Traducido para Rebelión por Loles Oliván
El año que viene se cumplen veinticinco años desde que el gran escritor italiano y judío Primo Levi se cayera o saltara hacia la muerte por las escaleras de su apartamento de Turín. Este año nos ha brindado dos importantes productos culturales que se engarzan con Levi, el químico, escritor y superviviente de Auschwitz -una colección de ensayos publicada por Fordham University Press, Answering Auschwitz: Primo Levi’s Science and Humanism After the Fall [Contestando a Auschwitz: la ciencia y el humanismo de Primo Levi tras la caída], y la puesta en escena de The Mark of the Chemist , [La marca del químico], una lectura dramatizada de su obra en el Centro Primo Levi de Nueva York. La revisión de la filosofía moral de Levi no podía llegar en un momento más crucial -un año de trofeos en forma de asesinatos- cuando su humanismo valiente aunque a veces profundamente impopular, necesita hacerse oír más que nunca.
2011 ha sido un año de derribos tribales, tanto a sangre fría como exaltados. Si la ley del excepcionalismo estadounidense sancionó los asesinatos de [los miembros de] al-Qaida, Osama bin Laden y Anwar al-Awlaki, estadounidense de nacimiento, la ley de la selva sancionó el del dictador libio Muamar al-Gadafi a manos de una turba. En medio de los cánticos de «USA, USA» y de los disparos de celebración por las calles en ruinas de Libia, los escasos conmocionados que se han atrevido a protestar por esos asesinatos extrajudiciales han sido, o bien ignorados, o se les ha dicho que se callen. Como reza el viciado pero contundente argumento, a los liberales de salón que no se ven afectados ni por el terror ni por la tortura, no les incumbe predicar sobre los derechos de los asesinos de masas.
Aquí es donde el claro sentido de la justicia de Primo Levi puede proporcionarnos una inestimable brújula. Porque debido a que este frágil químico sobrevivió al depravado laboratorio que fue Auschwitz, su posición sobre los derechos humanos no tiene nada de salón. La pregunta que uno podría formular hoy en día es: ¿habría aprobado Primo Levi estos asesinatos amañados, o hubiera querido que esos hombres violentos y repugnantes como eran, hubieran sido capturados y llevados a juicio como exige el derecho penal internacional por mandato de la ONU?
Quienes estén familiarizados con la moralidad redentora de Levi podrían considerar que estas preguntas son gratuitas, incluso ofensivas. Pero, pensándolo bien, quizás no lo son. Al hacer la reseña de Answering Auschwitz, el profesor de filosofía y crítico literario Carlin Romano, escribió en The Chronicle Review: «Uno se imagina que si Levi aún estuviese entre nosotros se uniría a las grandes mayorías que, según indican las encuestas, consideran el asesinato de Osama bin Laden como una justa retribución».
La conclusión de Romano -una inquietante nota en una reseña por lo demás excelente- pone un signo de interrogación contra todo lo que Levi representaba. Fue un hombre que dedicó toda su vida a luchar contra el fascismo y a alertar de los peligros del «gobierno del caos». Toda veta de lógica ética, por lo tanto, dicta que le habría horrorizado y que no hubiera aprobado la ejecución por parte de una superpotencia de un Osama desarmado, no importa lo indiscutibles que fueran sus crímenes. Para reforzar su conclusión, Romano señala que Levi creía en el castigo y que se alegró de ver a los nazis colgados. Realmente es así. Nuremberg contó con el voto de Levi porque demostró «que al menos algunas veces, al menos en parte, los crímenes históricos se castigan». Dejó meridianamente claro que él no era «de los que perdonan». Como no era físicamente fuerte prefirió «delegar los castigos, venganzas y represalias en las leyes de mi país», pero también era muy consciente de cómo ese poder mandatario se prestaba a abusos. Grabó su malestar: «Se trata de una elección obligatoria: yo sé lo mal que funcionan estos mecanismos, pero soy lo que se me hizo en mi pasado y ya no puedo cambiar».
Abutabad fue, en más de un sentido, un ejemplo de «gobierno del caos», y Sirte el triunfo de la sed de sangre sobre la de justicia. Para volver a contextualizar el debate se podría preguntar: ¿habría aprobado Levi una matanza similar, por ejemplo, si los israelíes hubieran disparado contra el ejecutor del Holocausto Adolf Eichmann en el ojo y le hubieran lanzado al Océano Atlántico? Uno cree que no. En palabras de Carole Angier, que escribió Double Bond: Primo Levi: A Biography : «Exigió justicia, no venganza personal». De hecho, fue ese mismo sentido férreo de la justicia lo que le obligó, con gran sacrificio personal, a condenar la invasión israelí de Líbano y la agresiva construcción de asentamientos en los territorios ocupados porque, como Angier dice: «Era judío, pero antes que eso, era un demócrata».
Dicho esto, no son pocos los pacifistas y demócratas con carné que parecen no inmutarse acerca de la moralidad de estas ejecuciones. Entre ellos está el Nobel de la Paz Elie Wiesel, otro gran escritor superviviente de los campos de exterminio que ha dedicado su vida a la causa humanista. Wiesel y Levi eran amigos cercanos pero discreparon, radicalmente, respecto al sionismo y a Palestina, pues Wiesel insistía tercamente en que el futuro de Jerusalén y la cuestión de los refugiados palestinos no deberían incluirse en las conversaciones de paz. Su reacción ante la muerte de Osama repicó con la frase de Romano de la «justa retribución». Wiesel escribió en la revista Newsweek : «La ejecución de un ser humano, cualquier ser humano, nunca debe ser un acontecimiento a celebrar. La muerte -la de cualquiera- debe ser tomada en serio, con consideración… Esta vez es diferente… [Bin Laden] Obtuvo lo que se merecía… Renunció con sus actos a cualquier derecho a la compasión humana». Irónicamente, este es el mismo Wiesel que cuando el historiador Richard Heffner le preguntó por la muerte de Eichmann, mostró una gentileza asombrosa: «Si el tribunal hubiera decidido no ejecutarlo, yo también habría estado a favor, pero una vez que el tribunal decidió condenarlo a muerte sentí, a mi pesar, que era una excepción [a su posición contra la pena capital]». La santidad de la justicia penal tan terriblemente importante para él en el caso de Eichmann parece curiosamente ausente en el caso de Osama bin Laden.
Por lo tanto, vale la pena preguntarse por qué Levi, que no era de los que perdonan», expresaría su apoyo al enjuiciamiento de los tiranos y de los terroristas. Para responder a esa pregunta no es necesario ir más allá del título profundamente elemental de sus memorias de Auschwitz. Si esto es un hombre, el primer libro de Levi y con el que emergió de manera agonizante el escritor que llevaba dentro, fue un grito desde lo más profundo de su corazón que preguntaba si los supervivientes de los campos de concentración, medio desnudos, con sentimiento de culpabilidad, hambrientos y perturbados, podían acogerse aún a la categoría de «humanos». «Con el veneno de Auschwitz fluyendo en nuestras venas, ¿podremos volver a vivir alguna vez?». La extraordinaria humanidad de Levi yace en el hecho de que dirigiera ese cri de coeur no sólo a las víctimas sino al enemigo también. A pesar de sus hornos y de su trabajo esclavista, ¿seguían siendo los nazis dignos de ser llamados hombres? La respuesta que obtuvieron nuevamente ambas preguntas fue sí. Fue un rotundo sí en el primer caso y uno apenas audible en el segundo, pero un sí, a pesar de todo. Fue esa idéntica afirmación lo que constituyó el principio fundador de Nuremberg y de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Ambas instituciones fueron fundadas sobre el mismo ideal humanista: no importa lo degradadas que hayan sido, las víctimas merecen justicia; y no importa cuán depravados sean, sus opresores la merecen también.
Dejando aparte el principio de justicia, existe una razón aún más visceral para llevar a juicio la perversidad. Lo expresó mejor Mustafa Abdul-Jalil, el dirigente del Consejo Nacional de Transición de Libia. Jalil hablaba desde el corazón cuando dijo que deseaba que Gadafi hubiera sido juzgado porque «quiero saber por qué hizo esto al pueblo libio». «Por qué» es la primera y más desesperada pregunta que el mundo se hace cada vez que la violencia sacude sin sentido. Es una palabra que convoca al angustioso incidente definitorio del Holocausto sobre el que escribió Levi y que Carlin Romano cita en su reseña. Muerto de sed en Auschwitz, Levi alcanza un carámbano del exterior de la ventana cuando un guardia nazi se lo tira con un golpe de la mano. «Warum?» («¿Por qué?»), preguntó Levi, y el guardia respondió: «Hier ist kein Warum» («Aquí no hay por qué«).
Pero tenía que haber un por qué y Levi dedicó su vida a encontrarlo. A pesar de que siempre quiso trascender la etiqueta de «escritor del Holocausto» y ser conocido por una literatura humanista más amplia, siguió escribiendo y hablando sobre el Holocausto «con furia y método» porque reconocía las «semillas de Auschwitz» en todas partes -en Vietnam, en Camboya, en los gulags soviéticos, en Irán, en Iraq, en Afganistán (invadida en aquel entonces por la Unión Soviética). «Sucedió», decía en voz baja, «así es que puede volver a ocurrir: esa es la esencia de lo que tenemos que decir».
Sin embargo, Levi también nos señaló otro recurso más inesperado que podría ayudar al mundo a entender el «por qué». Durante los juicios de Nuremberg, los británicos ordenaron a los nazis de más alto rango que escribieran sus memorias; esas obras se han convertido en una fuente crucial para la comprensión de las banales perversiones en el corazón del Tercer Reich. Cuarenta años después del Holocausto, Levi aceptó, a pesar de la agonía que le suponía, escribir la introducción a una edición de 1985 de las memorias del comandante de Auschwitz, Rudolf Hoess, My soul [Mi alma]. Hoess fue el hombre que usó el Zyklon B para gasear judíos, pero Levi, aún calificándolo de «sinvergüenza y canalla», nos ofrece una visión crítica de la humanidad al afirmar que ese hombre de rostro blanco no era un «monstruo». Era algo mucho peor -un hombre común con un rostro como el resto de nosotros, un burócrata obediente que nunca preguntó por qué. Llega incluso a describir la autobiografía de Hoess «como uno de los libros más instructivos que se hayan publicado jamás». El propio Levi fue elogiado por gigantes de la literatura como Saul Bellow, Italo Calvino, y Philip Roth por ser un escritor «esencial», necesario», e «indispensable», pero a través de ese respaldo escalofriante al trabajo de Hoess, Levi deja claro que la catarsis del opresor, por falsa que sea, es igualmente esencial, necesaria e indispensable para ayudarnos a dar un paso atrás desde el abismo. Si los nazis hubieran recibido un disparo por la espalda y no hubiera existido Nuremberg, hoy no contaríamos con esas memorias.
Solo los seres humanos pueden proporcionar la clave de su propia falta de humanidad, y tribunales como los de Nuremberg y La Haya, donde se procesa el delito racial y político, dan al mundo la oportunidad de descargar y analizar la patología del poder y del odio. Los juicios pueden ser complicados. Pueden ser potencialmente embarazosos para los gobiernos y corren el peligro de convertirse en espectáculos. Pero si se llevan a cabo de manera justa, no sólo ejercen una enorme autoridad moral sino que pueden ofrecer a las familias de las víctimas un sentido más profundo y más digno de que se ha hecho justicia que cualquier acto de venganza. Al comentar el juicio de Eichmann que fascinó al mundo, Elie Wiesel lo calificó como «un vehículo educativo de extraordinaria importancia». Estaba en lo cierto. Los juicios de Osama bin Laden, Anwar al-Awlaki, y Muamar al-Gadafi podrían haber sido igualmente instructivos.
Una de las más sombrías líneas que Levi escribiera -«Auschwitz ocurrió, por lo tanto, Dios no puede existir»- porta en su esencia la sutil afirmación tácita de que incluso si Dios no existiera, la humanidad, no importa cuán torcida o manchada, sí. Los asesinatos patrocinados por el Estado y los cometidos por la turba sólo sirven para despreciar tal afirmación.
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/3066/primo-levi-in-the-year-of-assassinations