Cuando estaba en duelo por la muerte de su madre, Roland Barthes fue a ver el Casanova de Fellini: «Me encontraba triste. El film me aburría: pero cuando Casanova se puso a bailar con la joven autómata, mis ojos fueron impresionados por una especie de agudeza atroz y deliciosa, como si experimentase de pronto los […]
Cuando estaba en duelo por la muerte de su madre, Roland Barthes fue a ver el Casanova de Fellini: «Me encontraba triste. El film me aburría: pero cuando Casanova se puso a bailar con la joven autómata, mis ojos fueron impresionados por una especie de agudeza atroz y deliciosa, como si experimentase de pronto los efectos de una extraña droga; cada detalle, que yo veía con precisión, saboreándolo, hasta el fin del mismo, me trastornaba, la delgadez, la tenuidad de la silueta, como si no hubiese más que un poco de cuerpo bajo el vestido aplanado». «Un poco de cuerpo» era ya, pudriéndose el de su madre pero la muñeca evocaba al mismo tiempo una danza macabra a lo Guadalupe Posadas y la reanimación. De paso, ese hijo triste y fascinado, que intentó capturar el sufrimiento amoroso en cientos de figuras -de todos modos, ineptas para el consuelo-, podía identificarse brevemente con el hombre que conquistando a una por una, y sin parar, imaginaba ganar de mano al abandono.
La mayoría de las muñecas y muñecos antiguos no imitan a niños o niñas y a menudo tienen la cabeza y los ojos demasiado grandes en relación a la proporción humana como sólo sucede en los cachorros de los mamíferos incluidos los bebés, aunque la muñeca o el muñeco tengan sesenta centímetros y representen a niñas o niños de unos seis años. Esa desproporción, esa carita que llama es según los etólogos un desencadenante de ternura (¿habrá una historia anatómica de la ternura?). Freud, para definir el concepto de «lo siniestro», utiliza un cuento de Hoffman, «El hombre de la arena» donde aparece la muñeca Olimpia de quien un joven (Nathaniel) está enamorado. En el final del cuento -que a cada paso hacer dudar al lector entre si el protagonista es un alucinado o realmente víctima de una fabulación fantástica- los ojos inhumanos de Olimpia, aparentemente creados por un óptico, saltan de su cuerpo envueltos en sangre. Para Walter Benjamin,»El hombre de la arena», así como todo cuento tradicional en que un hombre se enamora de un maniquí encarna la obsesión de amar hasta la muerte. La poeta argentina Alejandra Pizarnik ha escrito sobre la condesa Elizabeth Báthory quien durante el medioevo mató a seiscientas diez muchachas que estaban a su servicio, ayudada por una muñeca autómata que mediante sus brazos de hierro trituraba cuerpos humanos, escondía en los senos puñales eréctiles e incineraba los restos bajo la falda que, en realidad, era una potente caldera. Uno de sus amigos, Julio Cortázar inventó una que atribuyó a un personaje llamado Ochs y que tenía en su interior algo que puede deducirse como un pene: el modelo para armar de 62 sería ese prestigioso gadget carnal.
Para Freud, la muñeca no sólo es un artefacto que le ayuda a definir «lo siniestro» sino un elemento importante en el acceso de las niñas a la feminidad: ellas les harían a sus muñecas lo que las madres les hacen a ellas, -caricias, regalos, reprimendas-, jugar con ellas formará parte de su transformación, a su turno, en madrecitas.
Como si intentaran reparar sus connotaciones más o menos siniestras, las muñecas son elementos importantísimos, en el análisis de niños, basados a menudo en la interpretación de sus juegos. La psicoanalista Françoise Dolto creó una figura tosca, «la muñeca flor» que utilizaba para recomponer la imagen corporal en niños psicóticos.
A tono con la corrección política, Mattel toys, creadora de la Barbie, ha puesto en el mercado muñecas a las que les falta un miembro del cuerpo, usan audífono o están sentadas en diminutas sillas de ruedas, modelos destinados a niños con discapacidades que seguramente tendrán otro concepto de discriminación y, como todas las niñas y niños, desearán a la rubia tetona con ropa de diseño.
Walter Benjamin explica la belleza de los juguetes antiguos, que generalmente eran subproductos de industrias artesanales a quienes las reglas gremiales obligaban a fabricar solamente lo que correspondía a su ramo. Las muñecas de cera se compraban en lo del calderero, las de madera en lo del carpintero, las de confitura en lo del pastelero. En Nüremberg, a principios del siglo XIX, se fundaron las primeras distribuidoras que compraban piezas a los artesanos locales para destinarlas a los comercios minoristas.
La semidomesticidad de estas pequeñas industrias permitieron canalizar la energía de muchas mujeres, aunque no las alejara de la familia en busca de independencia, más bien convertían a la familia entera en parte del negocio. Las feministas de los años sesenta como Betty Friedan o Kathe Millet vieron en estas empresas menos la astucia de las mujeres para lograr la independencia económica o su rebusque como artistas, que su contribución a sostener roles tradicionales: las muñecas más famosas como las Lenci, por ejemplo, cuya creadora fue Elena Koning vienen vestidas con ropa escolar, de entrecasa, de fiesta, con equipo de esquí pero nunca como aviadoras o médicas. Reconocen, en cambio, la audacia de la alemana Margarete Steiff que se puso a hacer muñecos baratos y alejados de los cánones populares de belleza. Eran de paño y representaban niños de ambos sexos que parecían tener una cicatriz en medio de la cara (la costura), sus ojos eran botones y su ropa astrosa, lo que inclinó a muchas niñas y niños a un incipiente socialismo.
El objetivo de las feministas sería de vinilo y se llamaría Barbie. Es en realidad un fetiche y tratado como tal: durante un aniversario de su creación se realizaron exposiciones en todo el mundo donde la pechugona de veinte centímetros lucía modelos de los principales modistos. En un lugar llamado The Kitchen un grupo de personalidades como Betty Friedan, Raquel Welch y un puñado nada desdeñable de académicas discutieron el fenómeno con la gravedad con que hubieran discutido sobre la mortalidad infantil en el Tercer Mundo o la trata de personas. Si se sospechaba el origen pornográfico de Barbie, un tal Mac Lord lo confirmó: Barbie había sido inspirada por Líli, un pelele porno de los años hitlerianos, lo cual explica su aspecto teutón de grandes senos y amplias caderas. Barbie es en realidad una muñeca inflable reducida, no muy diferente a una Franklin Heirloom que se utiliza con fines eróticos y cuya boca parece el interior de un guante de cirugía.
Se podría decir a favor de Barbie que no pertenece a la estética realista, que podría ser travesti o que favorece de manera más democrática que la que se alienta en los internados de señoritas, lo que el Dr Mercante llamaba «el imperio de la anomalía» . O que es el pelele educativo para formar nuevas generaciones de bailarinas de caño en un retro del programa de Tinelli. Si bien grandes artistas como Beernmer y Warhol han utilizado muñecas gigantes para sus obras, el feminismo realista siempre encontrará en el uso de la muñeca, cuando no se es mujer y se tienen más de doce años, la fantasía machista de poseer una mujer muda, joven e incapaz de moverse por sus propios medios.