la recuperación […]
La crisis económica que se padece es profunda, se ha desarrollado a gran velocidad y no se sabe el tiempo que puede durar, sobre todo para la recuperación del empleo. Los problemas que la desencadenaron siguen sin resolverse, fundamentalmente el saneamiento de los bancos y cajas de ahorro, con la consiguiente dificultad para la recuperación del crédito. Los cambios que se tenían que haber realizado no se han llevado a cabo. Las respuestas que se han dado han consistido en medidas paliativas, y en ningún caso han sido el remedio adecuado para establecer las condiciones de una salida sólida de la situación tan extrema a la que se ha llegado. Los déficit públicos son el resultado de una menor recaudación y del intento de estimular una demanda en descenso. En ningún caso son debidos a la acción manirrota de los gobiernos. Sin estas acciones tomadas por el sector público las cosas irían a peor.
En el momento presente, cuando aún la salida de la crisis es incierta y vacilante, ya se alzan voces, cada vez con más insistencia, de economistas influyentes en los órganos de decisión y en los medios de comunicación de que lo importante es el descenso del déficit público. Se apunta que hay que volver en un plazo determinado al cumplimiento del pacto de estabilidad, como si esto fuera el remedio a los males que se padecen. Los gobiernos, atenazados por la presión de los mercados, y en el caso de la Unión Europea (UE) por la ortodoxia imperante en el Banco Central Europeo, planean medidas de ajuste para que se aprueben sus planes que conduzcan a lo que se considera, de modo erróneo, que es la senda del buen comportamiento económico.
Los economistas ortodoxos, no satisfechos suficientemente con los errores cometidos en el pasado reciente, vuelven a la carga con sus recetas, que son siempre las mismas: reducir el déficit público, reformar el mercado laboral a la baja, al igual que el sistema de financiación público de pensiones. No se puede olvidar que desde la década de los ochenta del pasado siglo hemos sido sometidos a un bombardeo realmente insoportable acerca de lo que hay que hacer en política económica. Además de haber insistido hasta la saciedad en la eficiencia de los mercados y la capacidad de estos para autorregularse, y en consecuencia disminuir el papel del Estado en la economía, se ha recomendado la privatización de empresas, bancos públicos y servicios. Se ha defendido la globalización como la gran panacea para el crecimiento económico y el desarrollo.
Para los ortodoxos la política económica debería basarse en un reducido déficit público, o superávit si es posible, acompañado de una reducción de impuestos y el uso de una política monetaria cuyo objetivo único sea el combate contra la inflación. Pues bien, con esta política económica se pretendía convencer a todo el mundo de que con ello se lograría una senda del crecimiento duradero y estable. La UE la ha llevado a cabo como la receta adecuada para seguir avanzando en el desarrollo de los países que ya lo eran. Para los países subdesarrollados su aplicación se consideraba que sería el mejor remedio para salir del atraso e ir alcanzando con el tiempo a las naciones que se encontraban a la cabeza. Con estas medidas se conseguía el avance, el desarrollo, y se evitaban las crisis económicas, que deberíamos dejarlas ya en el desván de los trastos viejos, como una pesadilla del pasado.
Los hechos se han llevado por delante a todas esas creencias, y las políticas de estabilidad no han sido capaces de evitar una crisis como la presente, la más grave desde la gran depresión de los treinta. La ortodoxia económica ha fallado estrepitosamente para evitar un cataclismo como el que estamos viviendo y que está dejando en la cuneta a millones de damnificados. Pero aún así quieren volver a las andadas de antes de la crisis, como si todo lo que ha sucedido nada tuviera que ver con las políticas económicas que se han venido recomendando como varita mágica para alcanzar el crecimiento. Ahora se pretende que lo más importante es la reducción del déficit público con las políticas de ajuste consiguientes, por lo que la situación puede agravarse más que resolverse. No es que piense que el déficit puede crecer ilimitadamente, pero una cosa es eso y otra tratar de bajarlo como sea en aras de un pacto de estabilidad que ha demostrado ya su ineficacia a la hora de vacunarnos contra la crisis.
En España, el problema principal no se encuentra en el elevado déficit, sino en la falta de crédito, en la no venta de la gran cantidad de pisos vacíos existentes y en la sustitución del motor de la construcción por otro u otros diferentes. Es ahí en donde habría que buscar soluciones, y no en la reducción del déficit público. También hay que subir los impuestos progresivos sobre la renta y establecer figuras impositivas sobre las grandes fortunas y la riqueza, al mismo tiempo que se combate con firmeza el elevado fraude fiscal. La crisis no puede ser pagada sólo por una parte de la población, que encima no ha tenido ninguna responsabilidad en su desencadenamiento. Hace falta una política más solidaria y que paguen más los que se han enriquecido en la época de las vacas gordas, de ganancias rápidas y fáciles y movimientos especulativos.