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Presentación de la conferencia de José María Tortosa

Efectos de la crisis en las periferias mundiales: pobreza y «maldesarrollo»

Fuentes:

Presentación de José María Tortosa en el ciclo de conferencias sobre «Crisis económica», organizado por el área de Economía Política de la Facultad de Estudios Sociales y del Trabajo de Málaga, 20 de diciembre de 2010

José María Tortosa ha sido, y sigue siéndo, profesor de Sociología de la Universidad de Alicante, actualmente en situación de «emérito».

Amén de sus muchos libros y artículos publicados, de sus viajes por todo el planeta, lo que interesa especialmente de José María Tortosa es su compromiso con este mundo. Llama la atención la centralidad de sus preocupaciones: la pobreza, la pauperización, el hambre, la paz y todo ello desde una perspectiva de la lógica global del sistema capitalista: del «juego global» como él ha titulado a uno de sus libros. 

Coincide en estas preocupaciones con John K. Galbraith cuando afirmaba que los dos puntos no resueltos en este cambio de milenio, y que están de una manera preferente en la agenda colectiva, son, por un lado, «el enorme número de gente muy pobre incluso en los países ricos y notablemente en los EEUU» y por otro el armamentismo que «nos sitúa en el filo de un fin total de la existencia de la civilización en el planeta y tal vez de la vida misma». Quizá faltaría añadir, en esa agenda prioritaria, el deterioro galopante de la biosfera, que conecta con ambas preocupaciones: la pobreza causada directamente por el deterioro de los ecosistemas y de los recursos vitales, y la lucha por los recursos y los ecosistemas como fuente directa de conflictos y guerras. 

Como dice el ya fallecido poeta José Viñals: 

«Así como la índole de un hombre es deducible de su obra, la índole de una obra es deducible de la personalidad y de la conducta de su autor». Existe un círculo virtuoso en el que el hombre hace a la obra que hace al hombre (igual que a la mujer). Aquí se puede entender mejor eso, que José María Tortosa dice en algún momento de su obra, no entender del todo. Se refiere a la tesis XI de Marx sobre Feuerbach según la cual «los filósofos han pretendido entender el mundo, lo que hace falta es transformarlo». La circularidad que proponemos se puede aplicar a aclarar esta propuesta (no sé si sería ésta una de las intenciones de Marx): no es tanto un propósito como una retroalimentación fluyente que puede frustrase, pero como se ha visto desde la óptica del poeta se da de consuno. De nuevo: el hombre (y la mujer) hacen una obra que los hace… salvo que se resistan y se aíslen en sus torres de marfil respectivas. 

José María Tortosa es dócil, se deja llevar por su obra y ahí lo vemos peleando con denuedo con el mundo para hacerlo más justo y habitable. 

Llama la atención en su tarea, la critica que hace a ese atajo denominado «revolución», porque en su nombre se mira estrictamente al futuro, al medio y largo plazo, al «cuanto peor, mejor» y, mientras, la pobreza y la violencia, aquí y ahora, hacen de las suyas. Por eso se pregunta «¿carecen de sentido, entonces, las ayudas al desarrollo, todos los 0.7% que en el mundo han sido?» Y se contesta. «Creo que sí tienen sentido. Pero no hay que engañarse… Si hemos de ser sinceros, no solo no cambian (el mundo) sino que colaboran en su mantenimiento» [i]

Esta tensión tiene un nombre, o mejor, tiene muchos nombres, porque estamos siempre en la tesitura, en la duda, de qué viene antes lo que tenemos delante o lo que legamos a nuestros hijos. Estamos en la incertidumbre de si el mal menor es el mejor atajo del mal mayor o si, a pesar de ello, los actos autotélicos – aquellos que tienen una finalidad en sí mismos- hay que darles cumplimiento. En fin, si el pan para hoy es hambre para mañana… pero sigue siendo pan para hoy.

Recurro de nuevo a un poeta que quizá nos aclare la situación. Esta vez voy a echar mano de mi amigo Jorge Riechmann, que en un poema titulado En los días en que se juzgaba a Scilingo , decía:  

Cuántos fueron

Cuántos fueron

No basta que me digan treinta mil

Yo necesito saber

si 29.998

ó 30.112

Díganme cuántos fueron.

Y es que todos cuentan, todos contamos. Quizá sea esta consideración un signo claro de civilización, en la medida que descarta todo tipo de discriminación. Somos iguales cualquiera que sea la generación de que tratemos.

Por eso cuando leí en el Informe Brundtland que: «Actualmente hay en el mundo más gente que pasa hambre que nunca en la historia de la humanidad, y su número va en aumento. (Que) en 1980, 340 millones de personas repartidas en 87 países en desarrollo no recibieron el aporte de calorías suficiente para prevenir un desarrollo anormal y serios riesgos de enfermedades. (Que) en total era inferior a las cifras correspondientes a 1970 en términos de proporción de la población mundial, pero en términos de cifras totales representa un aumento del 14 por ciento.» (Nuestro futuro común (Informe Brundtland), 1987, Alianza Editorial, p. 51), digo que ante la lectura de este texto pensé que estábamos en el peor momento de la historia de la humanidad, si es que para todos el orden económico, social y personal debe orientarse a la «alegría de vivir» como nos proponía Georgescu Roegen, padre de la Economía Ecológica. 

Hace unos años hemos llegado a más de mil millones de hambrientos. Qué pronto, ay, el Brundtland se ha quedado anticuado. 

Todo esto nos incita a la acción: algo habrá que hacer, y nos lanzamos ayudar a los países pobres hacia el «desarrollo». Pero José María nos advierte: «no voy a criticar la, por otro lado, ya menguante «ayuda al desarrollo» sea del tipo que sea. Sí quiero hacer ver que la mejor «ayuda» es la que pasa por el cambio de hábitos, costumbres, percepciones y políticas de los países ricos». Y sí quiero hacer ver que las «ayudas» para que el donante «se quede a gusto» con su (falsa) conciencia, pueden ser, incluso a corto plazo, un remedio peor que la enfermedad» [ii] 

Esto me da píe a hacer una de esas recomendaciones que son muy fáciles de decir pero difíciles de extender, tanto como esas otras tan repetidas de que hay alimentos para todos y que, por tanto, el hambre es una cuestión de mejor distribución de los mismos. Algo así, pero referido a una instancia que está más en nuestras manos. Me refiero a la dieta. Si tuviésemos una dieta más vegetariana, por parte de los países ricos, las presiones sobre los territorios, sobre las selvas, sobre los animales, sobre la salud y sobre el hambre podrían reducirse notablemente… Claro, que la dimensión política del mejor reparto seguiría siendo inexcusable, pero al menos colocaríamos a los territorios, a las selvas, a los animales y a la humanidad en mejores condiciones «objetivas» para practicar una política alimentaria justa y suficiente. Quede ahí la recomendación, y la traigo a colación porque se habla poco de ella. [iii] 

José María Tortosa nos viene a hablar del «maldesarrollo», que como nos advierte es un neologismo usado por otros pero que a él le es especialmente útil. A nosotros, sin querer, nos remite a «malrrollo» o a «malenrrollado» y por tanto difícilmente desplegable. En realidad, el término como nos dice el autor es una forma de liquidar el viejo mito del Progreso, según el cual todo tiempo futuro sería mejor por acumulación de todo. Esto hizo pensar a algunos revolucionarios que el capitalismo se autodestruiría por sus crecientes contradicciones internas y que bastaría sentarse a la puerta de la casa para ver pasar, antes o después, el cadáver del enemigo capitalista. 

Yo creo que sí, que antes o después alguien verá pasar el cadáver del capitalismo.

¿Por qué va a ser eterno?, pero en su intermedio los sufrimientos que acarreará serán tan ingentes que la inacción, incluso con todas las perplejidades que nos asaltan, nos está vetada: no podemos sólo entender el mundo. Y, sobretodo, puede que el mundo que deje después no sea ya habitable para la especie humana. 

En un alarde de biocentrismo, de nostalgia y, quizás, de desesperación así lo ve el poeta y así lo canta: 

Tiemblo por el antílope, por el lobo y por el ser humano

pero quedan y quedarán suficientes mohos, bacterias e insectos

como para que este planeta siga siendo un lugar muy agradable.

(J. Riechmann)

Apostillo… que nos podemos perder.

Nos venden la moto de las excelencias de la civilización industrial con indicadores como la esperanza de vida o la mortalidad infantil, y todos nos callamos ante tales argumentos y los damos como irrefutables, pero las dos siguientes citas nos pueden sacar de nuestros arrobos:

Una, de José María Tortosa, cómo no. Él afirma que:

«Ahí está, pues, el maldesarrollo. Aunque tal vez, las condiciones de vida para la especie hayan mejorado y, de manera concomitante, hayan mejorado la esperanza de vida o la mortalidad infantil, las diferencias internas dentro de la especie han empeorado de forma evidente, razón por la cual se pueden abrigar serias sospechas sobre la validez de los promedios como la esperanza de vida o la mortalidad infantil» [iv]

Esas sospechas se confirman. En el número 118 de la Revista Antropos (1991) dedicada a la salud, podemos leer en su editorial, como síntoma de la crisis mundial de la salud:

«…la detención de la esperanza de vida en los países más desarrollados y prolongación en los países menos desarrollados gracias al descenso de la mortalidad infantil; pero en ambos casos la esperanza de vida de los adultos y de los mayores de 50 años no ha progresado mayormente en este siglo».

Hablando de esperanzas ¿cuál es el estado del «pesimismo de la razón y del optimismo de la voluntad» gramscianos?

Echo de menos en los discursos de la izquierda, no ya la invocación a la importancia de los ecosistemas y al deterioro del medio ambiento, que casi nadie elude, con más o menos convicción. Ya hemos pasado esa etapa de considerar a los ecologistas como pequeños burgueses o gente que apunta a cuestiones de segunda importancia. Eso ha pasado, en gran parte. Me refiero a otros asuntos que pueden abonar el campo del «optimismo de la razón».

Hablamos de los bienes comunes, su propiedad y su gestión, que han existido a lo largo de la historia de la humanidad, algunos lo siguen haciendo desde hace 800 años, como ha estudiado Elinor Ostrom que «ha puesto esto en cuestión la afirmación convencional de que la gestión de la propiedad común suele ser ineficiente», por lo que le han concedió el premio Nobel de economía de 2009. Igualmente la Asociación Internacional para el Estudio de los Bienes Comunes, creada en 1989, cita cientos de sistemas de gestión colectiva de recursos comunes en funcionamiento, en especial en países no industrializados.

Hablamos de los fenómenos simbióticos en la naturaleza y en la biosfera que al decir de Lyn Margulis son, más frecuentes e importantes que los de competencia. Podemos concluir con Margulis que: «la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación». Sin ir más lejos hay que destacar que el paso de las células procariotas a las eucariotas es una evolución debida a una simbiosis de seres vivos. Es decir, el paso del mundo bacteriano a todos los demás reinos vivos, incluidos el animal, es un salto simbiótico. Por ello tiene sentido hablar de un planeta simbiótico.

Hablamos, por fin, de unos de nuestros parientes más próximos, los bonobos, cuyas formas de vida son cooperativas y amorosas: hacen el amor y no la guerra.

Hablamos de arqueología, es decir de los abundantes periodos prehistóricos en los que no hay señales ni restos de violencia guerrera.

Hablamos, por último, de las neuronas espejos, del ojo colaborativo y de la neotenia en los seres humanos: esas propensiones a la sociabilidad, la colaboración y la empatía.

Estos temas, tan poco conocidos y estudiados abren otra perspectiva a la clásica del darwinismo de la lucha por la vida, o a la del principio de muerte freudiano, o a la agresividad innata en la especie humana y en otras especies.

Ninguna de estas cuestiones pretende un nuevo paraíso en la tierra, ninguna obvia la necesidad de la política, pero abren las ventanas de otro mundo mejor verdaderamente posible. Otra asunto es el de las probabilidades con que cuenten en la actualidad.

Por último, José María quiere relacionar todo esto con la crisis y sus efectos en las periferias mundiales. Aparte de los 50 o 60 millones adicionales de parados que antes tenían un salario, y de las condiciones tremendas por la que están pasando las gentes a las que les quitan sus casas, a las periferias del centro la situación se les empieza a parecer a lo ocurrido en otras regiones en los años setenta y ochenta. El gran capital nos ha invitado a una especie de festín de Baltasar, sin advertir la mayoría de que teníamos encima de nuestras cabezas la espada de Damocles de la trampa de la deuda. Con la lógica que cuenta Naomi Klein en su libro «La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre» (2007), cual carroñeros, el staff neoliberal se está abalanzando sobre países enteros (ahora ricos) para someterlos a los ajustes estructurales conocidos, de acuerdo a los intereses de esa élite mundial, cada vez más concentrada.

Concluimos esta presentación con esa metáfora médica, que tomamos de José María, según la cual «la corrupción no es una enfermedad del capitalismo, sino un síntoma de una enfermedad: el capitalismo» [v] . La metáfora, en su lógica, nos invita a la curación y si se trata de una enfermedad senil, como sostiene Samir Amin, a una eutanasia asistida.

He aquí el hombre: es de este mundo, es de nuestro mundo, está comprometido con el mundo.

Os dejo a solas con él


Notas:

[i] Tortosa, J.M. (2001), El juego global. Maldesarrollo y pobreza en el capitalismo mundial. Icaria, p.18

[ii] Íbidem, p. 18

[iii] Riechmann, J. (2005), Comerse al mundo. Sobre ecología, ética y dieta, Ed. del Genal

[iv] Tortosa, J.M., (2001), o.cit. p. 137

[v] Tortosa, J.M. (1995), Corrupción, Icaria, p. 93p

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.