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Sobre el “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental”, de Ernesto Che Guevara

Por la revolución mundial

Fuentes: La Jiribilla

Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental» es el texto más «maduro» de Ernesto Guevara, considerado uno de sus últimos mensajes políticos. Históricamente, ha sido algo así como su «testamento político». El Che no lo pensó en esos términos: no pensaba morir, no fue a Bolivia a caer como un mártir […]

Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental» es el texto más «maduro» de Ernesto Guevara, considerado uno de sus últimos mensajes políticos. Históricamente, ha sido algo así como su «testamento político». El Che no lo pensó en esos términos: no pensaba morir, no fue a Bolivia a caer como un mártir ni un suicida, como dicen algunos biógrafos apresurados y malintencionados…; pero, de algún modo, su último mensaje resume una apuesta política a favor de la revolución mundial, contra el imperialismo, por el socialismo.

Este mensaje conserva vigencia en sus trazos esenciales y estratégicos. No en aquello que se fue con la historia o que pertenece al pasado, a lo pretérito, sino en aquello que define una perspectiva revolucionaria integral, universal: «globalizada», para utilizar un término muy en boga en nuestra época. Con el máximo de los respetos, creo que el internacionalismo no nació en Seattle.

Su «Mensaje a los pueblos del mundo…» fue publicado por primera vez hace 35 años, el 16 de abril de 1967, en el suplemento especial de una revista que sigue saliendo hoy: Tricontinental.

¿De dónde salió el nombre de la revista? Cuando el texto se publicó, Ernesto Guevara estaba en Bolivia y aún no se sabía públicamente. El nombre de Tricontinental provino de una conferencia mundial que se hizo en enero de 1966 en La Habana. Se llamó la Conferencia Tricontinental de los Pueblos. Agrupó a los tres continentes que en aquel momento estaban desarrollando la lucha antimperialista y que se presentan en el texto del Che: América Latina, Asia y África. En la Conferencia Tricontinental participaron -el Che hace referencias, unas veces abiertas, otras implícitas- los dos grandes «colosos» que en aquella época encabezaban lo que se suponía era la alternativa al capitalismo: la Unión Soviética y China. Hubo una delegación argentina muy importante: plural y heterogénea, con representantes marxistas, peronistas de izquierda, socialistas, comunistas, etcétera.

Allí se constituyeron, informalmente, tres bloques políticos. La Conferencia Tricontinental -el mensaje del Che no se entiende al margen de ese momento histórico- se dividió en tres grandes «grupos de opinión», para llamarlos de algún modo: a la hora de votar, a la hora de discutir qué era el imperialismo, cuáles eran los métodos para enfrentarlo, cuál era el eje de la lucha… Por un lado, el bloque encabezado por la Unión Soviética, acompañado por la mayoría -no todos- de los partidos comunistas latinoamericanos. Por otro, el bloque de China, acompañado por Indonesia, algunos países africanos y unos pocos partidos comunistas latinoamericanos. Y el tercer bloque estaba encabezado por Cuba, acompañado por Vietnam ―que llevó una importante delegación tanto del Norte, como del Frente de Liberación de Vietnam del Sur (Vietcong): en esa época estaban divididos por el imperialismo en dos países. El tema de Vietnam es muy importante en el pensamiento político y estratégico del Che.

Este tercer bloque también estaba acompañado por el Partido Comunista de Venezuela, encabezado por Douglas Bravo, que seguía la línea del Che Guevara y Fidel Castro, en «oposición» a la soviética. También lo conformaban muchos otros países africanos, junto con partidos y movimientos revolucionarios latinoamericanos. Era una Conferencia que agrupaba a estados, pero también a partidos y movimientos: algo similar -aunque muy lejano- a lo que es y fue durante la última década el Foro de San Pablo o el Foro Social Mundial de Porto Alegre; pero, en esa época, las Organizaciones No Gubernamentales no existían, entonces iban los Estados no-capitalistas y partidos, movimientos, frentes, grupos guerrilleros del continente. La Conferencia tenía, obviamente, un componente mucho más radicalizado que el Foro Social. Se discutían los «cómo», pero nadie discutía que la perspectiva era el socialismo. Ese era el suelo común: bien distinto al del Foro Social Mundial, donde conviven corrientes muy heterogéneas.

El bloque de Cuba y Vietnam levantaba a la lucha armada como método fundamental de lucha contra el imperialismo. Paradójicamente, a esta vía se opusieron allí tanto la delegación china, como la soviética. Era una época de pleno conflicto chino-soviético, como aparece en el texto del Che: a comienzos de los años 60, la República Popular China ―que logra el triunfo de su Revolución en el año 1949― se distancia del que había sido su principal aliado, la Unión Soviética, y empieza una confrontación muy fuerte entre ambos, incluso con ejércitos paralelos en las fronteras y con riesgos de guerra. La división se generalizó en todo el mundo. Los partidos comunistas empezaron a dividirse en «prosoviéticos» y «prochinos». Ese conflicto está presente en el pensamiento del Che: amargamente, porque él señala muchas veces la «guerra de zancadillas» que estaban haciendo las dos superpotencias socialistas, dejando solo a Vietnam…

 

La década de la Tricontinental

En Argentina gobernaba entonces el general Onganía, después del golpe de Estado de junio de 1966. También podemos decir, como bosquejo, que esa década en la que el Che escribe este texto, fue de rebeldías políticas y culturales al mismo tiempo. Se independizó Argelia, luego de una guerra donde el ejército francés -el hoy famoso Le Pen era un torturador en Argelia- implementó la tortura sistemática y luego se las enseñó a nuestros generales en la Escuela de Guerra argentina; varios países africanos se descolonizaron; en los países capitalistas desarrollados hubo una ola de grandes huelgas fabriles: en Italia, por ejemplo; y una gran efervescencia estudiantil durante toda la década. En el 68, un año después del asesinato del Che, florece el «mayo francés», como también ocurre en EE.UU., Alemania, Japón y en México, entre otros países.

En el plano cultural, podemos recordar brevemente, como parte del contexto, que fue una década en la que afloró un conjunto de teorías y de corrientes críticas, contestatarias, con pretensiones revolucionarias, en el terreno de las ciencias sociales y de la política. La rebeldía contra el sistema no solo atravesó a la práctica y la militancia políticas: también «cortó en dos» la vida científica y la vida cultural. Por ejemplo, la Teoría de la Dependencia, que surgió entre algunos intelectuales latinoamericanos como crítica de la economía política «oficial» de aquellos años: una crítica contra el pensamiento que sostenía en aquella época la Comisión Económica Para América Latina. La CEPAL era una institución ligada a las Naciones Unidas que proponía que los países latinoamericanos, para salir de la pobreza y el subdesarrollo, se tenían que «modernizar». Modernizar implicaba, para ellos, introducir el capitalismo en la agricultura, desarrollar grandes vías de comunicación, etcétera.

La Teoría de la Dependencia cuestionó eso: planteó el sinsentido de creer que los países latinoamericanos, si adelantamos un poquito, vamos a ser como EE.UU.; sostuvo que el capitalismo es un sistema mundial, en el que América Latina es parte de la periferia y el imperialismo es parte de las metrópolis. El «subdesarrollo», entonces, es la consecuencia necesaria del sistema mundial capitalista, no un hecho accidental o accesorio de segundo orden.

Es también la década en que surge la Teología de la Liberación, aunque todavía no con ese nombre. Probablemente, el nombre se lo proporcionara en 1974 un teólogo peruano: Gustavo Gutiérrez; pero la práctica sí estaba en aquel momento. Camilo Torres es uno de los principales exponentes de esta corriente. El Che hace referencia a él en su mensaje.

En el plano de la Estética, fue una década de modernización cultural en la que la vanguardia se entrecruzó con la política. En Buenos Aires, el célebre Instituto Di Tella se fractura y se generan expresiones militantes como el caso de «Tucumán Arde».

Mientras, para EE.UU. y para las metrópolis imperialistas, también constituyó una década de fermento, de crítica y de «indisciplina social». Fue la década del «hippismo»: se puede discutir si era o no revolucionario, pero sí constituyó un cuestionamiento a la sociedad de consumo y a sus normas de vida. Hasta en el plano de la literatura, resultó una década muy revulsiva en EE.UU.: el tiempo de la «generación beat», con escritores «malditos» como Burroughs o Kerouak, que elogiaban el hacer grandes viajes con la mochila al hombro y no trabajar mansamente en una oficina o en una fábrica.

En el plano de la Sociología, fue una década en la que se cuestionó como disciplina misma, incluso en EE.UU. Un gran pensador, Charles Wright Mills, rivalizó con toda la Sociología norteamericana por ser cómplice en las guerras de rapiña de EE.UU. Los sociólogos yanquis, decía Wright Mills, investigan cómo dominar mejor, cómo hacer mejor la guerra. Un discípulo suyo, Alvin Gouldner, señalaba que los sociólogos académicos norteamericanos estudiaban cómo ganar la guerra de Vietnam, cómo neutralizar la protesta de los negros, de los afroamericanos en su país. Los sociólogos «científicos» -el estructural-funcionalismo, por ejemplo- son cómplices del sistema, decían Wright Mills y Alvin Gouldner.

Asimismo, fue una década en la que se produjo un debate mundial sobre el tema del humanismo y el marxismo, acerca de si eran o no compatibles. El Che Guevara tomó posición; pero no fue el único: hubo una literatura muy importante, en esa década, que refirió al tema del «joven Marx», el problema de la alienación -una categoría que se incorporó al lenguaje de la vida cotidiana, pero que es de origen filosófico. El terreno de esas discusiones fue la década de los 60.

En medio de estas rupturas y emergencias, el mensaje del Che no está escrito «en el aire»: es el producto, el punto de llegada de una década que en todo el mundo ―desde Asia, América Latina y África, hasta las metrópolis norteamericana, alemana e inglesa― estaba fermentada por la indisciplina y la búsqueda de nuevos horizontes.

Se podría pensar, por ejemplo, que la disciplina social que el capital le había impuesto a la fuerza de trabajo a nivel global, a través de dos guerras mundiales, se empezó a resquebrajar en la década de los 60. Fue un decenio de gran rebelión contra el capital y le siguió, en los años 70, una contrarrevolución que hoy se conoce popularmente como «neoliberalismo». Aparecen entonces Pinochet ―uno de sus iniciadores a nivel mundial―, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, todo el conservadurismo…

Sin embargo, la década de los 60 es justo el interregno entre el fin de la disciplina de la fuerza de trabajo ―que se implementa, sobre todo, en Europa Occidental a partir de la Segunda Guerra Mundial― y la contrarrevolución neoliberal.

 

Los mensajes del Che

Volviendo al mensaje del Che, es importante señalar algunos puntos.

Primero: el Che empieza hablando sobre aquella década del «optimismo» porque, supuestamente, hay paz. Dice: «Hay un clima de aparente optimismo en muchos sectores de los dispares campos en que el mundo se divide». Más adelante, Guevara se pregunta si la paz que genera el optimismo es real.

¿A qué hace referencia con el optimismo y la paz?

Fundamentalmente, a la política oficial que en aquella época tenía la Unión Soviética: conocida en el lenguaje de sus dirigentes como la «coexistencia pacífica»; en otras palabras, la posibilidad de competir con el imperialismo en el terreno económico y en el ideológico, pero no en el terreno político-militar. Recordemos que después de la Segunda Guerra Mundial hubo un reparto del mundo, un reparto de «zonas de influencia», en el famoso acuerdo de Yalta. Allí, la Unión Soviética se comprometía a «no generar disturbios», a no apoyar activamente a movimientos revolucionarios en la zona de influencia norteamericana. Efectivamente, fue así: gran parte de las rebeliones y revoluciones, desde la juvenil del Mayo Francés de 1968 hasta la Revolución Cubana de 1959 o las guerrillas africanas, no tuvieron apoyo soviético, a pesar de que este país tenía una cantidad de armas impresionante e, incluso, un gran arsenal nuclear. La vieja idea, según la cual «sin el apoyo ruso no había Revolución Cubana», es un poquito ―para decirlo elegantemente― unilateral, porque la Revolución triunfó en 1959 sin armas soviéticas, sin asesores soviéticos, sin tropas soviéticas, sin dinero soviético. El vínculo entre Cuba y la URSS es posterior a esa fecha.

El Che Guevara polemiza con esa tradición de la coexistencia pacífica cuando habla, al comienzo de su mensaje, del «desmedido optimismo» que reina como si viviéramos en paz solo porque no hay guerra mundial. Y se pregunta entonces si esa paz es verdadera. Está discutiendo con la posición soviética.

¿Dónde se puede encontrar esta idea? Además de las opiniones que todos podemos tener, hay documentos: por ejemplo, hay registros de una conferencia mundial varios años anterior a la Tricontinental ―recordemos que la Internacional Comunista, fundada por Lenin, había sido disuelta por Stalin en 1943― en la que se sancionó la «coexistencia pacífica» y la estrategia de «tránsito pacífico». En su declaración, se planteaba que «la clase obrera y su vanguardia, el partido marxista-leninista, tienden a hacer la revolución por vía pacífica […] En varios países capitalistas, la clase obrera, encabezada por su destacamento de vanguardia, puede conquistar el poder estatal sin guerra civil» (Declaración de la Conferencia de Representantes de los Partidos Comunistas y Obreros, Anteo, 1960). Esta Conferencia agrupó ―así decía la liturgia de la época― a todos los partidos comunistas y obreros del mundo: los que estaban enrolados en la línea pro-soviética. Allí se sostiene, explícitamente, que el camino hacia el socialismo tiene que ser un camino pacífico, es decir, que tiene que haber una «vía pacífica al socialismo». Algo que después, de manera trágica y con toda la honestidad revolucionaria ―al punto que entregó su vida en este proyecto―, intentó llevar a cabo Salvador Allende en Chile: la transformación del capitalismo al socialismo por vía pacífica y, fundamentalmente, por la parlamentaria e institucional.

Muchas veces, cuando se recuerda y se machaca con «el fracaso» del Che en Bolivia, no se dice una sola palabra del supuesto triunfo, de la supuesta viabilidad, del supuesto realismo que habría acompañado al camino alternativo frente a la propuesta del Che: es decir, al camino emprendido por Salvador Allende junto con sus compañeros y compañeras. Esto lo afirmo ―de más está decirlo― con todo el respeto y la admiración personal por Salvador Allende, por su integridad ética y política, por su entrega a los valores más nobles de la humanidad; pero, al mismo tiempo, me pregunto: ¿no vamos a extraer ninguna consecuencia política de 1973, ninguna conclusión teórica del supuesto «triunfo de la vía pacífica al socialismo» que nos proponen ―todavía hoy― como alternativa viable y realista frente al fracaso del Che Guevara?

Años después, esa misma doctrina de la vía pacífica preconizada por los soviéticos desde fines de los años 50 y ensayada por Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile hasta 1973, la adoptó como estrategia oficial el «eurocomunismo». Es decir, los partidos comunistas de Francia, Italia y España, a mediados de la década de los 70, antes de convertirse oficialmente en socialdemócratas ―como en el caso italiano.

Gran parte de los teóricos académicos europeos actuales o de los últimos años que promueven la peregrina idea de que no hay que luchar por el poder, de que «la idea de revolución es vieja y anticuada», de que el marxismo constituye apenas una ideología economicista «que no entiende de política y aplasta a los movimientos sociales», son hijos directos del eurocomunismo. Conformaron sus bases teóricas y filosóficas en el interregno europeo que abre con la derrota de 1968 y cierra con el auge del eurocomunismo y la «vía pacífica». Conviene no olvidarlo a la hora de discutir el problema del poder.

Pero en la década de los 60, esa era la posición oficial de la Unión Soviética. Exactamente contra esa posición discute el Che Guevara en su mensaje a través de la Tricontinental, cuando comienza problematizando la noción de «paz». ¿A qué llamamos «paz»? ¿Cómo vamos a construir una paz mundial real, que no presuponga guerras de masacre permanente?

El Che plantea luego otro tema para discutir: formula la idea y la noción del imperialismo entendido como sistema mundial. En esa época no estaba de moda pensar así. Hoy día, hasta cualquier periódico burgués nos habla de «sistema mundial», de «la globalización», de «orden mundial». Hasta La Nación o Ámbito Financiero, diarios argentinos de extrema derecha y sumamente conservadores, hablan de «globalización».

Años después, un académico norteamericano, Immanuel Wallerstein, publicó varios tomos a partir de 1974 para entender la historia del capitalismo como un sistema mundial. La idea consiste en no estudiarlo país por país ―separados y aislados―, sino en forma inversa: desde sus inicios, desde la transición entre feudalismo y capitalismo, entendiéndolo como un sistema mundial. Luego se puso de moda en la Academia. El último libro que discute sobre esta idea es un texto de Toni Negri: Imperio, que ha tenido una repercusión enorme en el campo progresista y con cuya visión discrepo profundamente.

Negri plantea al capitalismo como una sociedad mundial. Sin embargo, pareciera que cuando Negri dice que «los viejos internacionalistas proletarios», «los viejos revolucionarios» no tenían una visión mundial, sino una visión de país por país, está planteando las cosas de manera completamente unilateral y forzada. Basta leer el mensaje del Che para corroborar que su perspectiva no tiene nada que ver con lo que plantea Negri.

¿No será que cuando Negri habla, polémicamente, sobre «los viejos internacionalistas», «los viejos revolucionarios» que no llegaban a mirar al mundo como una unidad, está pensando en sí mismo? Sería mejor si hablara en primera persona, en lugar de atribuir al conjunto de la izquierda mundial sus propias debilidades de los años 60 ―por ejemplo su limitación eurocéntrica, su provincianismo político reducido a Italia y a Europa Occidental.

Otro tema para discutir, a partir del mensaje guevariano, sería: ¿cuál es el campo privilegiado de la lucha en el planteo del Che? El Che Guevara prioriza, como lo hacía la Conferencia Tricontinental: Asia, África y América Latina. Es el eje principal ―no el único― de la confrontación con el imperialismo. Tampoco esto era común: durante mucho tiempo, en la tradición revolucionaria existió ―y sigue existiendo― un fuerte eurocentrismo. ¿Qué quiere decir esto? Significa: hasta que no se libere la clase obrera inglesa o alemana, nosotros, los de América Latina, Asia y África, no tenemos nada que hacer; mejor, cruzarnos de brazos.

Esta visión, supuestamente «marxista», todavía se repite en el campo académico y entre muchos marxistas europeos que se sienten genuinamente revolucionarios. Algunos los escriben; otros, simplemente, lo piensan y no lo dicen, aunque sus estrategias políticas se asienten implícitamente en esta visión. El Che discute en torno a este fenómeno, de manera ácida, dura, mordaz, polémica.

Otro punto en debate es el papel de la OEA y de las Naciones Unidas, arista que sigue siendo polémica. En 2002 apareció un artículo muy polémico del periodista argentino Horacio Verbitsky, en el que cita informes de la OEA y de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, según los cuales los revolucionarios colombianos son «terroristas, violadores, torturadores, asesinos…».

Es un tema que tenemos que seguir discutiendo: si para nosotros es confiable lo que dicen las Naciones Unidas, que han avalado todas las guerras, situados siempre ―en nombre del «derecho»― del lado de los poderosos. El Che tenía una opinión muy fuerte al respecto. Dice explícitamente: «las Naciones Unidas y la OEA son máscaras del imperialismo»; por lo tanto, jamás las vamos a aceptar como una fuente fidedigna. Bajo la bandera «neutral» y «equidistante» de las Naciones Unidas se han masacrado y bombardeado pueblos enteros. Era la época del Che; en la nuestra, no ha cambiado mucho la cosa: quizá haya empeorado….

Por otra parte, Guevara sostiene que «Vietnam, esa nación que representa las aspiraciones, las esperanzas de victoria de todo un mundo preterido, está trágicamente solo». ¿Por qué «solo»?: porque Vietnam está aislado en su enfrentamiento con EE.UU. El Che critica aquí a las dos superpotencias, China y la URSS: «[…] Pero también son culpables los que en el momento de definición vacilaron en hacer de Vietnam parte inviolable del territorio socialista, corriente, sí, los riesgos de una guerra de alcance mundial, pero también obligando a una decisión a los imperialistas norteamericanos. Y son culpables los que mantienen una guerra de denuestos y zancadillas, comenzada hace ya buen tiempo por los representantes de las dos grandes potencias del campo socialista».

De esta forma, el Che le cuestiona al Pacto de Varsovia ―un pacto de asistencia recíproca en el plano político-militar, entre la Unión Soviética y los países del Este― la exclusión de Vietnam dentro de su territorio inviolable. Si las potencias imperialistas invadían Polonia, había guerra mundial; si invadían Rumania, había guerra mundial; si invadían o bombardeaban la Unión Soviética, había guerra mundial. ¿Por qué, entonces, si invadían o bombardeaban Vietnam, no había guerra mundial? ¿Qué razones geopolíticas llevaban a dejar solo a un pueblo del Tercer Mundo y no tomarlo como un territorio propio para que impunemente lo desangrasen?

Por último, el Che plantea las tareas continentales de América Latina. Este tema sigue pendiente hoy en la izquierda argentina y latinoamericana. El Che es muy terminante; tiene una formulación muy famosa, casi idéntica a la que en 1928 hiciera José Carlos Mariátegui: «o revolución socialista o caricatura de revolución».

En ningún momento acepta Guevara que en América Latina las tareas consistan en construir una «revolución nacional», «democrática», «progresista», que deje al socialismo para el día de mañana. De una manera muy tajante y polémica, asegura que si la revolución no se planea socialista, será solo «una caricatura de revolución»; un intento que, a la larga, terminará en fracaso o en tragedia como ocurrió tantas veces.

Aborda también el tema de la burguesía. No la denomina «nacional», sino «autóctona». Es un asunto que ha vuelto, en los últimos años, en propuestas y debates de economistas e historiadores nacional-populistas o de centroizquierda, quienes certifican la existencia de una burguesía nacional latinoamericana como un aliado nuestro, con quien hemos que hacer alianzas contra el imperialismo. Lo anterior implica también toda una serie de políticas de alianzas en el terreno ideológico, cultural, etcétera.

El Che plantea que las burguesías autóctonas son parte del imperialismo, que no tienen autonomía propia: «han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo ―si alguna vez la tuvieron― y solo forman su furgón de cola». Guevara formula esta idea casi una década antes del plan de Martínez de Hoz [Ministro de Economía de la dictadura militar argentina de 1976]. No habría que esperar a este año para, recién allí, empezar a pensar que la burguesía nacional no puede dirigir. ¡No! Casi una década antes de la supuesta desindustrialización, ya el Che descree de la capacidad emancipadora de la burguesía autóctona latinoamericana ―»nacional» para sus defensores.

Por último, Guevara plantea el tema de la confrontación armada y señala los límites muy fuertes de la lucha callejera. «Y los combates no serán meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos, ni de huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo enfurecido que destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de las oligarquías gobernantes; será una lucha larga, cruenta», dice el Che, poniendo un límite muy fuerte para poder realmente hacer una revolución.

Guevara había afirmado en El socialismo y el hombre en Cuba (1965): «Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad». Y en el mensaje, plantea una dialéctica muy difícil de aprehender desde los valores inculcados en nosotros por las clases dominantes, porque convengamos en que nos han educado ―más allá de credos y religiones― en la cultura del «poner la otra mejilla».

En un célebre poema, decía Bertolt Brecht: «Me gustaría ser sabio también / Los viejos libros explican la sabiduría: / apartarse de las luchas del mundo / y transcurrir sin inquietudes nuestro breve tiempo. / Librarse de la violencia, / dar bien por mal, / no satisfacer los deseos y hasta olvidarlos: tal es la sabiduría».

En esa cultura nos han educado desde pequeños. Si nos hacen el mal, dar la otra mejilla o, como dice Brecht, devolver con bien el mal que nos han hecho ―por supuesto, Brecht termina su poema diciendo: «Pero yo no puedo hacer nada de esto: / verdaderamente, vivo en tiempos sombríos». En esa cultura del agachar la cabeza, resignarse y nunca responder las agresiones, nos han educado. Es la base subjetiva de la internacionalización de la dominación burguesa. Y el Che Guevara se rebela frente a esos valores: como Brecht, en su época.

Entonces ―pensando en Vietnam, en las luchas revolucionarias latinoamericanas, en el colonialismo racista europeo en África, en los miles de torturados y torturadas de Argentina y América Latina (ya en los 60…), en las mujeres indefensas violadas por las tropas de ejércitos entrenados por EE.UU., en «las bestias hitleristas»―, Ernesto Guevara sostiene que «un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal».

Esta formulación no puede separarse del objetivo central de los revolucionarios: la lucha tiene la finalidad de acabar con la explotación y la enajenación de nuestros pueblos; la lucha tiene como valor fundante el amor: «Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad», nos había dicho poco antes. No se pueden separar ni escindir ambas formulaciones. El pensamiento burgués las separa; siempre, invariablemente, cae en antinomias: odio o amor, paz o guerra. El pensamiento burgués, sus categorías analíticas, sus valores fetichizados y fragmentados, no pueden escapar a las dicotomías. O amamos y ponemos la otra mejilla, o nos decidimos por la lucha y entonces odiamos.

El pensamiento burgués no comprende que quien se enfrenta a la barbarie capitalista, a la barbarie imperialista, a la barbarie nazi, ama al pueblo, ama al compañero y a la compañera, ama a todo aquel que lucha por la libertad, ama a todo aquel que no se queda solo en palabras, sino que también materializa la solidaridad y el compromiso en su vida cotidiana; pero, al mismo tiempo y en el mismo movimiento, odia al explotador, odia al opresor, odia al torturador, odia al racista, odia al violador, odia al verdugo, odia al nazi, odia al esclavista, odia al apropiador de los hijos de sus compañeros, odia al secuestrador y al genocida.

¿O tenemos que poner la otra mejilla? ¿O tenemos que amar a Videla, a Pinochet, a Franco, a Mussolini y a Hitler? ¿Podría haber triunfado el pueblo vietnamita amando al invasor yanqui, al que quemaba sus campos, al que tiraba compañeros del Vietcong desde los aviones y helicópteros, al que prostituía a sus hijas y hermanas, al que quemaba vivos con Napalm, al que destruía el honor de su pueblo?

¿Podrían haber triunfado los guerrilleros comunistas ―que en la retaguardia de las tropas nazis no los dejaban descansar un minuto― cuando Hitler invadió la Unión Soviética, si hubieran amado al invasor, perdonándole sus crímenes, reconciliándose con los genocidas de pueblos enteros?

Pensemos en todas las polémicas que se arman sobre las declaraciones de las Madres de Plaza de Mayo: cuando ellas no perdonan, no ponen la otra mejilla, no se abrazan con los secuestradores de sus hijos e hijas, no quieren reconciliarse con los opresores y verdugos.

El Che es muy fuerte, muy polémico, no tiene nada que ver con este «chico bueno de pelo largo» que nos quiere presentar el sistema de propaganda en la voz del poder. Guevara es muy duro cuando plantea que un pueblo sin odio a sus explotadores, a sus enemigos, no puede vencer. Y ese pensamiento no está disociado de su marxismo humanista. El Che plantea y conjuga ambas dimensiones: por eso es tan polémico.

El último tema que menciona es la unidad: el gran tema de la unidad de las fuerzas revolucionarias. El Che plantea que a pesar de no tener esperanzas de unir a estas dos grandes potencias, apuesta a la unidad como eje. Dice: «Es la hora de atemperar nuestras discrepancias y ponerlo todo al servicio de la lucha».

El Che no es Dimitrov (dirigente de la Internacional Comunista durante la década del 30) quien, en el VII Congreso de la Internacional de 1935, planteó la doctrina del «Frente Popular»: la unidad de la clase obrera con la burguesía «no fascista» y «democrática». ¡No, ese no es el camino del Che! No se puede hacer la unidad con la burguesía. O revolución socialista o caricatura de revolución. Esto vale también para la cultura. No se puede conjugar al marxismo revolucionario con el liberalismo burgués y «democrático». Son términos antagónicos. Pero el Che sí quería la unidad: la unidad de los revolucionarios, la unidad contra el sistema, la unidad de la militancia antiimperialista, la unidad de los trabajadores en todas sus fracciones clasistas y antiburocráticas, la unidad de los que se enfrentan al poder. Esa unidad es válida. No conviene confundirla con la Unidad de Dimitrov.

Por esa unidad, reclamaba el Che: «Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha fuera aún más efectiva, ¡qué grande sería el futuro y qué cercano!».

Si hablamos de «ayuda a los pueblos en lucha», terminemos entonces con la ética revolucionaria del Che. Esa ética que no pueden entender los pusilánimes que lo acusan ―desde sus cómodos sillones― de mil y un pecados. Esa ética que recorre como un hilo rojo todos sus escritos y toda su práctica. Esa ética que Guevara, sin ser un Dios, sin ser un santo, siendo simplemente un ser humano como cualquiera de nosotros, convirtió en norma de vida.

Creemos que esa ética, presente en toda su obra, está resumida en una corta y apretada sentencia del «Mensaje a los pueblos del mundo…», que deberíamos hacer nuestra hoy día: «No se trata de desear éxitos al agredido, sino de correr su misma suerte; acompañarlo a la muerte o a la victoria». Estaba pensando en Vietnam; pero también en América Latina, en Bolivia, en Cuba, en Argentina.

* Fragmentos de una Clase pública impartida el 10 de mayo de 2002 en la Cátedra Libre Ernesto Che Guevara en Argentina.