El Producto Interno Bruto (PIB) no es un buen indicador de bienestar, aunque ciertos economistas se empeñen en hacernos creer que su crecimiento constituye un logro en el desenvolvimiento de una sociedad. El PIB ha sido criticado desde que se generalizó la contabilidad nacional, después de 1945. El presidente francés Nicolás Sarkozy con apoyo de […]
El Producto Interno Bruto (PIB) no es un buen indicador de bienestar, aunque ciertos economistas se empeñen en hacernos creer que su crecimiento constituye un logro en el desenvolvimiento de una sociedad.
El PIB ha sido criticado desde que se generalizó la contabilidad nacional, después de 1945. El presidente francés Nicolás Sarkozy con apoyo de Joseph Stiglitz y Amartya Sen, ambos laureados con el Nobel de Economía, también se ha hecho eco de las críticas. Entre los años sesenta e inicios de los setenta del siglo pasado, economistas como Nicholas Georgescu-Roegen, Kenneth Boulding, Herman Daly y Roefie Hueting cuestionaron el cálculo del PIB desde el punto de vista ambiental. En Ecuador nos hemos sumado a estas objeciones y hemos propuesto otros indicadores de bienestar desde hace más de una década.
El PIB, que en sentido contable es un flujo, suma como valor añadido los ingresos obtenidos de los recursos agotables (como el petróleo), cuando esta operación económica en realidad constituye el desgaste de un patrimonio. Al calcularlo no se restan los daños sociales o ambientales provocados en la cadena de producción de dichos recursos (la valoración de los daños sociales y ambientales no pagados por la Texaco-Chevron es un buen ejemplo). El PIB tampoco suma los servicios ambientales gratuitos que obtenemos de la naturaleza.
La naturaleza nos regala nutrientes, fija carbono de la atmósfera, provee valores estéticos y culturales que no son transados en el mercado y por tanto no forman parte del PIB, como tampoco forman parte de él la economía del hogar y del cuidado, o la economía de subsistencia. El PIB no considera las desigualdades sociales, ni suma el valor del trabajo doméstico no remunerado y voluntario. Si se consideraran las muchas horas de trabajo gratuito en la economía, el producto nacional sería mucho más grande. Esto ya lo advirtieron hace 30 años las economistas feministas, pero la economía convencional sigue midiendo la producción de mercado, mientras olvida la reproducción social, ecológica y cultural.
Del mismo modo se ha introducido la idea del «PIB de los pobres»: si una mina de bauxita, en la India, contamina el agua de pozos o arroyos, la gente de la zona (que no dispone ni de un dólar al día) no puede comprar agua embotellada. Por eso, la gente protesta cuando pierde el acceso a los bienes y servicios de la naturaleza. Ese es su PIB. Esos servicios no pasan por el mercado.
La felicidad no aumenta de acuerdo con los ingresos o los consumos de una población. «El dinero no compra la felicidad», dirían nuestros mayores. Cuando los economistas ortodoxos presenten como medida de éxito económico la reducción de la tasa de deforestación, o la disminución de las desigualdades sociales, serán señales inequívocas de cambio.
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