Lo inevitable hoy es el ajuste fiscal y el consiguiente desmantelamiento de los servicios públicos. Era un resultado previsible hace bastante tiempo, cuando se hizo patente que la crisis financiera no iba a provocar la liquidación radical de las políticas neoliberales. La experiencia de las anteriores crisis financieras «regionales» ya había mostrado la insensibilidad de […]
Lo inevitable hoy es el ajuste fiscal y el consiguiente desmantelamiento de los servicios públicos. Era un resultado previsible hace bastante tiempo, cuando se hizo patente que la crisis financiera no iba a provocar la liquidación radical de las políticas neoliberales. La experiencia de las anteriores crisis financieras «regionales» ya había mostrado la insensibilidad de los ideólogos neoliberales y la densidad de los intereses que representan. Tras treinta años de dominio neoliberal en las instituciones, en la estructura económica y en la academia, habría sido un milagro que las cosas cambiaran de la noche a la mañana. A la «revolución keynesiana» le llevó casi diez años imponer el nuevo modelo de capitalismo con cara social. Y entremedio hubo una guerra mundial, una movilización social sin precedentes, la competencia -más simbólica que real- del modelo soviético, el fracaso sucesivo de las recetas liberales… Condiciones mucho más dramáticas y consistentes que las que han tenido que afrontar los neoliberales en la presente crisis. Vista la escasa resistencia actual, podría decirse que siguen aplicando su experimento casi en el vacío, en una confrontación clara con una alternativa seria.
Las movilizaciones que han surgido como respuesta a los recortes son el elemento básico para evitar el derrumbe de los derechos sociales. Pero necesitan reforzarse con propuestas programáticas que permitan transformar la resistencia en ofensiva, cuando menos erosionar el marco hegemónico. En países como el nuestro, la primera batería de respuestas debe pasar por la exigencia de una reforma fiscal progresiva, de aumentar los ingresos públicos en lugar de recortar el gasto. Cualquiera que sea el indicador que se tome (nivel de ingresos públicos, gasto social respecto al PIB, gasto en educación o en sanidad) el Estado español siempre está en la banda baja de ingresos y gastos con respecto a la media europea. El desplome de los ingresos públicos (del 38,5 al 31,5% del PIB en tres años) se debe no sólo a la explosión de la burbuja inmobiliaria (y a su impacto sobre otras muchas actividades: industria, servicios…), sino también a la sucesión de recortes impositivos que han aplicado alegremente los sucesivos gobiernos del país desde el último mandato de Felipe González. Una reforma fiscal progresiva con el objetivo de obtener la financiación adecuada a los servicios públicos, así como la mejora de la equidad y de la distribución, debe constituir un eje central de nuestras demandas sociales. Una reforma que revise los mayores impuestos, aumente la progresividad, reduzca desgravaciones opacas y siente las bases para un control efectivo de todas las rentas. Limitarse a establecer un impuesto a los ricos me parece aceptar un terreno de juego pantanoso. Lo que se requiere es eliminar la discriminación entre rentas del trabajo y del capital, proscribir la evasión fiscal sistemática que beneficia a los ricos y muchos no asalariados, recuperar el impuesto de sucesiones, utilizar la imposición indirecta para gravar consumos socialmente innecesarios o dañinos, avanzar en una imposición ecológica… En definitiva, reconstruir un sistema impositivo que sirva para introducir mecanismos redistributivos reales, financiar adecuadamente la provisión de servicios colectivos y avanzar hacia un cambio de modelo productivo.
Cualquier propuesta en este sentido deberá hacer frente al «mantra» tradicional: los impuestos desalientan a los emprendedores, frenan las inversiones, etc. Como han señalado diversos comentaristas, si la reducción de impuestos fuera un elemento básico de generación de inversiones, España debería ser ahora un gran imán para atraer capitales e inversiones a causa de nuestros bajos impuestos (y por la «confianza» que sobre su continuidad plantea la casi inevitable toma de la Moncloa por parte del PP). Hay, además, argumentos técnicos más sólidos para defender la propuesta: elementos elaborados por la mejor tradición de la economía keynesiana y poskeynesiana que muestran que la redistribución de la renta de los ricos a los pobres o de los primeros al sector público tiene un efecto dinamizador de la demanda, por cuanto la propensión al gasto de los ricos es siempre menor. En tiempos de incertidumbre financiera, los ricos tienden a colocar sus ingresos en bienes que les «aseguran su patrimonio», algo que está ocurriendo en la actualidad con las inversiones en oro y en activos seguros (deuda pública), pero que no genera inversión real. En cambio, el gasto público directo o las rentas entregadas a los pobres se traducen automáticamente en actividad económica (al tiempo que generan bienestar social). La persistencia del gasto público es tan necesaria para mantener los servicios públicos como para la generación de empleo o la reconversión ecológico-productiva de la economía.
La defensa de un nuevo modelo impositivo es fundamental, pero va a resultar insuficiente, al menos a corto plazo, para frenar la embestida de los recortes. Debemos pensar en una línea de defensa basada en plantear otro tipo de ajuste fiscal. Ante los recortes indiscriminados de la educación, la sanidad y los derechos sociales, hay que plantear otro tipo de recortes. Algo que mucha gente plantea en los variados actos en los que he participado en los últimos meses, y que exige ser tomado en consideración: la Casa Real, el gasto militar, las estructuras burocráticas inadecuadas, las subvenciones a la Iglesia católica, las macroinversiones inadecuadas, etc. Quizá la cuantificación adecuada de algunos de estos recortes nos permitiría plantear otro tipo de ajuste y aclarar aún más que el debate no es sólo el de ajustarse el cinturón, sino el de derrocar los derechos sociales en función de los intereses de grupos económicos y políticos específicos. Y tal vez en algunos casos estas contrapropuestas puedan servir para frenar ajustes específicos.
Tener un buen planteamiento de política fiscal es urgente. Lo cual no quita que con ello se agoten las propuestas que debemos plantear para el cambio de modelo. Simplemente he pretendido apuntar una propuesta básica de respuesta a la avalancha de recortes, que amenazan con sepultarnos bajo un inabordable montón de ruinas sociales.
Las ayudas a la banca
¿Cuánto nos ha costado la borrachera bancaria? Es una pregunta que me plantean frecuentemente y que me resulta difícil de contestar. Hace pocos días, el diario Público (12 de septiembre) lo evaluaba en 126.000 millones de euros, aunque anteriormente el mismo periódico (1 de noviembre de 2010) lo había evaluado en 160.000 millones. Seguramente, la dificultad estriba en el hecho de que los tipos de ayuda han sido de muy distinto tipo y el cálculo depende de qué cosas se computen y qué efectos tengan. Básicamente, la ayuda directa del Estado al sistema financiero ha consistido en tres tipos de medidas.
En primer lugar la compra de activos «de alto valor», básicamente titulaciones hipotecarias. El Estado compra deuda hipotecaria a los bancos, éstos obtienen el dinero por adelantado y el Estado en teoría lo recupera a medida que se van devolviendo las hipotecas. El presupuesto para estas compras era de 50.000 millones de euros, aunque, según los datos publicados, sólo se compraron unos 38.000. En teoría, el coste público sólo es un adelanto de dinero, pero es bastante probable que lo del «alto valor» no se cumpla (como se ha podido comprobar a lo largo de la crisis, muchos activos hipotecarios han resultado incobrables) y que al final se pierda una parte de lo comprado. Habría sido mucho más razonable que el Estado hubiera comprado a los bancos parte de sus activos de viviendas vacías a un precio tasado, pues ahora al menos tendríamos un parque público de vivienda.
En segundo lugar, están los avales a las emisiones de deuda privada. Los altamente endeudados bancos y cajas españoles requerían urgentemente de dinero para ir devolviendo su deuda. El aval público les ha permitido obtener nueva financiación (y, seguramente, más barata). Si siguen pagando los bancos el coste es pequeño, pero si dejan de pagar, como ha pasado con las quebradas CAM, Cajasur y Caja Castilla la Mancha) la deuda privada se convierte automáticamente en pública. La cuantía de estos avales asciende a cerca de 80.000 millones de euros.
En tercer lugar esta el FROB (Fondo de Regulación y Ordenación Bancaria), diseñado para financiar la reestructuración de entidades en dificultades. En teoría se trata de un préstamo al 4,5% de interés, pero si el banco finalmente quiebra o no puede devolverlo, la deuda se capitaliza y, de hecho, es el Estado el que carga con todo el coste. Inicialmente el FROB planeó una inversión de 9.000 millones de euros, aunque esta cantidad ya se había invertido en su totalidad antes de aprobarse la última tanda de inversiones en Nova Caixa Galicia, Unnim y Catalunya Caixa. Para salvar a los bancos no parece haber tantas rigideces presupuestarias como para recortar el gasto sanitario.
Lo que es indudable es que parte del endeudamiento exterior público ha sido provocado por esta asunción de deuda privada. Las ayudas reales han sido mayores si a ello se suman las diferentes reformas de la normativa bancaria que han permitido a los bancos «liberar» parte de sus reservas, o los créditos ICO que promueve este organismo público y que gestiona la banca privada (y hay fundadas sospechas de que una parte de estos créditos no se han canalizado hacia el resto de las empresas, sino que han servido para mejorar balances bancarios). O el hecho de que el Tesoro español ha estado prestando mensualmente unos 24.000 millones de euros (provenientes de sus excesos de tesorería) a bajo interés. Además, debe sumarse a todo ello el masivo acceso de los bancos a los créditos mensuales a bajo interés que les ha facilitado el Banco Central Europeo (una media de unos 60.000 millones de euros al mes a la banca española), unos créditos que, de haberse prestado a gobiernos como el griego, seguramente habrían paliado la crisis financiera de ese país.
La crisis bancaria, provocada por los propios excesos de los bancos, ha constituido una grave losa para todos nosotros. Hay que indicar, sin embargo, que una gran parte de la ayuda se ha orientado más a la banca mediana y a las cajas de ahorros que a los dos grandes (Santander y BBVA). Éstos han salido mejor parados de la crisis porque gran parte de su actividad está fuera de España y han estado menos implicados en la burbuja inmobiliaria que los demás. También porque han tenido un acceso más fácil a los préstamos del BCE, y éste ha sido un factor que ha facilitado que la crisis financiera se haya transformado en otro paso hacia la privatización de las cajas.
Hay que exigir cuentas por este desastre financiero. Y también plantear qué propuestas regulatorias hay que adoptar para salir del pozo en el que nos han sumido los cualificadísimos banqueros del país.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/