Menudo chasco para quienes apostaron que la cumbre del G-20 (las siete naciones más ricas y un manojo de emergentes), acabada de celebrarse en Seúl, contribuiría a deshacer la guerra de las divisas, ese empecinamiento en exportar a precios más competitivos mediante la devaluación de las monedas propias, librada principalmente por los Estados Unidos y […]
Menudo chasco para quienes apostaron que la cumbre del G-20 (las siete naciones más ricas y un manojo de emergentes), acabada de celebrarse en Seúl, contribuiría a deshacer la guerra de las divisas, ese empecinamiento en exportar a precios más competitivos mediante la devaluación de las monedas propias, librada principalmente por los Estados Unidos y China pero que atañe a todas las economías.
Con el colega Roberto Montoya, apuntemos que ni se eliminaron las divergencias entre Washington y Beijing, porque el primero no logró que el segundo prometiera frenar la subvaloración del renmimbi o yuan, ni se pudo detener la confrontación entre los países con déficits comercial y los que acumulan superávits, avivada por el reciente rechazo de China, Alemania, Japón, al pedido de la Casa Blanca de ceñir esas desproporciones al 4 por ciento del PIB de cada uno.
¿Resultados? Abstractos, genéricos llamados a solucionar el espinoso asunto. Ninguno de entre los jefes de Estado o de Gobierno se avino a proclamar que «la confrontación monetaria entre Estados Unidos y China conduce a la devaluación artificial del dólar y el yuan, y en consecuencia el resto de las divisas tienen que empezar a tambalearse». Y que, «si los productos chinos y estadounidenses bajan de precio, el resto de los países deben reestructurar todo su andamiaje de producción, con la consiguiente reducción de empleo y el estancamiento de la recuperación de la economía global. Además, el exceso de liquidez en los países ricos es contraproducente para las economías emergentes, al convertirse en receptores de capitales especulativos, focos potenciales de burbujas financieras en capacidad de derrumbar las economías nacionales», según la visión de observadores como los de RIA NOVOSTI.
Ahora bien, tal parece que el Tío Sam sigue padeciendo el casi endémico mal de distinguir la paja solo en ojo ajeno. ¿Será posible no haber considerado el hecho de que, hace poco, la Reserva Federal anunciara la emisión de 600 mil millones de dólares, en los próximos ocho meses, para comprar bonos del Tesoro, y su política de devaluar la cotización internacional del dólar?
No, aquí no se trata de miopía, sino de una acción desesperada, con que se intenta resolver por vía financiera los problemas de la llamada economía real, que no levanta vuelo a pesar de los gigantescos paquetes de ayuda estatal a los bancos y a las empresas, como no cejan en apuntar los expertos. Los mismos que nos alertan sobre la fragilidad de la recuperación en el primer trimestre de 2010 (+ 3.7 por ciento del PIB) y acerca de que en el segundo y en el tercero el crecimiento se ubicó por debajo del 2 por ciento, cifra que no alcanza ni para evitar el aumento de la desocupación.
Conforme al Premio Nobel de Economía Joseph Stigliz, Washington se ha embarcado de nuevo en un comportamiento que pone en peligro la estabilidad universal. Y lo irónico del caso es el magro beneficio de la marea de liquidez que ha provocado. «Los tipos bajos de interés no prendieron la chispa de la inversión en factorías y equipos en la recesión de 2001, y no es probable que la prendan ahora. Sin embargo, esa política está teniendo su efecto en otros países, puesto que con el dinero barato escruta todo el mundo en busca de las mejores oportunidades y las encuentra en los mercados emergentes (…) Los cambios repentinos y de gran calado de los tipos de cambio (vale la repetición; EMO) pueden tener efectos devastadores (…) porque las empresas se ven obligadas a ir a la quiebra».
Como los países en desarrollo han resultado el motor del incremento mundial, entre otras razones gracias al traslado del parque industrial de las potencias, en busca de mejores precios, de mano de obra barata, el presente estado de cosas atenta contra la mera esperanza de una rápida recuperación global.
Lo peor es que, en vez de abocarse a medidas como inversiones de alta productividad, que mejorarían el balance, traerían un crecimiento generador de mayores ingresos fiscales y aminorarían la deuda pública a largo plazo, tal sugiere Stiglitz, USA se escuda en las ventajas comparativas de su industria armamentista, para continuar con la brutal transferencia de riquezas desde el Sur.
Al menos, es este el anhelo de los «hiperbóreos» gringos, asustados ante el «peligro amarillo». Recordemos que China ocupa ya el segundo lugar en cuanto a producto interno bruto, y en dos decenas de años, a lo sumo, podría estar emplazada en el sitio señero. Nada de fortuito entonces el chasco del G-20. Sí, el imperialismo rector ha optado por resolver su crisis a costa de los otros imperialismos (europeos, japonés), los países semicoloniales, las potencias emergentes y los trabajadores norteamericanos. Tras de mí, el Diluvio, ¿no?
Sin duda, la paz entre las naciones continúa siendo un sueño kantiano, si acaso.
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