«Mientras que si uno lee los medios, parece que cambia todo el tiempo», señala el escritor argentino Ricardo Piglia, que entrega otra de esas novelas que terminan llenas de subrayados del lector.
Los recuerdos estallan como un relámpago justo cuando la luz del sol se retira de la ventana. Ricardo Piglia -tan amable que parece más alto de lo que realmente es- pone un racimo de uvas sobre la mesa, un saque de frescura tentador para paliar el aumento de la temperatura primaveral. Después de trece años, el escritor regresa con la esperadísima y excepcional «ficción paranoica» Blanco nocturno (Anagrama). Y vuelve por unos instantes a la infancia tardía. O al arranque -incierto- de su adolescencia.
Habrá que imaginarlo con el pelo más prolijo, menos ensortijado; con la mirada alborotada por un destello fugaz, acaso la incomodidad típica de intuir que cuesta encajar en el mundo. Está en la casa de una de sus tías. Los primos juegan a las cartas.
La fecha -26 de julio de 1952- es imposible de olvidar: se clava como una estaca que marcará un antes y un después en la vida de esa familia. Una radio, de esas que se enchufan a la pared, escupe «la» noticia del año. Un primo repite -a los gritos- la novedad: ha muerto Eva Perón. Las cartas vuelan por los aires. Algunos puños -los del padre- se cierran automáticamente por el dolor; otras manos se expanden sin pudor por arengar, como si estuvieran celebrando un gol. «Se armó un lío tremendo», subtitula el escritor ese momento, con la austeridad que le suministra esa aliada fundamental en su vida que es la paciencia. «Algunos se pusieron contentos, otros lloraban. La tensión que generaba el peronismo estaba en el seno familiar».
«La experiencia es una lámpara tenue que sólo ilumina a quien la sostiene.» La frase de Luois-Ferdinand Céline abre las puertas de la nueva novela de Piglia, en la que regresa una vez más su alter ego Emilio Renzi.
El editor Jorge Herralde suele proclamar, contra viento y marea, que los libros del escritor argentino son los que más subraya el lector. Blanco nocturno no solo podrá ser la confirmación de esta «regla», sino que representará, probablemente, la exageración. No faltará quien marque de punta a punta las 299 páginas, o quien deje -quizá porque desconfía de la perfección, aunque la abrace como ideal- apenas un par de párrafos huérfanos de subrayados.
Un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires asiste a la llegada de Tony Durán, un mulato puertorriqueño tan aventurero como seductor que, cuando tropezó con las hermanas Belladona, las mellizas Sofía y Ada -tan iguales que la simetría resulta siniestra-, vio la oportunidad de ganar la apuesta máxima de su vida. El menage à trois rubrica las murmuraciones; es la comidilla de la que se alimentarán los parroquianos en el Club Social o en el almacén de Madariaga.
El triángulo erótico inicial desembocará en las peripecias de la historia familiar -dos hermanos, Lucio y Luca, con una fábrica familiar quebrada; un padre abandonado por dos mujeres y más trapitos para sacar al sol- cuando Durán es asesinado. Los rumores y chismes están a la orden del día: Durán -se dice- era un valijero que había traído plata, que no era para él, para comprar bajo cuerda las cosechas con empresas ficticias y no pagar impuestos.
El comisario Croce -policía desde el primer peronismo, «un poco tocado», lo definen algunos- ingresa en el reparto de personajes para llevar adelante la investigación. El caso adquiere una relevancia inusitada en los medios nacionales. Cada vez más obsesionado con la literatura -hasta reparar en las formas gramaticales y las conjugaciones de los verbos como un «filólogo enardecido» que no entiende lo que le dicen porque se distrae en sus divagaciones-, Renzi irrumpe en el pueblo como cronista del diario El Mundo. Y se enamorará perdidamente de la pelirroja y cocainómana Sofía.
«Me gusta el tono de Sofía; funciona como un contraste en la novela. Sus diálogos con Renzi son como una pequeña pausa en medio de la acción», plantea el escritor a Página/12.
¿Por qué transcurre en 1972, cuando no se sabía aún si Perón regresaría?
-No quería situar la novela en el presente; durante un tiempo transcurrió diez años después, en la época de Malvinas, pero pensé que era un poco demagógico. No me gustan las novelas que recurren a acontecimientos muy notorios como para darles un valor suplementario. El ’72 es un año en el que todos están esperando que las cosas cambien; me pareció que era posible que la política no actuara de una manera tan directa, como pasa a menudo.
Es muy interesante el comisario Croce, un peronista que no la pasó nada bien después del ’55, como su padre. ¿Hasta qué punto inciden los avatares del peronismo en la «locura» de Croce?
-Creo que están muy ligados. Como sabemos, nunca hay un motivo directo, pero ciertos acontecimientos agudizan las crisis. Me interesa mucho el período de la proscripción del peronismo porque lo sufrió mi padre. Era una situación muy irritante que no se podía resolver. Croce funcionaba en este contexto muy bien. En el policial nunca hay referencias directas a la situación política, pero sí a las relaciones de poder. En el caso de Blanco nocturno, que no es una novela policial, Croce encarna y sostiene el género. Siempre he incluido rastros del género policial en todos los libros que escribí, incluido Respiración artificial.
La risa nunca alcanza a estallar en una carcajada. Es una risa irónica de «perfil tanguero» tamizado por una pizca de escepticismo. Los labios del escritor se despegan apenas y amagan con ejecutar una cabriola cercana a la carcajada cuando escucha que con Blanco nocturno ha puesto la piedra fundamental de un nuevo género, la «ficción paranoica», título de uno de los cursos que suele dar en la Universidad de Princeton.
«La investigación o interpretación excesiva que formaría parte de esta tradición de la ‘ficción paranoica’ establece relaciones entre hechos que no necesariamente tienen relación, un poco lo que le pasa a Croce. Si bien él se da cuenta de que está tratando de entender lo que sucede, a la vez se está siendo observado, amenazado».
Piglia manotea unas uvas y las mastica apurado, como si intuyera la amenaza de algo que no terminó de explicar. «El género resuelve cuestiones que en lo real no se resuelven; establece una suerte de pacificación de los conflictos, aunque sea un poco incierto, como en el caso de Marlowe, pero hay siempre un ‘final feliz’ desde el punto de vista de la investigación. En cambio en esta novela -compara- me resultó más interesante que los hechos estuvieran sobre la mesa para el lector; que hubiera una interpretación de Croce que es desmentida, aunque creo que es bastante cierta. Pero nunca el relato decide de un modo explícito que ésa ha sido la verdadera interpretación».
¿De qué modo cree que esta historia íntima-familiar de los Belladona se superpone con la historia del país? -No quise darle el sentido de una alegoría nacional; sencillamente intenté que funcionara con una historia que comenzaba con el abuelo, que es una historia real en el sentido de que es la historia de mi abuelo, el padre de mi padre que fue jefe de estación de ferrocarril. En las historias familiares también está la historia política de un país; eso es más visible en las zonas más tradicionales de la sociedad argentina, donde la herencia tiene que ver con la tierra.
«No quise que fuera una novela familiar; pero la estructura familiar es muy importante para la trama. Y eso es algo que hemos aprendido de Faulkner, ¡vamos a decir la verdad! Faulkner ha hecho de eso un gran uso para construir momentos densos de la historia. Pero además, yo tengo una familia por el lado de mi madre y de mi padre que te puedo asegurar que no podría contar todas esas historias, aunque viviera cinco vidas correlativas. La familia es una corporación narrativa; es uno de los grandes ámbitos de la narración, por lo menos ese tipo de familias donde, cuando yo era chico, convivían generaciones distintas en una misma cuadra del barrio».
¡Tanto hay en su familia que no le alcanzarían cinco vidas!
-Yo lo pienso así (risas), hay muchísimas historias para contar, aunque suene exagerado; los primeros en llegar al país lo hicieron por 1890. Las historias de las familias de inmigrantes son muy épicas, muy heroicas, muy increíbles desde el punto de vista de lo que suponen esos desplazamientos. En Blanco nocturno intenté transmitir esas tradiciones de asentamientos que están en las historias familiares. Ese para mí es el fundamento de la historia: una familia de inmigrantes italianos que llega aquí, se instala, prospera y se incorpora, a su manera, en la tradición nacional. Todavía hay mucho para contar.
Una parte fundamental para contar debe de haber sido cómo vivió su padre la derrota del peronismo después del ’55…
-Creo que no se repuso nunca; él miró con cierta distancia todo el proceso del ’73, y con mucha amargura y decepción el menemismo. En mi padre veía una serie de experiencias, de formas de vida, que pertenecían a una tradición fuerte en la Argentina, como las reuniones en casa para escuchar las cintas de Perón. El luto que había que usar por la muerte de Evita -las marcas autoritarias de ese momento-, todas esas cosas como que había que afiliarse al partido parecen menores después de lo que vino en el ’55, que fue igual o peor de autoritario. Estas tensiones entran muy filtradas en la novela. He tratado de que la política funcione, implícitamente, provocando efectos y cambios en la vida de los personajes.
Luca es el personaje que resiste el derrumbe de la fábrica familiar, casi se diría que es un «personaje peronista», en tanto sigue arañando cierto imaginario conectado, en parte, con el peronismo.
-Por eso digo en broma que esta es mi novela sobre el conflicto del campo, sobre la especulación de la tierra (risas). Hay un clima que está insinuado del modo en que la ficción suele hacerlo, desplazando; entonces aparece Perón, como si estuviera en el aire, en las pintadas de las paredes del pueblo. Luca defiende un tipo de universo que es totalmente contrario a lo que lo rodea.
¿Luca sería, también, una suerte de pariente lejano de Arlt?
-Cualquier inventor o personaje que esté construyendo objetos nos remite a Arlt. Luca construye objetos para los cuales la realidad no está preparada todavía y no se sabe qué funciones puede tener. Trata de que la realidad, su propia realidad, se conecte con el afuera; por eso piensa que lo van a llamar de algún lugar para financiarle algo. Esa es la sensación que me producen ese tipo de personajes de la cultura argentina, como Xul Solar, o esos inventores de provincia que trabajan en un taller mecánico; ese mundo que viene del universo de los talleres, el galpón de las herramientas, una destreza que también se puede remontar a la inmigración. Me gustó contar la historia de alguien que está construyendo objetos que son el eje central de su interés. Luca es un personaje trágico porque no puede decidir otra cosa.
En estos trece años que le llevó Blanco nocturno, ¿sintió que estaba produciendo una novela para la cual la realidad no estaba preparada?
-Si pienso cómo estaban las cosas hace diez años, no me parece que la literatura argentina haya cambiado mucho, mientras que si uno lee los medios, parece que cambia todo el tiempo. Han cambiado ciertos elementos de circulación, pero desde el punto de vista de las cuestiones que están en juego y de los estilos no existen signos de grandes transformaciones. Veo más bien la continuidad de ciertas poéticas que ya existen, que se van profundizando y se van adaptando temáticamente o por su modo de circular con nuevas coyunturas. En las novelas de hace diez años los personajes se mandaban cartas o se llamaban por teléfono y ahora se mandan correos electrónicos. No es un signo que tenga que ver con cómo cambia la literatura.
¿Cuál fue el último cambio significativo que vivió la literatura argentina?
-La aparición de una serie de poéticas relacionadas con la cultura de masas, las poéticas de Saer, Puig y Walsh, a fines de los años ’60. Saer mantuvo una oposición irreductible respecto de la cultura de masas y construyó su obra como una oposición tajante. La literatura es aquello que usa una lengua que excede a los circuitos estandarizados de la cultura de masas.
«Puig incorporó toda la cultura de masas mientras mantuvo su carácter experimental como novelista. El fue uno de los escritores más visibles que comenzó a establecer una relación de intercambio y usos de los mundos sentimentales, los estereotipos y formas de la cultura de masas.
«Walsh intervino directamente en la cultura de masas; me parece el más moderno de todos porque se alejó del objeto libro. Sus grandes textos fueron publicados parcialmente en periódicos, sus intervenciones fueron cada vez más productivas, no sólo Operación masacre, que modificó la relación con el periodismo, sino el periódico de la CGT de los Argentinos, un gran acontecimiento para la historia del periodismo. Walsh produjo medios; por lo tanto, en esa relación escritura-cultura de masas es el más avanzado porque fue el primero en intervenir en esta discusión.
«Estas tres poéticas son los últimos grandes cambios de la literatura argentina. Hoy tenemos muchos Saer, muchos Puigs, pocos Walsh… pero seguimos navegando en ese horizonte».
Fuente: http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5704