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El dólar o la atracción del borde

Fuentes: Bohemia

Más allá de que podría estar tendiendo un manto protector sobre la psiquis de sus conciudadanos, e insuflando una confianza que contribuya a apuntalar el dólar, quizás el analista David Wessel (The Wall Street Journal) no ande descaminado cuando niega la inminencia del desplome del «billete verde», por no haberse generalizado todavía lo suficiente la […]

Más allá de que podría estar tendiendo un manto protector sobre la psiquis de sus conciudadanos, e insuflando una confianza que contribuya a apuntalar el dólar, quizás el analista David Wessel (The Wall Street Journal) no ande descaminado cuando niega la inminencia del desplome del «billete verde», por no haberse generalizado todavía lo suficiente la impresión de la decadencia gringa.

Eso sí: el hombre se muestra particularmente sabio al aclarar que su criterio no implica la exclusión del miedo, ya que «ha caído mucho, probablemente lo suficiente para llevar el déficit comercial a niveles sostenibles; pero una vez que los mercados comienzan a moverse, suelen excederse. Un país que depende tanto del crédito internacional, incluso en su propia moneda, es susceptible a los vaivenes en el ánimo del mercado.»

Por tanto, no estará en el borde, pero se acerca, ¿no? Como señala el diario mexicano La Jornada, la importancia del susodicho ha declinado tanto, que entre 2001 y 2007 las reservas oficiales en los bancos centrales pasaron de 71,5 a 64,1 por ciento. Y en 2010 el monto era de 61,3. O sea que la mayor parte de esa reducción ocurrió antes de la crisis actual y estuvo ligada a la emergencia del euro y otros contendientes.

Sí, al parecer finiquitaron aquellos «felices» tiempos que detonaron con los acuerdos de Bretton Woods (1944), gracias a los cuales la moneda del Tío Sam se estableció por sus fueros como la de reserva, con el valor garantizado por la gran acumulación de oro, e incluso se dilataron luego de que el presidente Richard Nixon la desligara del metal precioso y comenzara a inundar al planeta con los rostros de los «padres fundadores» estereotipados en un papel sin el respaldo de la riqueza del país emisor.

La preocupación por la debilidad y el futuro de la divisa viene motivando entre los acreedores foráneos alternativas a la deuda estadounidense que han comprado y en que tienen depositadas unas esperanzas cada vez más desvaídas. No en vano para diversos especialistas está siendo necesaria la adopción de una nueva moneda, que responda a economías fuertes y con sostén en oro (regreso al llamado patrón oro), posición apoyada a voz en cuello por gobiernos y personalidades renuentes a olvidar «detalles» como que la libra esterlina, regidora en el trasiego universal durante los siglos XVIII, XIX y principios del XX, se hundió a causa del débito acumulado por el imperio británico en las dos conflagraciones mundiales, y de la ascensión de los Estados Unidos a primera potencia.

Así que el problema resulta estructural. Como se ha apuntado, los frecuentes ciclos de crisis experimentados por la economía norteamericana, con ingentes déficit fiscal y comercial y una deuda pública de más de 14 billones de dólares, equivalente al 92, 8 por ciento del PIB, determinan que se haya descolgado nada menos que hasta el sexto puesto entre las 20 señeras en innovación y competitividad.

Súmele a estos infortunios un abrumador desempleo -más de 9 por ciento-, la pobreza creciente y el deterioro de los índices educacionales, y se tendrá la pócima imprescindible para lo que teme Wessel, a pesar de sus circunloquios: el desmoronamiento definitivo del dólar, al cual también habrían contribuido los gastos de guerra en Iraq, Afganistán, y un adeudo externo de 13 billones, que ampara las importaciones de la nación más consumista del orbe.

No en balde China permite a estados vecinos efectuar negocios con su moneda, para evitar las fluctuaciones en los tipos de cambio; y en los multimillonarios convenios firmados por el gigante asiático con Brasil y Argentina enseñorea el yuan-renminbi, que planean extender a Perú, Chile, Corea del Sur, Malasia, Belarús, Indonesia. No por gusto Beijing y Moscú decidieron usar sus propias divisas para el comercio bilateral. No por «amor al arte» el ALBA realiza una porción de sus transacciones en SUCRE, dinero todavía virtual; e Irán ejecuta operaciones petroleras en euros; y el trueque de reservas se expande como plaga inexorable a Siria, los Emiratos Árabes Unidos, Venezuela, Suecia, Rusia…

Bueno, si todo ello es cierto, sospecharía un escéptico, ¿por qué la poderosa China no reniega por completo del «billete maldito»? La respuesta pasa de lapidaria. Con 2,7 billones de dólares estadounidenses en sus reservas, más del 35 por ciento de las globales, de los cuales un billón responde a deuda del Tesoro de USA, no puede darse el lujo de dejar de comprar de súbito estos bonos, por las nefastas consecuencias para el sistema financiero y la economía de un planeta más que entretejido.

Por el momento, exporta hacia EE.UU. la mayoría de sus mercancías. Pero algo se mueve. Ya Beijing desplazó a Washington como principal socio comercial de Brasil, del que desde 2010 es el inversionista fundamental. ¿Solo un signo? Tal vez; pero de signos está empedrado el camino del dólar, que a ojos vista camina hacia el borde, como presa de una atracción económica; es decir, fatal.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.