A veces es necesario un «accidente» o, al menos, un incidente para recuperar un objeto perdido. Un sábado de mediados de febrero, durante mi última estancia en Cuba, mi amigo Enrique Ubieta me invitó a acompañarle al Valle de San Andrés, en Pinar del Río, a pasar el día entre mogotes y plantas de tabaco. […]
A veces es necesario un «accidente» o, al menos, un incidente para recuperar un objeto perdido. Un sábado de mediados de febrero, durante mi última estancia en Cuba, mi amigo Enrique Ubieta me invitó a acompañarle al Valle de San Andrés, en Pinar del Río, a pasar el día entre mogotes y plantas de tabaco. A unos 60 km de La Habana, en una jornada fría, lluviosa, ventosa, se nos averió el carro y tuvimos que detenernos en la cuneta y abrir el capó para echar un vistazo dentro. Fue como precipitarse en un abismo, es verdad, pero de esta manera, y a lo largo de las 23 paradas forzosas sucesivas, descubrimos dos fenómenos de gran interés antropológico. El primero, aun si hermoso, es claramente negativo y tiene que ver con la fascinación primitiva, casi animista, que ejerce un motor sobre los niños y los intelectuales. Delante de las mandíbulas abiertas, contemplábamos las entrañas de la bestia con solemne atención, las manos a las espaldas, y puesto que no podíamos hacer otra cosa -ya que no sabíamos hacer otra cosa- especulábamos. Así comprendimos lo fácilmente que un filósofo puede transformarse en un teólogo: nombrábamos la Biela, el Delco o la Culata del Radiador sin mover un dedo, con la misma convicción indemostrable con la que los escolásticos hablaban de la Sustancia Primera o de la Causa Eficiente. Frente al motor humeante, como frente al mundo intrigante, se nos revelaba dolorosamente la lógica de la alienación religiosa: si uno no entiende de mecánica lo único que puede hacer es encomendarse a Dios o confiar en la magia.
Pero el otro descubrimiento, también hermoso, fue positivo. Tardamos ocho horas en hacer un recorrido que en circunstancias normales exige apenas dos; nuestro viaje en carro se convirtió en un viaje en carreta o incluso en carretilla. Cada muy pocos kilómetros el motor se calentaba, nos deteníamos en la cuneta y esperábamos a que se enfriara antes de avanzar trabajosamente, como a pedales, unas poquitas leguas más. Esto parece una adversidad o al menos una contrariedad. Pero de esta manera el tiempo-muerto o tiempo-basura del automóvil (el de las transiciones tecnológicas, cada vez más dominantes en nuestras vidas) se convirtió de pronto en tiempo narrativo, no solo porque se llenó de peripecias e interrupciones, sino porque condensó en media jornada vínculos y complicidades que suelen necesitar años para madurar. Tardamos ocho horas en hacer un viaje de dos, pero en realidad nos ahorramos muchas citas, muchos encuentros, muchas reuniones -a lo largo de muchos meses- que nunca hubiesen contenido la misma intensidad afectiva e intelectual. También nos ahorramos algunas lecturas y mucha retórica: más allá del Delco Místico de Cristo y la Biela Sin Pecado Concebida, discutimos largamente sobre los lineamientos económicos y las transformaciones del socialismo en Cuba y aprendimos mucho más que en cualquier informe o conferencia. Al llegar a La Palma, este tiempo narrativo se prolongó en la casa de Carlos Rodríguez Almaguer, martiano prodigioso, en un tiempo antiguo de almácigos y bueyes del que puede decirse eso que un viejo guajiro, que lo había conocido en su infancia, dijo de José Martí: «Qué bueno que haya cosas que sean como ese azul, que la intemperie del cielo no destiñe.»
El último día de mi estancia en La Habana, durante un taller sobre información digital, la investigadora social mexicana Ana Esther Ceceña hizo también, a su manera, una reivindicación del «accidente» o, al menos, del incidente. Instalada en Cuba desde hace unos meses, al principio le desesperaba la lentitud de la conexión a Internet en la isla, pero luego descubrió que, gracias a ese inconveniente tecnológico, se introducían grandes lonchas de realidad en su vida: mientras cargaba o descargaba en el ordenador un archivo, recuperaba el tiempo perdido, la historia del cuerpo, de la cocina, de la mirada (la vida y la razón se están quedando, mucho me temo, entre paréntesis, como interrupciones de los rapidísimos flujos informáticos). Por lo demás, a escala mucho mayor, Cuba siempre ha aprendido -y enseñado- cosas muy importantes «por accidente». Ese «gran accidente» llamado «período especial» obligó a introducir algunas de las contradicciones que hoy deben corregirse, pero también a revisar -por ejemplo- el modelo de explotación agrícola, muy dependiente hasta entonces de maquinaria y abonos químicos, y proponer uno alternativo que, si insuficiente por otros motivos, la FAO considera el único sostenible, a nivel mundial, en el marco de la crisis petrolífera.
Un amigo tunecino, muy activo en el reciente levantamiento popular, decía de modo provocativo que lo que ha ocurrido en Túnez «fue un accidente, no una revolución». Un joven vendedor ambulante se prendió fuego en un pueblo del interior y las llamas llegaron, de aldea en aldea y de ciudad en ciudad, hasta el palacio de Ben Alí, en la capital del país. Esta llamarada, que prendió en la pobreza y desesperación de la gente, se desencadenó en el tiempo místico, vertical, de Facebook, pero enseguida encontró también su tiempo narrativo vinculado a un espacio horizontal -la Qasba de Túnez- cuyas paredes se llenaron de relatos y cuyo recinto se pobló enseguida de solidaridades minuciosas, discursos concienzudos y emociones compartidas. Junto al tren descarrilado del antiguo régimen, como Enrique y yo junto al carro averiado, se improvisó durante veinte días -el tiempo sumado de las dos ocupaciones de la plaza donde se encuentra la sede del primer ministro- una escuela, un ágora, un parlamento, una sala de baile, un comedor común. Si la vida pudiese reducirse a pura información, bastaría Internet; pero es, sobre todo, reacción colectiva y para recuperarla necesitamos muchas veces un «accidente» -o un incidente o una revolución. Nos informamos en la red; nos educamos (y bailamos y nos acariciamos) en el espacio. El accidente revolucionario tunecino ha sido ya una fuente poderosísima de educación popular.
En fin, durante este último mes, en Cuba y Túnez, he aprendido al menos cuatro cosas:
-Que todo lo que funciona solo -máquinas o sistemas- debe ser detenido de vez en cuando, bien por accidente, bien -mucho mejor- por voluntad común.
-Que las cosas que no destiñe la intemperie del cielo están, en todo caso, a la intemperie.
-Que volver al campo es volver a la civilización.
-Y que los filósofos, si realmente quieren formar parte del gobierno, como sugería Platón, deben antes aprender mecánica.
rCR
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