Desenmarañar el euro no sólo supone una crisis económica y financiera, también es una crisis de la democracia. Los pueblos de Europa están perdiendo la capacidad de determinar su propio futuro. De Amberes a Atenas, se les está diciendo que no hay alternativa. Los pueblos de Grecia, Italia, España, Portugal e Irlanda ya se han […]
Desenmarañar el euro no sólo supone una crisis económica y financiera, también es una crisis de la democracia. Los pueblos de Europa están perdiendo la capacidad de determinar su propio futuro. De Amberes a Atenas, se les está diciendo que no hay alternativa.
Los pueblos de Grecia, Italia, España, Portugal e Irlanda ya se han enterado de que han de aceptar programas de austeridad, recortes a la protección del empleo y la venta de activos públicos al sector privado. Si no han elegido dirigentes dispuestos a hacer lo que es necesario, se les impondrán si no líderes no electos. Los franceses y los belgas saben que también ellos deben andarse con cuidado.
Si se quiere comprender por qué los mercados de valores parecen decididos a no caer en el pánico por una crisis que muchos políticos y economista predicen que conducirá a un apocalipsis – el FTSE [índice de la Bolsa de valores de la City londinense] ha caído menos de un 20% en relación a sus máximas de 2007, contra casi un 50% de descenso durante la crisis que siguió al derrumbe de Lehman Brothers – no hace falta mirar más lejos. Los inversores capitalistas ven una Europa que se está desprendiendo de la responsabilidad democrática que tan a menudo constituye un lastre para la desacomplejada busca de lucro.
¿Quiere esto decir que los euroescépticos tenían razón sin más? Pues no. Su ideal es una Europa de libre mercado y nulo gobierno. Los estados competirían rebajando continuamente los impuestos, recortando los servicios públicos, impulsando a la baja los salarios, menoscabando la protección medioambiental, aboliendo las reglamentaciones de seguridad ambiental, limando los colmillos de los sindicatos, y así suma y sigue. De acuerdo con su punto de vista, una zona de libre comercio puede florecer sin infringir la soberanía al modo que se ha convertido en sello de Bruselas.
Lo que no comprenden (o no quieren comprender) es que, incluso sin la ambición de la unión política que estaba tras el proyecto europeo desde sus primeros días, los acuerdos de libre comercio siempre entrañan una progresiva pérdida de soberanía. Esos acuerdos no pueden sobrevivir mucho tiempo si uno o más de los países participantes tienen la impresión de que los demás están sacando ventaja injustamente, al pagar subsidios gubernamentales a determinadas industrias o adaptando reglamentaciones que discriminan de hecho a los artículos extranjeros.
Por esta razón es por lo que toda organización destinada a promover el libre mercado – incluyendo a la Organización Mundial del Comercio y el tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLCA), así como a la Unión Europea – crea una gigantesca burocracia para elaborar reglas, vigilar su cumplimiento y solucionar los desacuerdos. Al libre comercio lo mueve el deseo de reducir los costes de las transacciones entre actores económicos de diferentes naciones. Cuanto mayor es la diversidad de la regulación, mayores los costes de transacción. Lo esencial del euro consistía en recortar la mayor transacción de todas: pasar de una moneda a otra.
La izquierda tiene más razones que la derecha para sentirse agraviada por la pérdida de soberanía. La UE constituye en realidad el más democrático de los regímenes de libre comercio; por lo menos podemos elegir eurodiputados que tienen un mínimo de poder. Pero no elegimos a nadie para la OMC. La UE nivela a menudo al alza la regulación, exigiendo que algunos países adopten, por ejemplo, mínimos más elevados de los que adoptarían, si no, en materia de protección ambiental y de los consumidores. Con más frecuencia, el libre comercio nivela a la baja la regulación y reduce el umbral de imposición fiscal de las grandes empresas y el capital.
El crecimiento global de la desigualdad en el seno de las naciones es resultado directo del libre comercio, que permite a las grandes empresas reubicarse con facilidad, al capital moverse entre fronteras a la busca de costes menores, y a las empresas deslocalizar el trabajo allí donde la producción es más barata. Los beneficios se han disparado, mientras que los salarios se han reducido.
Los acuerdos de libre comercio minan los intentos nacionales de establecer baremos medioambientales, de salud o seguridad. Con el TLCA, las compañías de propiedad norteamericana pusieron con éxito en tela de juicio las restricciones impuestas por las autoridades mexicanas y canadienses sobre eliminación de residuos tóxicos y el uso de aditivos en la gasolina. Diversos acuerdos de libre comercio permiten a los inversores extranjeros demandar por daños y perjuicios cuando las reglamentaciones afectan de modo adverso a sus beneficios. Así, por ejemplo, las empresas mineras demandaron al gobierno sudafricano cuando se les exigió que alterasen sus prácticas de empleo para ajustarse a un programa destinado a capacitar a trabajadores negros.
El libre comercio, dicho sea de otro modo, entraña un acuerdo internacional sobre el terreno más contestado de la política moderna: el papel y volumen del Estado, los niveles de imposición fiscal, los derechos de los empleados, el grado de protección del medio ambiente, y así sucesivamente. No hace falta repensar solamente la UE, lo mismo vale para el conjunto del régimen del comercio mundial. La actual crisis de la UE no es más que un ejemplo extremo de lo que sucede cuando pones la maximización de la actividad económica por delante de todas las demás consideraciones, como la justicia social, el consenso democrático y las culturas locales.
Si se desechara la moneda única, la UE seguiría elaborando reglas y reglamentos al objeto de facilitar el libre comercio. Si la UE misma dejara de existir, la soberanía de sus miembros se vería aún cohibida por otros acuerdos comerciales. Esos acuerdos llevan inevitablemente la toma de decisiones a un nivel que está más allá del control de los electorados nacionales. A la UE se le critica su «déficit democrático», pero se dan ejemplos mucho peores entre los organismos de comercio internacional.
¿Hay una respuesta? Bajo la presión de la crisis financiera, el peligro estriba en que el mundo vuelva de forma desordenada a los años 30, cuando los estados se apresuraron a elevar sus aranceles, imponer cuotas de importación y devaluar su moneda. En ese caos florecieron los regímenes de derecha autoritaria. Eso volverá a suceder – tal vez incluso en Atenas, Roma, Lisboa o Madrid – a menos que gobiernos y reguladores del comercio puedan ponerse de acuerdo para abandonar el dogma de que el libre comercio es, siempre y por doquier, un bien absoluto. Deberían reconocer que la democracia supone un bien mayor y que donde se encuentra, y así será siempre, es en los estados nación.
El libre comercio ya ha ido todo lo lejos que podía llegar. Las organizaciones supranacionales, incluyendo a la OMC y la UE, deberían elaborar reglas que permitieran a los países – sin poner en peligro sus oportunidades comerciales – reintroducir aranceles limitados y decidir no formar parte de las reglamentaciones si pueden mostrar apoyo democrático interno suficiente a favor de hacerlo así.
Y por encima de todo, deberían idear reglas destinadas a regular las finanzas globales -entre ellas, un impuesto a las transacciones financieras, que sería imposible para cualquier país en solitario con el actual régimen – y permitir que los estados nación regulasen las transacciones financieras transfronterizas. Hay que desplazar el centro de atención para que pase de maximizar el comercio a maximizar la responsabilidad democrática, la estabilidad económica, la justicia social y la supervivencia del planeta. Puede que suene imposible, pero tal era el caso, en la década de 1940, del libre comercio global. Todo lo que precisan los dirigentes mundiales es cambiar su enfoque, y pronto.
Peter Wilby, periodista especializado en asuntos de educación, fue director del diario Independent on Sunday y del semanario New Statesman
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón