Traducido del inglés por Carlos Manzano
Como reza la célebre cita de John Maynard Keynes, «las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando son atinadas como cuando son erróneas, son más influyentes que entendidas comúnmente. Los hombres prácticos, que se consideran totalmente exentos de cualesquiera influencias intelectuales, suelen ser esclavos de algún economista difunto».
Pero sospecho que hay un peligro mayor: el de que los hombres y las mujeres prácticos que desempeñan funciones directivas en los bancos centrales, los organismos reglamentadores, los gobiernos y los departamentos de gestión de riesgos de las entidades financieras suelen sentir atracción por versiones simplificadas de las ideas predominantes de economistas que, en realidad, están muy vivos.
De hecho, al menos en la esfera de la economía financiera, una versión vulgar de la teoría del equilibrio adquirió predominio en los años anteriores a la crisis financiera, al presentar la plena realización del mercado como la cura para todos los problemas y la complejidad matemática separada de la comprensión filosófica como clave para una gestión eficaz de los riesgos. Instituciones como el Fondo Monetario Internacional, en sus exámenes de la estabilidad financiera mundial expusieron, con confianza, la historia de un sistema que se autoequilibraba.
Así, sólo 18 meses antes de que estallara la crisis, el examen de la estabilidad financiera mundial de abril de 2006 se refirió con satisfacción al «reconocimiento cada vez mayor de que la dispersión de los riesgos crediticios entre un grupo mayor y más diverso de inversores (…) ha contribuido a hacer más resistente el sistema bancario y financiero, en sentido más amplio. Prueba de esa mayor resistencia es el número menor de quiebras bancarias y una concesión de créditos más coherente. Dicho de otro modo, la plena realización del mercado era la clave para un sistema más seguro.
De modo que los gestores de riesgos de los bancos aplicaron las técnicas de análisis de probabilidades a los cálculos de «los valores en riesgo», sin preguntarse si las muestras de acontecimientos recientes entrañaban de verdad inferencias sólidas para la probable distribución de acontecimientos futuros. Y en los organismos reglamentadores como el Organismo de Servicios Financieros de Gran Bretaña (que yo dirijo) la creencia en que la innovación financiera y una mayor liquidez en el mercado eran valiosos porque representaban la plena realización de los mercados y mejoraban la determinación de los precios no es que fuera aceptada, sino que formaba parte del ADN institucional.
Ese sistema de creencias no excluía, naturalmente, la posibilidad de intervención en los mercados, pero sí que determinaba las hipótesis sobre la naturaleza y los límites apropiados de la intervención.
Por ejemplo, la reglamentación para proteger a los clientes minoristas podía ser a veces adecuada: la obligación de revelar información podía ayudar a superar asimetrías de información entre empresas y consumidores. Asimismo, la reglamentación y la imposición de su cumplimiento para prevenir el abuso de mercado era justificable, porque los agentes racionales pueden ser también avariciosos, corruptos o incluso delincuentes. Y la reglamentación para aumentar la transparencia del mercado no sólo era aceptable, sino también un principio fundamental de la doctrina, pues se creía que la transparencia, como la innovación financiera, contribuía a la plena realización de los mercados y contribuiría a crear liquidez y determinación de precios.
Pero el sistema de creencias de los reglamentadores y los encargados de la adopción de decisiones de los centros financieramente más avanzados tenían tendencia a excluir la posibilidad de que la búsqueda racional de beneficios por parte de los participantes profesionales en el mercado originara un comportamiento encaminado a la captación de rentas e inestabilidad financiera en lugar de beneficio social, aun cuando varios economistas habían demostrado claramente por qué podía ser así.
Así, pues, la opinión generalizada de los encargados de la adopción de decisiones reflejaba un convencimiento de que sólo las intervenciones encaminadas a determinar y corregir las imperfecciones muy concretas que bloqueaban la consecución del nirvana del equilibrio de los mercados eran legítimas. La transparencia era esencial para reducir los costos de información, pero quedaba fuera de la ideología el reconocimiento de que las imperfecciones de la información podían ser tan profundas como para resultar irreparables y que algunas transacciones, por transparentes que fueran, podían ser socialmente inútiles.
De hecho, el economista de la Universidad de Columbia Jagdish Bhagwati, en un famoso ensayo en Foreign Affairs, titulado «El mito del capital», habló de un complejo «Wall Street/Tesoro» que combinaba intereses e ideologías. Bhagwati sostenía que esa combinación desempeñaba un papel en la conversión de la liberalización de las corrientes de capital a corto plazo en un artículo de fe, pese a que había poderosas razones teóricas en pro de la cautela y escasas pruebas empíricas de beneficios. Y en el triunfo más amplio de los preceptos de las desreglamentación financiera y la plena realización del mercado, tanto los intereses como la ideología han desempeñado claramente un papel.
Los intereses puros, expresados mediante la capacidad de ejercer presiones en pro de los intereses propios, fueron indudablemente importantes para la adopción de varias medidas fundamentales de desreglamentación en los Estados Unidos, cuyo sistema político y normas de financiación de las campañas electorales resultan particularmente propicias para el poder de determinados grupos de presión.
Los intereses y la ideología se combinan con frecuencia de formas tan sutiles, que resulta difícil desentrañarlos, pues la influencia de los intereses se logra mediante una ideología aceptada inconscientemente. El sector financiero brinda una mayoría de los empleos no académicos de los economistas profesionales. Como son humanos, tienen tendencia a apoyar implícitamente -o al menos no poner en tela de juicio enérgicamente- la opinión generalizada que redunde en beneficio de los intereses del sector, por muy independientes que sean en sus juicios sobre cuestiones concretas.
Las teorías sobre la eficiencia del mercado y su plena realización pueden ayudar a los altos ejecutivos de las entidades financieras que han de estar haciendo de alguna forma sutil la labor de Dios, aun cuando parezca a primera vista que algunas de sus transacciones son simple especulación. Los reglamentadores deben contratar a expertos del sector para hacer una reglamentación eficaz, pero los expertos del sector han de compartir casi por fuerza las hipótesis implícitas del sector. La comprensión de esos procesos sociales y culturales podría ser un importante objeto de nuevas investigaciones.
Pero no debemos quitar importancia a la ideología. Instituciones humanas complejas, como, por ejemplo, las que constituyen el sistema reglamentador y de adopción de decisiones, resultan imposibles de gestionar sin un conjunto de ideas suficientemente complejas e internamente coherentes para ser intelectualmente creíbles, pero lo suficientemente sencillas para constituir una base viable para la adopción de decisiones cotidianas.
Semejantes concepciones orientadoras son más convincentes cuando ofrecen respuestas claras y una concepción según la cual la innovación financiera, la plena realización del mercado y el aumento de su liquidez son siempre y axiomáticamente beneficiosos brinda una base clara para la descentralización reglamentadora.
En eso estriba -sospecho yo- el mayor empeño para el futuro, pues, si bien la opinión generalizada anterior a la crisis parecía brindar un conjunto completo de respuestas basadas en un sistema intelectual y una metodología unificadas, el pensamiento económico de verdad válido debe aportar múltiples ideas parciales y penetrantes, basadas en diversos planteamientos analíticos. Esperemos que los hombres y las mujeres prácticos aprendan esa lección.