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Jacques Julliard conversa con Sébastien Lapaque

El capitalismo se ha radicalizado

Fuentes: Témoignage Chrétien

Traducción de S. Seguí

Es el fichaje mediático del año: Jacques Julliard, figura destacada del semanario Nouvel Observateur, se convierte ahora en editorialista de Marianne, otro semanario político. Julliard nos explica su desencanto con el semanario de la segunda izquierda (1), al que considera ahora demasiado liberal e insuficientemente radical, y nos habla de la religión, el dinero y Marx.

No es serio cuando se tiene 77 años. La figura histórica de la segunda izquierda rocardiana, ex líder del sindicato CFDT, Jacques Julliard, anunció en noviembre que dejaba el Nouvel Observateur, donde escribía desde hace tres décadas, y fichaba por Marianne, donde escribe una columna semanal desde el 1 de diciembre.

En la raíz de esta ruptura, un desacuerdo cada vez mayor con la línea editorial del gran semanario de la izquierda intelectual. En agosto de 2009, exasperado por la complacencia del semanario para con el Elíseo, Jacques Julliard, recordó «la necesidad de una socialdemocracia de combate» en lugar de lo que consideraba «la socialdemocracia como línea de repliegue de la burguesía de los negocios.»

Unos meses más tarde, sorprendió a todos con la publicación en Libèration de «Veinte tesis para volver a la pista con el pie izquierdo», en la que explicaba que «la izquierda no puede estar representada en unas elecciones presidenciales por un miembro del establishment financiero», con lo que ponía de manifiesto su escaso entusiasmo por la candidatura de Dominique Strauss-Kahn.

Esta repentina vuelta atrás es inusual además de alentadora. ¿Significa quizá que Julliard, que hace dos años publicó un libro titulado L’Argent, Dieu et le diable (Flammarion, 2008), está de regreso a la fiebre y el fuego de su juventud catolico-proudhoniana? Sin duda, es alentador ver que todavía hay hombres en este país que entendienden que el pensamiento sólo es interesante si es cambiante.

LA ENTREVISTA

Témoignage Chrétien: Hay días en los que leer el periódico de la mañana es un ejercicio deprimente. Nos enteramos de que los países son insolventes, que los bancos están en quiebra, que la zona euro está a punto de estallar. Pero esta sucesión de desastres, desde la crisis asiática de 1997, ¿no es profundamente estimulante desde el punto de vista intelectual? ¿Es acaso una de las virtudes de esta inesperada crisis del capitalismo que nos obliga a repensar el mundo?

Jacques Julliard: Esto es lo que traté de explicar en mi libro «Veinte tesis para volver a la pista con el pie izquierdo», publicado en Libération de enero. Hay dos acontecimientos que me han hecho evolucionar desde la posición que tenía. Durante mucho tiempo he creído, y no me arrepiento, que el capitalismo estaba civilizándose por la influencia de los acontecimientos de la guerra y la Liberación (2), mediante un compromiso histórico entre los patronos y las fuerzas sociales progresistas.

Esto trajo treinta «años gloriosos», no lo olvidemos. Y dio lugar a una serie de instituciones, tales como el Plan, reinventado por De Gaulle, que tenía por objeto una especie de diálogo social. Pero la crisis de 2008 reveló lo que ya sabíamos desde hace bastantes años, que un capitalismo de accionistas y propietarios indiferentes al compromiso social había sucedido al capitalismo de gestores de la postguerra.

Los imperativos de la rentabilidad financiera inmediata han puesto fin al diálogo social y a cualquier forma de relación con los sindicatos. Parte de la izquierda, entre otras aquella a la que yo pertenecía, no ha sabido renovar sus análisis con la suficiente rapidez ni constatar que la situación había cambiado. No se trata de saber si somos reformistas o no: para ser reformista hay que ser dos.

Ahora bien, la segunda izquierda ha seguido siendo reformista y moderada, mientras que su interlocutor, el capitalismo, se ha radicalizado por completo y se ha convertido en otra cosa. Para mí, es ésta la gran lección de la crisis. Y lo que ha venido después sólo la confirma: ni siquiera las fuerzas de derechas tienen un mínimo control del aparato financiero y bancario que le permita imponer unas normas prudenciales.

Hemos visto con claridad cómo el G-20 no ha conseguido imponer siquiera un atisbo de control, simplemente porque el G-20, por poderoso que sea, lo es mucho menos que los bancos de los países que conforman el grupo. ¿Cómo no sacar conclusiones? El segundo acontecimiento que me hizo pensar, es el referéndum de mayo de 2005 sobre la Constitución de la Unión Europea.

Yo estaba a favor del «sí» y sigo estándolo. Sin embargo, no había conseguido analizar las razones que impelieron a la mayoría de los franceses a votar «no». Estas razones no eran todas antieuropeas, lejos de ello. Los franceses no votaron «no» porque no quisieran Europa, sino porque no querían ésta Europa. No sólo los entiendo, sino que, en gran medida, creo que tenían razón de votar contra el liberalismo. Por mi parte, voté «sí», pensando que era la Europa liberal, pero que seguía siendo Europa.

Usted pertenece a una escuela de pensamiento que creyó que la superación de las soberanías nacionales permitiría una transferencia de soberanía a una entidad política más amplia. Sin embargo, la soberanía nacional abolida a escala nacional no se ha reconstruido a escala europea. ¿No era acaso el objetivo poner fin a toda forma de intervención política?

¿Era éste el objetivo? No lo sé. En cualquier caso, los efectos no fueron éstos. No obstante, si bien es de lamentar que Europa no ejerza ninguna forma de soberanía sobre los mercados financieros, debemos entender que un Estado-nación tampoco tendría ninguna opción, salvo la de condenarse a la recesión.

En el Estado actual de mi reflexión, creo que es preciso que olvidemos si votamos «sí» o «no» en el referéndum de 2005. Frente a un capitalismo que seguirá siendo internacional, debemos dejar de lado lo que divide a los soberanistas y los federalistas. Estamos en una nueva situación que implica un nuevo análisis del capitalismo y una reconstrucción europea de nuevo cuño.

La construcción de Europa ha pasado por varios periodos. Hubo la Europa de Jean Monnet, que fue una Europa construida entre países relativamente iguales y que dio algunos resultados.

A ésta sucedió la Europa de Margaret Thatcher, en la que se impidió la constitución de un vínculo federal, debido a esa especie de arma de destrucción masiva que ha sido la ampliación de la Comunidad Europea a toda la Europa geográfica. Era evidente que una moneda común en países tan diversos como Alemania, Grecia e Irlanda se debilitaría en cualquier crisis. Es lo que estamos presenciando.

En 1992, Philippe Séguin (3) había hecho de este riesgo de choques asimétricos uno de sus argumentos más consistentes contra el Tratado de Maastricht y la creación de una moneda única. ¿Cómo fue posible pasar por alto este argumento en ese momento?

Porque yo estaba convencido de que no había marcha atrás. Europa no podía parar. En realidad, la construcción europea ha terminado con el Tratado de Maastricht. Nos guste o no, éste fue su último acto.

No se trata de volver atrás, sino de hallar la manera de que el poder político ejerza un poder sobre la economía. ¿Por qué no imaginar, por ejemplo, la nacionalización de las agencias de calificación a escala europea? ¿No es acaso Europa un ámbito de actividad financiera lo suficientemente importante como para ser capaz de imponerse normas propias?

Sí, usted puede reemplazar estos organismos perversos que son las agencias de calificación por otros, más sanos, concebidos a escala europea. Sin embargo, ello no impediría a los otros seguir operando a escala internacional. Y como el dinero circula a alta velocidad por todo el mundo, no podría evitar los ataques de la especulación china, hindú o brasileña a las bolsas europeas…

Me imagino un gobierno de izquierdas que no dude en adoptar determinadas medidas proteccionistas. Habida cuenta de la intercomunicación de las economías, si Francia perdiese su calificación de AAA, ya no dispondría de la solución de cerrar sus fronteras. Este repliegue sería un retorno a la Edad de Piedra. Por lo tanto es preciso superar el enfrentamiento teórico entre los soberanistas y los federalistas para encontrar una solución que nos permita controlar los movimientos de capitales, siempre dentro de la economía mundial. Retirarnos del juego mundial significaría retirarnos de la Historia.

Pero ¿hasta qué punto la política es capaz de recuperar el control? Más allá de las confrontaciones teóricas, ¿cómo hacer posible su regreso?

Esta es la cuestión. En la actualidad, existe un amplio acuerdo, que va de la derecha a la izquierda, por no hablar de la extrema izquierda, que considera que la política debe recuperar el control y la supervisión de las finanzas. Pero, ¿cuál puede ser el instrumento de esta recuperación? Estimo que los Estados ya no lo tienen, y que el G-20 ha terminado en fracaso: los banqueros han vencido.

Sin pretender que la gente salga a la calle de forma regular, o ser un bousculeur, como decía Proudhon, creo que sólo mediante una movilización popular y un apoyo de la población se podrá reiniciar esta superioridad de la política. En mis Veinte tesis…, cuando expreso mi deseo de una amplia coalición, hago un llamamiento a una concentración que modifique el equilibrio de fuerzas a escala internacional.

Nos ha hablado de su recorrido intelectual. ¿Ser compañero de viaje con la segunda izquierda no hace que usted contemple la intervención de la autoridad pública, sea nacional o europea, con cierto recelo, y que recurra a la sociedad más que a la política?

Me sigo considerando de la segunda izquierda en la medida en que creo necesario, a la vez, que lo político predomine sobre la economía y que la sociedad predomine sobre la política. No confío en las finanzas, pero tampoco confío en el aparato político para gobernar la sociedad. Vivimos en sociedades que se han hecho adultas y en las que los individuos ya no quieren ser gobernados desde arriba por las autoridades instituidas.

Es preciso tener en cuenta esta novedad que representa la voluntad de independencia de los individuos y los grupos en relación con las instituciones, ya sean nacionales o transnacionales. Desde este punto de vista, el problema es asegurar el vínculo entre las personas -la sociedad- y la política. Ahora bien, este enlace se encuentra en proceso de disolución. Estamos de acuerdo en nuestro deseo de restaurar la política, pero la gente ya no quiere eso. Están equivocados, no ven lo que es una sociedad sin Estado, sin política, no miden el riesgo.

Sin embargo, estamos obligados a tener en cuenta que su principal reivindicación es la de la autonomía. Es magnífico, desde el punto de vista de la emancipación del individuo, pero es a la vez terrorífico. Al emancipar al individuo se ha emancipado también a los grupos que hoy ya no quieren más Estado. Ahora bien, el gran mérito del Estado es la sumisión de estos grupos.

Pero ¿es realmente el momento de defender a la sociedad contra los abusos del Estado? Esta sospecha respecto al Estado considerado como un Moloch es sin duda fundamental para la doctrina social de la Iglesia…

Este es un punto común entre la Iglesia y la anarquía…

Sí, pero la anarquía, hoy, es el capitalismo. Y no necesita pasar por el Estado para destruir la sociedad. ¿No ha pasado ya de actualidad una determinada desconfianza antitotalitaria hacia el Estado?

Llevar a cabo una lucha política es siempre tomar la iniciativa contra el enemigo principal, lo que no quiere decir que nos olvidemos de los enemigos secundarios. El enfoque de la segunda izquierda consistió en apoyarse en ocasiones en grupos sociales a veces hostiles al Estado, porque el Estado nos parecía un instrumento de parálisis de la sociedad y un obstáculo para la realización individual. Es por esta razón por la que me vinculé a Mayo del 68, aunque con moderación, pero muy firme en las demandas contra el Estado.

Dicho esto, ya afirmé desde el principio, a los amigos como Edmond Maire, que habíamos subestimado el papel del Estado en la política. Es una evolución ya antigua en mí. Llegué a la conclusión de que el Estado, que era nuestro principal enemigo de ayer, hoy es nuestro aliado contra los fermentos de destrucción de la sociedad que se encuentran en el sistema bancario y el económico.

También me parece que la socialdemocracia que afirman que está muerta nunca ha estado tan viva como esperanza a escala internacional. ¿Qué esperan los trabajadores chinos? Protección, y por lo tanto una socialdemocracia que necesariamente pasa por el Estado.

En los años 1970 y 1980, cuando la sociedad de mercado estaba tratando de lograr la metamorfosis de la que hoy medimos los resultados, ¿no resultaba bastante ingenuo exigir una mayor autonomía y subsidiariedad para los organismos intermediarios? ¿La creciente autonomía de las comunidades no hizo la cama del comunitarismo?

En relación con el comunitarismo, yo estuve pronto alerta. El sindicato CFDT, que era mi lugar de reflexión intelectual, no era comunitarista. Al contrario, preconizaba la planificación democrática, lo que es bastante diferente. Pero el debate democrático se complicó por un debate sobre la movilidad de la población. Esto oscureció el problema. Entre las comunidades antiguas y las nuevas, que quieren hacer valer legítimamente su presencia, la relación con la autoridad del Estado no es la misma. En este contexto, es importante recordar que el Estado es un elemento esencial y que no es una federación de comunidades.

Por haber nacido en una familia de tradición jacobina, sin duda tuve la voluntad de ir a contracorriente del estatismo, pero no hasta el punto de querer disolver el Estado. El error del marxismo-leninismo es habernos presentado el Estado como un instrumento de las clases dominantes para la opresión de las clases subordinadas. Es una derrota del marxismo, hoy, la constatación de que el Estado es un instrumento de defensa de las clases dominadas contra las clases dominantes, que actúan sobre el Estado para destruir la sociedad.

Al mismo tiempo, están ocurriendo hoy en el mundo occidental cosas tan grotescas que pueden ser interpretadas basándose en categorías marxistas antes nos hacía sonreír. ¿Cómo no ver, por ejemplo, que estamos asistiendo a un retorno de la lucha de clases?

En mis Veinte tesis…, me refiero a Marx, y en particular a su libro La lucha de clases en Francia, haciendo hincapié en que el modelo que podía parecernos obsoleto, que podía parecernos excesivamente mecanicista en los treinta gloriosos funcionaba de nuevo.

Pasemos de estas Veinte tesis… a su colección de ensayos titulada L’Argent, Dieu et le diable, en la que usted analiza la relación de Charles Péguy, Paul Claudel y Georges Bernanos con el mundo moderno. En este libro, uno se pregunta acerca de la lenta destrucción del conjunto de valores precapitalistas en la que se siguen basando las sociedades modernas y que impiden la absorción de todas las cosas por el dinero. Para restaurar estos valores se necesitaría la fe, en el sentido tanto individual como colectivo. Pero, ¿cómo es posible hacerlo en un mundo donde, como dijo Bernanos, la ansiedad ha sustituido a la fe?

La superioridad del catolicismo frente a otras formas de cristianismo es, precisamente, que concibe la fe con carácter colectivo. Lo que siempre me hace sonreír, en la visión protestante del mundo, es ese tipo de coloquio singular entre cada individuo y Dios. En términos políticos, la fuerza del catolicismo es tener la visión de un destino colectivo de la Humanidad. En la medida en que hoy tenemos la necesidad de ir más allá de nuestra visión individualista, el pensamiento católico es una ayuda. Desde este punto de vista, esta religión es completamente moderna, es uno de los mejores instrumentos de lucha contra disolución individualista de la sociedad.

Para ser justos, debemos recordar que en Estados Unidos, un país de cultura protestante, estamos asistiendo a un regreso inesperado de la filantropía y vemos a hombres como Warren Buffett alejarse de las riquezas al anunciar que dará el 99% de su fortuna de trabajar para obras…

Eso es cierto. Y procede del más puro calvinismo. Me gustaría conocer los sentimientos religiosos de Warren Buffett y sus amigos multimillonarios. En la tradición protestante, ven el dinero como un regalo de Dios, pero piensan también que este dinero debe volver si no a Dios por lo menos a sus criaturas. Esto refleja un deseo de luchar contra la apropiación individual. Hemos entendido mal lo que Max Weber escribió en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, al interpretar su tesis como la valorización de una especie de armonía preestablecida entre Dios y el éxito material en el pensamiento protestante.

En cambio, incluso entre los puritanos de América, el papel de la religión es recordar al hombre que no posee la propiedad que los bienes adquiridos. Ser rico es tener responsabilidad. Desde este punto de vista, la visión filantrópica está mucho menos alejada de un catolicismo social que uno puede imaginar. La riqueza puede ser una bendición, pero a condición de que se haga un uso de ella no egoísta o puramente hedonista, sino social.

  1. Corriente ideológica de la izquierda francesa formada por miembros de la socialdemocracia y otros grupos de izquierda franceses, formulada en el congreso de Nantes (1977) del PS por Michel Rocard, desde entonces figura señera de la corriente. Otros representantes son Pierre Mendès-France, Gilles Martinet, el propio Juillard, etc. (N. del t.)
  2. En Francia, este término político, sin calificativos y en mayúscula, se refiere siempre al movimiento que culminó con el final de la ocupación de Francia por las tropas nazis y la desaparición del régimen colaboracionista del mariscal Pétain, en 1944 (N. del t.)
  3. Ministro gaullista de Asuntos Sociales y Empleo durante el primer gobierno de cohabitación (gaullistas, socialistas) de 1986 a 1988.

FUENTE; http://www.temoignagechretien.fr/