El optimismo de los mercados y el de la gente común pocas veces coinciden. Durante un tiempo pareció que sí, que los gigantes financieros y los enanos de a pie compartían intereses y que el optimismo de unos era el optimismo de los otros. Los enanos pedían hipotecas y créditos al consumo y los gigantes […]
El optimismo de los mercados y el de la gente común pocas veces coinciden. Durante un tiempo pareció que sí, que los gigantes financieros y los enanos de a pie compartían intereses y que el optimismo de unos era el optimismo de los otros. Los enanos pedían hipotecas y créditos al consumo y los gigantes se los concedían, porque cada crédito generaba nuevos intereses y, por lo tanto, nuevos beneficios.
Todo parecía ir bien y sólo algunos agoreros a los que se tachaba de aguafiestas se atrevieron a alzar la voz ante semejante milagro económico. Es el caso de John Kenneth Galbraith, quien en el prefacio a la edición española de su obra Breve historia de la euforia financiera, escrito allá por 1991, advertía de los riesgos de que España optase por un modelo de crecimiento basado en la especulación, un modelo que se viese estimulado por ese optimismo transitorio, común a todas las burbujas financieras:
«En este último cuarto de siglo, y especialmente en la última década, la larga, variada y a menudo desastrosa historia económica de España ha culminado en una era de notables éxitos. España ha gozado de un alto y sostenido crecimiento económico, y su tenor de vida ha progresado admirablemente. En otro tiempo fuente de voluntariosa y barata mano de obra para el resto de Europa Occidental, hoy España demanda idéntico suministro de trabajadores de la vecina África. Esto, no cabe duda, brinda el escenario y el decorado apropiados para el optimismo, que podría convertirse en la euforia descrita en estas páginas. De cualquier manera, el peligro existe…me sentiría feliz si creyera que logro hacer alguna contribución, por humilde que sea, para prevenir los excesos económicos que conducen al inevitable día del desencanto y del gran desastre».
Veinte años después es evidente que Galbraith no logró sus propósitos. La euforia financiera se desató y ha dejado paso en los últimos tiempos al gran desastre. Cabría preguntarse, en cualquier caso, si ese optimismo ha colapsado por completo, si la burbuja está totalmente desinflada o, parafraseando a un ex-ministro, estamos sólo ante el «principio del fin» de la euforia financiera española. ¿Hemos tocado fondo o todavía nos queda un trecho por caer?
Aunque los golpes a nivel de la actividad productiva y, sobre todo de empleo, han sido implacables, en nuestro país no se ha producido un colapso del sistema financiero al estilo del que tuvo lugar en los Estados Unidos a partir del 2008. El descalabro del sector de la construcción no fue provocado por la quiebra de ninguna entidad financiera española, sino que fue consecuencia indirecta de la crisis americana de las hipotecas subprime y del inevitable contagio en la confianza que se produjo a todo el sistema global. Esta disminución de la confianza, del optimismo, dio lugar a una restricción importante del crédito, especialmente del crédito hipotecario que pasó de ser extremadamente fluido a coagularse y estancarse totalmente, afectando de manera vital a los sectores que más dependían de dicho crédito, especialmente al sector de la construcción.
Sin embargo, el sistema financiero español, a pesar de sufrir el contagio de la burbuja americana, no colapsó. «Es un sistema fuerte y saneado» nos decían en tono optimista. Hoy las causas de esa fortaleza son de dominio público; las ayudas estatales que garantizan la solvencia de entidades privadas y un marco legal en relación a las hipotecas que no tiene parangón en los países OCDE y que coloca a los bancos -y las cajas- en una situación de absoluta ventaja frente a los ciudadanos.
Podríamos decir, en este sentido, que la legislación hipotecaria española ha sido, hasta la fecha, una fuente inagotable de optimismo para los gigantes financieros, pero que está siendo al mismo tiempo, una fuente de pesimismo desesperante e impotente para muchos enanos que, ante la imposibilidad de pagar sus deudas, se ven en situaciones de desamparo absoluto. Esta legislación impide, por ejemplo, la dación en pago de los inmuebles hipotecados, de manera que al ejecutarse una hipoteca el banco está en condiciones de adquirir la vivienda hipotecada por la mitad del precio de tasación -ahora un 60%- en caso de que no sea adjudicada en subasta. El enano se queda sin piso y sigue debiendo la mitad de la deuda. Además si ha incluido algún avalista en su contrato hipotecario, todos los bienes y los ingresos del avalista responden ante la deuda en igualdad de condiciones a los del avalado, de manera que si el enano es avalado, pongamos, por sus padres y se retrasa en los pagos, el gigante puede embargar no sólo la vivienda del propio enano, sino que puede escoger entre ésta, la vivienda de los padres, el sueldo -pensión- de los padres o cualquier otro bien que estos tengan en propiedad. La perspectiva del gigante es, como vemos, bastante más susceptible de generar optimismo que la del enano. En caso de que se produzca un embargo sigue cobrando una parte de la deuda y, además, dispone de un inmueble que aparecerá valorado en su contabilidad al doble del precio que pagó por el mismo.
Aunque existen algunas iniciativas legislativas populares en trámite para cambiar la ley y que se admita la dación en pago, no parece que los partidos mayoritarios estén por la labor de llevarlo adelante o, al menos, no parece que lo consideran una prioridad. Cabría preguntarse por qué no se cambia una legislación que está generando problemas sociales importantes y que está radicalmente en contra de los intereses de la mayoría. La respuesta es sencilla; afectaría al optimismo. La casuística de atropellos, la que vemos día a día a través de las noticias o a través de amigos, conocidos o familiares, es abundante y sigue su carrera de despropósitos con el único objetivo, la única meta, de mantener en pie el poco optimismo financiero que todavía queda en el ambiente, el de la minoría de gigantes que todavía hoy tienen el privilegio -¿podríamos decir la desvergüenza?- de publicar beneficios record.
Cinco millones de parados, pensionistas que no llegarán a serlo, trabajadores de empleo desregulado y excluidos a los que se niega sistemáticamente el derecho a la renta básica siguen sosteniendo la burbuja financiera para que no explote todavía, para que aguante unos meses más. Mientras tanto los gigantes reestructuran sus balances recolocando los activos tóxicos en las carteras de inversión de las clases medias, a través de participaciones en la nueva banca o de los planes de pensiones privados, que han sido espoleados por una reforma legislativa aprobada recientemente. Es la época del optimismo redistribuido, democratizado: la antesala del desastre.
La frase que lleva tres años resonando, amplificada por políticos y empresarios, esa que dice «el año que viene empezaremos a recuperarnos», va perdiendo fuerza y cada vez resulta menos creíble. Ya casi nadie encuentra motivos para el optimismo. La acción económica del gobierno pasó en poco tiempo de una política de estímulo mal gestionada -plan E- a una política de desregulación y recorte de derechos orientada a promover el optimismo entre la clase empresarial a costa del pesimismo de las clases populares. Pero no hay manera, el optimismo sigue retrocediendo. El propio presidente del Gobierno empieza a flaquear en sus alegatos en favor del optimismo antropológico y ha cambiado su rostro ingenuo y sonriente por otro más adusto, más serio, más riguroso, más austero. Las entidades financieras mantienen todavía algunas dosis de optimismo pero sólo de cara al exterior, bajo la forma de activos sobrevalorados en sus balances, una versión made in Spain de las hipotecas subprime.
Y entre tanto optimismo financiero en declive ha surgido otro tipo de optimismo, el de la indignación ante el optimismo oficial. Esta nueva forma de optimismo brota de una vieja idea casi erradicada, desterrada a la marginalidad de los discursos anacrónicos y las actitudes panfletarias. Es ésta una idea que sólo se hace evidente en épocas de cambio y de crisis, en tiempos de revolución, de toma de conciencia de un destino común. La idea es sencilla e intuitiva y puede ser manejada igualmente por una panadera, un peón de la construcción o un maestro de escuela. La idea se muestra contraria a los rescates de las entidades financieras y de las reformas políticas y económicas que tratan de generar confianza y optimismo en los gigantes a base de recortar derechos a los enanos. Dice que lo que hay que rescatar es el Estado de Bienestar y no el balance contable de los bancos, aunque cada vez sea menos el Estado de Bienestar que queda para ser rescatado. Dice que la propiedad privada es el derecho universal a mantener los bienes necesarios que garanticen la autonomía propia -la vivienda, el vestido- y no el privilegio de la propiedad ilimitada de una minoría a costa de expropiación y negación de los derechos del resto. Dice en definitiva que, muchas veces, el optimismo de los hombres y mujeres de a pie, de los enanos embargados, sólo pueda lograrse a través de políticas que provoquen el pesimismo de los gigantes financieros.
Mikel Barba es miembro de la Asociación Hitza Kalean
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.