A los países de la unión europea con problemas serios de financiación, se les brindan tres opciones a cual más atractiva: Solicitar un rescate puro y duro a los organismos internacionales. Sin duda, la peor de todas, por constituir una variante posmoderna del timo de la estampita. Te prestan para que puedas pagar a tus […]
A los países de la unión europea con problemas serios de financiación, se les brindan tres opciones a cual más atractiva:
- Solicitar un rescate puro y duro a los organismos internacionales. Sin duda, la peor de todas, por constituir una variante posmoderna del timo de la estampita. Te prestan para que puedas pagar a tus acreedores, acumulando esos intereses al principal, con lo que se entra en una espiral de endeudamiento creciente, imposible de satisfacer, que hasta ahora era típica del tercer mundo, pero que con la globalización ha alcanzado a occidente. Solo te ayudan a caer. Un caso bien reciente y cercano, es el de Portugal que deberá abonar 34.400 millones de euros de intereses por el rescate de 78.000 millones que firmó en mayo de 2011.
- Aceptar un draconiano plan de recortes, reduciendo el gasto estatal, privatizando a mansalva los bienes públicos, deprimiendo la economía del país y convirtiendo a los asalariados en mano de obra de bajo coste. La economía entra en la UVI, y tras la parálisis, sobreviene el desplome.
- Salir del euro, lo que, según la voz sapientísima de los mercados, constituye la antesala del infierno.
Rechazado el rescate, analicemos en profundidad los motivos para justificar los recortes como única alternativa viable.
La burbuja de la especulación ha provocado una deuda monstruosa que se va a pagar con el estado de bienestar. Su sacrificio (voladura para ser más precisos), permitirá saldar cuentas con los acreedores, limpiar los balances y dejar el sistema limpio como una patena.
Los propios mercados, desregulados e insolventes, causantes de la crisis, se encargan de aportar las soluciones al problema, dando lecciones de disciplina financiera a los gobiernos, estados y ciudadanos arruinados por ellos, decretando primero resignación y después miseria. Se trata de proteger a los acreedores a costa de desproteger a los ciudadanos. Les chantajean diciéndoles que hay que salvar a la banca privada de la bancarrota, si no quieren que se hunda la economía y lo pierdan todo. Terrorismo financiero de baja estofa, que ha calado en la sociedad y se ha impuesto como inevitable, cuando lo racional, no sería ayudarla a fondo perdido, sino exigir su nacionalización, obligando a sus directivos a asumir las responsabilidades, a sus accionistas a soportar el coste y a sus acreedores a cobrarse en ladrillos.
Al no hacerlo así, nóminas, pensiones, sanidad, escuelas y empleos se irán por el desagüe, para que nuestros templos financieros, repletos de basura, reluzcan como nuevos, saneados con el saqueo de los fondos públicos y el patrimonio de todos. 1
Deuda significa servidumbre. El salario mínimo se convertirá en máximo, y la reforma laboral nos acercará a China cuya economía marcha viento en popa.
Como se necesita apretar fuerte las clavijas a la población para conseguirlo, los poderes fácticos se han quitado la careta democrática y tomado directamente las riendas del negocio, colocando a sus peones al mando de los gobiernos, sin intermediarios, paños calientes ni disimulos, evitando tentaciones populistas, como el malogrado referéndum de Grecia, y recordando a los ciudadanos que solo son convidados de piedra, morralla, gentes que votan pero no deciden nada. La soberanía popular reside en los mercados, no en los ciudadanos, y estrujar más a los de abajo, siempre genera confianza. Lo adecuado es «quebrar países para que no quiebren bancos»2, endosando a los estados, y por ende a sus habitantes, la insolvencia de la banca:
«La crisis de la deuda soberana no proviene del excesivo gasto público, sino del rescate del sector bancario. La deuda pública de la UE, en realidad, había caído del 72% del producto interno bruto (PIB) en 1999, al 67% en 2007. Pero creció rápidamente después de que se rescatara a los bancos en 2008. El rescate bancario de Irlanda le costó al país el 30% de su PIB, aumentando su deuda a niveles récord».3
Un hecho que, calcado, se ha repetido en España:
«Se calcula que la deuda total española asciende al 400% del PIB, unos 4,25 billones de euros, de los cuales tan solo 700.000 millones de euros corresponden a las administraciones públicas (el 16%), algo menos de 1 billón de euros a las familias (el 23%, en su mayoría hipotecas), y el resto a inmobiliarias 1,3 billones de euros (el 31%), y a bancos y cajas 1,35 billones de euros (el 32%). (Deuda inmobiliaria que no hace falta decirlo, termina engrosando la de la banca).
Dicho de otro modo, el 84% de la deuda total española es privada, siendo los bancos e inmobiliarias con el 63% de ella los principales responsables».4
La provisión inacabable de dinero que los bancos centrales regalan a la banca privada al 1,25%, ésta lo utiliza para tapar sus agujeros, o se lo vuelve a represtar al estado al 5% y más, obteniendo una bonita ganancia sin mover un dedo ni correr riesgo, no importándole dejar a las empresas sin crédito para funcionar, lo que ha provocado una caída brutal de la actividad económica que ha disparado el paro, mermado los ingresos del estado e incrementado el déficit público. No conformes con arruinarse ellos, arrastran a los demás al foso.
Los países de la eurozona podrían cubrir su déficit sin problemas si se les permitiera financiarse con eurobonos o si el Banco Central Europeo (BCE) adquiriera deuda soberana suya en vez de tener que recurrir la banca para hacerlo, pero «a pesar de que entre 2008 y 2010, los bancos recibieron más de1,6 billones de euros en ayudas públicas (más otros 210.000 millones de euros procedentes de la Reserva Federal Americana), resulta que el Banco Central Europeo solo puede comprar deuda basura emitida por los bancos privados, pero no por los estados» 5, demostrando que su «independencia» empieza y termina en Goldman Sachs; algo de lo que se aprovechan los acreedores extranjeros que no vacilan en presionar al máximo sobre la deuda soberana, disparando la prima de riesgo, y dejando a la especulación que haga el resto.
La vía más lógica para atajar el desequilibrio de las cuentas del estado sería por supuesto hacer tributar más a los que más tienen, prohibiendo los paraísos fiscales, las apuestas con derivados o imponiendo peajes a los movimientos de capital; algo tan elemental como imposible de conseguir, dado que los ricos son intocables y su blindaje es a prueba de impuestos, por lo que la refundación del capitalismo tendrá que esperar a la próxima crisis.
Alterar el guión de austeridad que nos han marcado, requiere sopesar con cuidado la salida del euro, examinando serenamente sus pros y sus contras, sin dejarnos embaucar con discursos sesgados y catastrofistas:
«Volver a monedas nacionales permitiría utilizar el banco central para imprimir dinero y comprar deuda pública con él. Con la moneda devaluada, el sector exterior se convertiría en el gran beneficiario. Como contrapartida, se produciría una caída fulgurante de la demanda interna que sería compensada en poco tiempo por el tirón de las exportaciones y el turismo. Al más leve indicio de la reintroducción de la peseta, particulares y empresas empezarían a retirar sus ahorros en euros de la banca española. Por dos razones: los euros que se salven de convertirse de forma obligada en pesetas no perderán valor con la posterior depreciación. Y mantener ese valor es importante para pagar las deudas que sigan contabilizadas en euros.
El resultado sería una quiebra generalizada del sistema bancario por la retirada masiva de depósitos. Miles de empresas cerrarían. Las ventajas competitivas de la devaluación se esfumarían con el repunte de la inflación y los aranceles a las exportaciones que fijaría el resto de la UE». 6
¿De verdad se desarrollarían las cosas de ese modo? ¿no se omite nada fundamental en este análisis?
Porque, de entrada, lo prioritario sería acometer la reestructuración total de la deuda, negociando una quita de parte de la misma, acordando períodos más largos de devolución y de carencia de intereses, tipos más bajos, etc., tal y como hicieron Argentina o Islandia con excelentes resultados. Mejor tener fiebre un día que estar toda la vida enfermos. Les guste o no, los acreedores estarían obligados a negociar porque un impago supondría la puntilla para ellos y de retruque la debacle en cadena del sistema capitalista.
Un régimen de semiautarquía económica durante una temporada, serviría por otra parte para poner orden en la casa. Claro que habría que instaurar «un corralito», (recordemos que el argentino no llegó a un año) para evitar la fuga masiva de capitales, pero si se hiciera estableciendo unos límites razonables para la retirada de efectivo (cosa relativamente sencilla dado que el 60% de los trabajadores españoles son mileuristas), dicha medida, aunque impopular, no alteraría significativamente la vida cotidiana de la gente, ni supondría mayores inconvenientes para ella. Es más la mala prensa y la sicosis creada que la realidad.
El sistema financiero se depuraría y limpiaría de bancos tóxicos que se nacionalizarían sin coste alguno para las arcas del estado, lo que permitiría que el crédito fluyera al sector productivo. Las importaciones se encarecerían, y especialmente las energéticas, lo que contribuiría a desarrollar las energías renovables, uno de los pocos campos tecnológicos en que España es puntera. Toda la producción de origen nacional en general se vería reforzada, y las empresas que desarrollan buena parte de su actividad en el extranjero y cobran en divisas, así como las empresas exportadoras, mejorarían notablemente su posición competitiva.
En cuanto a los aranceles, caso de existir, serían recíprocos, afectando tanto a las exportaciones como a las importaciones, con lo que su impacto final sería nulo o despreciable. La inflación generada por el aumento de precios de los productos de importación, quedaría suavizada por el «corralito», ya que el dinero líquido sería un bien escaso.
El cambio inicial de euros a pesetas debería hacerse lo más relajado y amplio posible para evitar que las deudas actuales nominadas en euros y en otras divisas no creciesen con devaluaciones posteriores de la peseta. Tasa de cambio que favorecería la entrada de capitales, de inversiones y de turismo extranjero, reactivando la compraventa de viviendas. Habría inversión, dinamismo y crecimiento: en una palabra trabajo y actividad, que se traduciría en mayores ingresos fiscales, con la consiguiente reducción del déficit público y mejora de la balanza comercial. Con el beneficio añadido de que al comprar el banco de España deuda del estado, se tornaría innecesaria la mediación de la banca privada, abaratándose considerablemente su coste para todos.
Como la palabra solidaridad no existe en el diccionario europeo, si no es posible plantear soluciones conjuntas, cada cual tendrá que buscar la suya. El retorno de la peseta no constituye la panacea maravillosa, pero sí la solución menos mala en las actuales circunstancias, y con seguridad la más justa socialmente si no queremos terminar, gracias a los recortes, con los ojos oblicuos y trabajando de sol a sol para comer una porción de arroz. Porque aunque dios descansó al séptimo día, los chinos no.
O nos vamos del euro, o el euro se irá de nosotros.
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