La entera zona euro es hoy por hoy un desastre económico y lo seguirá siendo porque el sistema monetario europeo basado en el euro está, de entrada, mal diseñado. Esa es la opinión, creo, que hubiera tenido John Maynard Keynes de haber vivido en estos tiempos. Keynes murió en 1946, por lo que hablar de […]
La entera zona euro es hoy por hoy un desastre económico y lo seguirá siendo porque el sistema monetario europeo basado en el euro está, de entrada, mal diseñado. Esa es la opinión, creo, que hubiera tenido John Maynard Keynes de haber vivido en estos tiempos. Keynes murió en 1946, por lo que hablar de lo que hubiera opinando sobre un fenómeno actual como es la unión monetaria europea es más que arriesgado. Con seguridad ni se imaginó algo semejante a una Unión Europea ni una moneda común, ni menos aún, que fuese Alemania quien dirigiese los destinos de una y otra. Y, sin embargo, me voy a atrever a pensar y decir lo que Keynes, de haber vivido en estos tiempos, pudiera haber pensado y dicho acerca de cómo se ha desarrollado el proceso de construcción de la unión monetaria europea a tenor de lo que dijo en Bretton Woods. Creo que Keynes hubiese hallado al euro y su zona un experimento fallido y potencialmente destructor. Veamos.
En 1944, en la Conferencia de Bretton Woods convocada para diseñar un sistema monetario internacional para después de la II Guerra Mundial que sortease los problemas a los que había conducido el sistema previo basado en el patrón oro en un contexto de depresión económica, Keynes se lanzó con una propuesta extraordinariamente novedosa y valiente que, sin embargo, fue rechazada en la medida que planteaba una suerte de «globalización» de tipo no imperialista (aunque en aquel tiempo el mero concepto de globalización no existía como tal) a diferencia de las globalizaciones anteriores en las que la internacionalización de los intercambios comerciales se había basado siempre en la existencia de algún poder imperial que le diese los necesarios fundamentos políticos, militares o de seguridad y monetarios o financieros. El imperio británico era para todos el ejemplo más inmediato y evidente del mecanismo a seguir para crar un orden monetario internacional. Pues bien, frente a esta posición, el Plan Keynes, como ha sido llamado, buscaba constituir un orden monetario que fundase un sistema de intercambios internacionales de tipo multipolar, no basado en un poder de tipo imperial. Como es bien conocido, su plan no fue apoyado en la medida que suponía una alternativa al Plan White, el propuesto por los EE.UU., cuya puesta en marcha dio origen a un orden monetario internacional cuasiimperial centrado en el dólar y en la capacidad hegemónica norteamericana en los campos económico, militar y político que el mundo ha vivido en los últimos setenta años.
En su plan, dicho de modo simplificado, Keynes proponía la creación de una nueva moneda internacional, el llamado «bancor», moneda que sería usada para ajustar las transacciones financieras internacionales en el marco de una nueva institución supranacional, la International Clearing Union (ICU). La ICU emitiría el «bancor» que sería intercambiable por la moneda de cada país a un tipo de cambio fijo, aunque ajustable o revisable en determinadas circunstancias. El «bancor» por tanto serviría como medio de pago en las relaciones internacionales dentro de la ICU, que actuaría así como una cámara de compensación. Cada país tendría abierta una cuenta en la ICU en «bancores» para ajustar sus pagos internacionales, de modo que cada bien exportado añadiría «bancores» a esa cuenta por su valor, dado el tipo de cambio, y cada bien importado, restaría. A cada país, se le asignaría en su cuenta en la ICU una dotación inicial de «bancores», es decir, una liquidez para llevar a cabo los ajustes requeridos en sus transacciones monetarias internacionales. Si, como consecuencia de sus relaciones económicas internacionales, la necesidad de «bancores» de un país superaba esa dotación -es decir, cuando ese país tenía un déficit en su balanza de pagos- se vería entonces obligado a solicitar de la ICU una financiación adicional para responder a sus obligaciones por la que debería pagar intereses. En consecuencia, los países en déficit tendrían un claro incentivo en reducirlo buscando los mecanismos para incrementar sus exportaciones. Pero estaba claro que los países deudores también podían reducir su déficit de otra manera nada aconsejable como era disminuyendo sus importaciones vía planes de ajuste internos que redujesen sus niveles de renta interior, su producción y sus niveles de empleo. Esto no era deseable pues reducía la demanda hacia otros países, y por tanto los niveles de producción y empleo de estos. Dicho con otras palabras, la persecución del equilibrio externo a través de una política contractiva en los países deudores era un auténtico absurdo pues llevaba el riesgo de deprimir la economía mundial. Y era aquí donde estaba la clave del plan de Keynes. Pues era el caso que Keynes incluía en el proceso de ajuste también a los países acreedores, a los países con excedentes comerciales (y que por tanto acumulaban «bancores» en su cuenta en la ICU). Proponía para ello que se cargara un interés a los países acreedores por los excedentes en «bancores» que superasen determinados niveles. En consecuencia, también los países con excedentes comerciales tenían así un incentivo en aumentar sus importaciones para eliminar sus excedentes en «bancores».
La propuesta de Keynes partía del reconocimiento de un hecho evidente, absolutamente conocido y elemental: el de que a nivel global el sistema de intercambios es un sistema cerrado, es decir que el valor agregado de las importaciones de todos los países es igual al valor agregado de las exportaciones de todos los países, pues es obvio que las importaciones totales a nivel mundial son las exportaciones totales a ese mismo nivel. El corolario de este hecho, que es de estricto sentido común, pero que demasiado frecuentemente se olvida incluso por los economistas, es que tan desequilibrado estructuralmente -como se suele decir- está el país que continuadamente sufre o padece un déficit en su balanza comercial como el que permanentemente disfruta de un superávit ( y obsérvese los términos -sufrir, padecer, disfrutar- que uso y se usan habitualmente para describir la situación de unos u otros países). Y, más aún, la solución de esos desequilibrios externos estructurales sería consecuentemente, cosa (al menos) de dos países, pues tan problemático debería ser y es el superávit estructural de uno o unos como el déficit estructural de otro u otros. La persecución «mercantilista» de un excedente en las cuentas exteriores, que se suele proclamar como objetivo de la política comercial en todas partes es, por tanto, la persecución de un desequilibrio, un superávit, cuya consecución efectiva por parte de algunos países exige o implica necesariamente que otros países no lo logren, o sea, que entren ineludiblemente en un déficit exterior.
No es posible, a nivel global, que haya unos países con excedentes sin que haya obligadamente otros con déficit, ambas cosas son las dos caras de la misma moneda. Pero de esto se sigue que la exigencia, tan habitual por parte de los mandatarios de los países estructuralmente en superávit, de ajustes y contención por parte de los países en déficit (y estoy pensando en la señora Merkel, por ejemplo) para volver al equilibrio, exigencia económica que se suele revestir además de un tono o carácter moral, como si los países con superávit hubieran hecho bien las cosas, o sea, fueran buenos o se hubieran comportado correctamente, por lo que, por tanto, y simétricamente lo hubieran hecho mal los países con déficit. Esta forma de «razonar» que ahora nos resulta tan común dado que no para de caérseles de la boca a tantos políticos y economistas de los países con excedentes no sólo es absurda económicamente hablando sino que, incluso, podría calificarse como auténticamente «inmoral» pues esconde, acusando a los otros de su supuesto mal comportamiento, la propia responsabilidad en la gestación y mantenimiento de estos desequilibrios internacionales. Pero, como acaba de decirse, la exigencia de corrección económica unilateral (o sea, que sólo se ajusten los países «malos», los deudores) también es económicamente absurda y lo es porque si sólo se exige a los países deudores unas políticas activas en pro del ajuste externo, para lograrlo junto con la obvia vía de aumentar sus exportaciones (bajando por ejemplo los salarios y precios o devaluando sus monedas) recurrirán sin duda también a disminuir sus importaciones (es el camino más directo, por cierto), contrayendo así los intercambios internacionales y la actividad económica a nivel global, obligando así a que los países con excedentes se ajusten pasivamente. Por ello, repito, era un punto clave en la propuesta de Keynes en Bretton Woods el que se incluyera en los procesos de ajuste también a los países con excedentes comerciales mediante la penalización ya señalada de cargar a los países acreedores o con superávit estructural unos intereses por los saldos excedentarios que tuviesen por encima de determinado valor. En consecuencia, de seguirse el plan de Keynes también los países con excedentes comerciales hubieran tenido incentivos en aumentar sus importaciones, estimulando en consecuencia el comercio mundial. En suma, la sensatísima propuesta de Keynes parte de un elemental sentido común cual es el de pensar que si en los intercambios comerciales el desequilibrio es siempre como mínimo cosa de dos, la búsqueda del equilibrio debería ser compartida activamente por las dos partes: la que tiene déficit y la que tiene superávit.
El Plan Keynes, como ya se ha dicho, fue rechazado. EE.UU. siendo tras la guerra la máxima superpotencia militar y económica no podía admitir una intromisión descarada en su autonomía. Previendo que iba a disfrutar de grandes excedentes comerciales tras una guerra que había destrozado las bases industriales de sus posibles competidores, se negó a aceptar la penalización que se establecía en el plan de Keynes. En el diseño que se hizo del orden monetario internacional, la responsabilidad de los ajustes recayó así exclusivamente en los países con déficits, pues nada incentivaba a que los países acreedores aumentasen sus importaciones. Y de implementar esos procesos de ajuste se encargó como es de sobra conocido el FMI.
Pero, se dirá, ¿qué tiene que ver todo esto con el euro? Pues creo que mucho. Si se mira con cierta perspectiva, la unión monetaria europea puede considerarse a efectos de aplicar la argumentación precedente como si fuese un sistema cerrado en sí, como si fuese un entero mundo económico en pequeño. En efecto, dado que como es bien sabido la zona euro tiene respecto al exterior una posición de casi equilibrio en sus cuentas exteriores, se sigue que en ella el conjunto de las importaciones que se hacen entre sus miembros equivalen al conjunto de sus exportaciones entre ellos. Dicho de otra manera, se puede pensar en la zona euro como si fuese el resultado de una suerte de globalización «local» (valga el oxímoron) resultado de una política de desarme arancelario más la creación de un sistema monetario «internacional» para los países que la conforman. Y si se admite este punto de partida, cabe analizar el proceso de creación de ese orden monetario europeo, hoy en crisis total, desde la perspectiva de lo que se discutió en Bretton Woods. Anticipando las cosas, diré de salida que tampoco desgraciadamente el proceso de construcción monetaria europea ha seguido las líneas que recomendara Keynes en su día, sino que ha seguido un modelo semejante al del Plan White, sólo que aquí y ahora, el país hegemónico al servicio de cuyos intereses se diseñó y se está diseñando el marco institucional de la zona euro es evidentemente Alemania.
Y en efecto, si bien se mira, saltan a la vista las similitudes y las diferencias entre el proceso de constitución de ese sistema monetario internacional a escala europea, el que empezó siendo el Sistema Monetario Europeo (SME), y el sistema monetario internacional propuesto por Keynes en Bretton Woods. Por ejemplo, no es difícil asimilar al «bancor» de la propuesta keynesiana con el antecesor del euro, el ECU, que actuaba como una moneda de cuenta que podía usarse para realizar las compensaciones entre los países que formaban parte de la zona. Una moneda tipo «cesta» de activos respecto a la que, al igual que sucedía con el «bancor» de la propuesta keynesiana en 1944, cada moneda particular tenía un tipo de cambio fijo pero dentro de una banda de fluctuación que permitía a los países salvaguardar cierta autonomía monetaria para hacer frente a problemas de desequilibrios exteriores. Mientras se usó del SME y del ECU en el proceso de la constitución de la zona euro, la propuesta de Keynes en Bretton Woods guardó ciertas similitudes con el camino que se seguía en la «globalización» a escala europea. Salvo claro está por la importantísima y determinante ausencia de la propuesta keynesiana de penalizar también los saldos positivos en las cuentas exteriores de los países acreedores a la hora de corregir los desequilibrios dentro del sistema. Ello se tradujo en que cuando se dio un paso adelante y se llegó a a la plena unión monetaria con la creación del euro, el sistema creado en la zona euro careciera de un mecanismo interno de corrección de los desequilibrios financieros interiores que no supusiese la implementación de planes de ajuste recesivos en los países deudores.
Las semillas de los problemas de hoy estaban bien plantadas y abonadas. Y también la «solución» que hoy pretende dárseles. Pues al igual que la ausencia del mecanismo equilibrador keynesiano obligó a la creación de una institución como el FMI que asociaba a su labor de prestamista en última instancia de los países con problemas de deuda externa un otro «papel» de tipo policial y penal de los mismos mediante la imposición de planes de ajuste de tipo recesivo, lo mismo se pretende como solución hacer hoy en Europa. Se busca calcar ese esquema represor y contractivo con la creación de un Fondo Monetario a escala europea que se dedique a esas labores de vigilancia y castigo de los países «malos»: los PIGS. Pues es el caso que era obvio que los desequilibrios internos estallasen dentro de una unión monetaria como la europea sin un mecanismo como el propuesto por Keynes. Y la razón es muy simple y nada tiene que ver con shocks asimétricos ni nada semejante, sino con la relación entre los tipos de interés «naturales» (o wicksellianos) en los distintos países de la zona euro: los tipos de interés «propios» de las economías de cada país (o los tipos de beneficio o de remuneración del capital) dado el nivel de capitalización de sus economías. Y es que sucede una vez que se constituye una unión monetaria, que el tipo de interés común a la zona es inevitablemente más bajo que el tipo de interés «natural» (o wickselliano) de aquellos países menos desarrollados económicamente o menos capitalizados, lo que inevitablemente lleva -en el marco de una unión monetaria- a que afluya un continuo flujo de capital hacia estos países provenientes de los más capitalizados. La consecuencia de este aflujo de capital que acude a los países menos capitalizados de una unión monetaria es que estos países entran ineludiblemente en un déficit por su balanza por cuenta corriente, ya que los saldos de ambas balanzas (el de la de por cuenta corriente y el de la de capital) han de equilibrarse por definición. Dicho de otra manera, se tiene que los países menos capitalizados en el marco de una unión monetaria generarán por definición y obligadamente saldos negativos en las balanzas comerciales como consecuencia del hecho de que para todos los países de una unión monetaria el tipo de interés es común. Por supuesto que la habitual lectura estúpida y analfabeta de este fenómeno lo considera un fenómeno unilateral (o sea, resultado únicamente del mal comportamiento económico de los países deudores) y está además cargada de moralina. Así, los «economasoquista»s de los países deudores interpretan este resultado repitiendo letanías del tipo: «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», «hemos pecado», «después de la borrachera llega la resaca», «lo que nos pasa es el justo castigo de nuestros excesos», etc., etc. De paso que aprovechan la situación para implementar políticas de ajuste que, como es natural, perjudican a determinados grupos sociales (los trabajadores) y benefician a otros (los grandes propietarios del capital). Del mismo modo, la lectura, igual de estúpida y analfabeta, de los «econosádicos» de los países acreedores es la simétrica: los países deudores son manirrotos, gastadores, vagos, poco fiables, etc.
Unos y otros olvidan la lección de Keynes en Bretton Woods, los desequilibrios externos son cosa de dos, y su corrección ha de ser cosa de dos. Y en esto estamos. La crisis de la deuda en la zona euro no es sino la otra cara de los desequilibrios comerciales externos de cada país pero internos a la zona. La respuesta a la misma desde las instituciones europeas y los ambientes académicos hubiera horrorizado a Keynes pues consiste en generalizar el malestar económico y social en los países deudores sin ganancia clara para los acreedores. En suma: un auténtico despropósito económico. Pero, ¿quién podría hacerles leer a los prepotentes economistas que asesoran a los gobiernos de la unión europea o el Banco Central Europea el plan de orden económico internacional pergeñado en 1944 de un economista ya fallecido y al que se han acostumbrado a mirar por encima del hombro con el atrevimiento propio de la ignorancia? ¿cómo podrían llegar a entender que otra solución distinta a la del sufrimiento es económicamente factible cuando parece que es su estructura psicológica profunda, su perversión sadomasoquista, la que les impide ver losevidente? ¿o es que, acaso, estamos asistiendo al desarrollo de un plan preconcebido para desmantelar el Estado del Bienestar en Europa y volver al siglo XIX?