Los que no tienen ética, suelen usar más que nadie la palabra ética; consideran que tenerla es una gran debilidad del contrario. Cuando se les escucha expresar consignas de «amor a la patria», «derechos humanos», «libertad de oportunidades, solo están poniendo en marcha una muy rentable industria de los sentimientos, cuya principal materia prima […]
Los que no tienen ética, suelen usar más que nadie la palabra ética; consideran que tenerla es una gran debilidad del contrario. Cuando se les escucha expresar consignas de «amor a la patria», «derechos humanos», «libertad de oportunidades, solo están poniendo en marcha una muy rentable industria de los sentimientos, cuya principal materia prima es la buena fe del auditorio.
Es esa empresa hay varias líneas de producción: una de ellas especula en el mercado de las culpas. Los administradores del negocio saben que el hombre siempre tendrá algo de qué arrepentirse; por los siglos de los siglos padecerá la angustia de su imperfección y el dolor de sus errores. Entonces la estrategia consistirá en hacerlo sentir culpable de lo que es natural en su condición humana. Constantemente le señalarán no aquel punto donde acierta, sino el otro donde todavía habrá manchas
Pero nunca le dirán cómo enmendar el yerro, menos tenderán la mano solidaria. Solo importa dejar en claro la culpa. Que el error no sea error, sino abominable pecado, de modo que el remordimiento derive en censura propia, en autohumillación. Quien se enaniza, verá solo gigantes a su alrededor. Así, mediante tales subterfugios, el falso profeta parecerá tener en sus manos las fórmulas del éxito, las rutas de la excelencia; las llaves del cielo.
Aparentará ser visionario, y también se mostrará como paradigma de lo abundante. Una vez logrado esto, echará mano a otra muy rentable línea de producción: la Promesa. A lo largo de la historia los poderosos se han ocupado de prometer nirvanas y paraísos: lo mismo los Campos Elíseos que la Gracia Divina; la «Pax Romana», o el «Sueño Americano». La materia prima de la promesa es la ilusión que asesina el espíritu crítico.
Con ella se intentará obnubilar la luz, encantar la mirada dirigiéndola a un futuro tan seductor como imposible. Porque si recurriésemos a la historia, y, desde luego, también al sentido común, veríamos cuán tramposa resulta la idea de un amo que de pronto promete repartir su capital entre los pobres; la imagen de un imperialismo cándido, en el que predominan sentimientos de igualdad y justicia: el lobo ofreciendo paz al cordero, la espada vestida de hada madrina.
Y para que el explotado acceda a lo prometido, el explotador solo exigirá una condición: la absoluta obediencia. Sería como si al buey se le dijera: Arrastre mansamente el arado, para que un día usted pueda ser dueño de la tierra que mana «leche y miel». Ya lo escribió Franz Kafka: «Solo cuando ya no sea necesario vendrá el Mesías, vendrá un día después de su llegada, no vendrá el último día, sino el último de los últimos». Así el buey morirá de viejo esperando el día en que podrá sacudirse el yugo; acaso ni sabrá que fue castrado por su propia mano.
La ética de los poderosos es la inmoralidad devenida corporación del espíritu. En blanda melopea entonará palabras como: «deseos de paz», «de justicia», «de honor y pureza», y estas serán como el canto seductor de las sirenas, la melodía irresistible y mañosa del Flautista de Hamelin. Como una y otra vez han escrito y rescrito la historia, como dominan el 90 % de los medios de comunicación, sus palabras serán presentadas como «Verbo hecho Carne», las echarán a volar arropadas con el manto de la virtud.
Y nunca les faltarán justificaciones éticas para probar su espuria santidad. Como solamente lo divino es puro, es justo, es pacífico y honorable, apenas tendrían que presentarse ellos mismos como elegidos de Dios. El equivalente humano al mítico halo de los santos, es la corona de los reyes. Por eso en la antigüedad clásica Julio César desfilaba ante el pueblo llevando sobre su cabeza la corona de Júpiter, por eso durante la Edad Media Carlomagno se hizo coronar por el papa León III. En la Era Posmoderna, los atributos divinos han cambiado de forma, aunque no de espíritu, y por eso los beneméritos representantes del parlamento noruego coronaron al emperador Obama con el Premio Nóbel de la Paz.
Ello sin importarles que Estados Unidos sea el país que más guerras promueve en el mundo, que en el último medio siglo ninguna otra nación haya asesinado más personas fuera de sus fronteras. Pero esos muertos ajenos serán nada en comparación con el martirologio propio. Para que la muerte ajena no escandalice, el negocio de la ética necesita de otra línea de producción: los mártires.
Si, por ejemplo, acudimos a la enciclopedia Encarta, una de las masacres paradigmáticas de la historia fue aquella cometida en Boston, donde cinco civiles murieron a manos de las tropas británicas. La más reciente, y con la que se pretende dotar de un carácter ético lo que es definitivamente inmoral, es la ocurrida en las Torres Gemelas de Nueva York, aquel trágico septiembre 11 de 2001.
Así justifican el millón de muertos que sus tropas han provocado en Irak. Mujeres, niños, ancianos, destrozados por bombas, agujereados por tiros, quemados por el fuego; consumidos lentamente por el hambre y las enfermedades que siempre generan las guerras. Sin embargo, jamás dirán que lo ocurrido en Irak fue una masacre; todo lo contrario: su campaña será presentada como algo noble, puro, justo; emprendida en nombre de la paz.
Pero los poderosos no pueden engañar a todo el mundo todo el tiempo, cada día habrá más rebeldes que se les enfrenten, entonces necesitarán poner en marcha otra industria: la construcción de demonios. Quien se les oponga será presentado al mundo como discípulo del mismísimo Satanás; y ya se sabe que contra el demonio cualquier arma es válida.
De este modo justificarán, por ejemplo, la protección que se le ofrece al más grande terrorista del hemisferio occidental, autor confeso, entre otros crímenes, del atentado en pleno vuelo de un avión civil cubano con 73 pasajeros a bordo. Así también justificarán el bloqueo criminal que a todo un pueblo niega medicinas e importantes recursos para el desarrollo. Y todo esto será sustentado con campañas mediáticas, mociones de condena; amenazas y confabulaciones.
Sin embargo, en ese negocio olvidan un simple detalle: no es la artimaña lo que determina la ética, sino la moral. Y esta no se deja encantar con falsas promesas, ni se contempla en el espejo de precarios mártires; ni jamás se siente culpable de brillar en lo alto como un sol. La moral solo puede ser tachada por ella misma… justo cuando la ética se deja comprar.
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