La Organización de las Naciones Unidas advirtió ayer que el mundo se está tambaleando al borde de otra gran recesión, principalmente como resultado de la crisis de la deuda soberana de varios países europeos, del consecuente incremento en las medidas de austeridad impuestas por gobiernos nacionales de esa región y del aumento preocupante del desempleo […]
se está tambaleando al borde de otra gran recesión, principalmente como resultado de la crisis de la deuda soberana de varios países europeos, del consecuente incremento en las medidas de austeridad impuestas por gobiernos nacionales de esa región y del aumento preocupante del desempleo en el viejo continente. A renglón seguido, el organismo indicó que, incluso si se logra controlar la crisis de la zona euro, en el año que corre la economía mundial tendrá un crecimiento raquítico de 2.6 por ciento.
En retrospectiva, la advertencia del órgano multinacional deja ver que el lapso transcurrido entre el término formal de la pasada recesión y el momento presente ha sido tiempo perdido: en estos años, a pesar de que el carácter insostenible del modelo económico vigente fue reconocido por la gran mayoría de las autoridades políticas y económicas de Occidente y por los organismos financieros internacionales, ni unas ni otros hicieron esfuerzos sustanciales para reconstruir la economía mundial sobre bases éticas y racionales, y para poner freno y control al apetito especulativo que corroe tanto a los países ricos como a las economías en vías de desarrollo.
La pretendida superación de la crisis que inició a finales de 2008 se limitó a una recomposición de los indicadores macroeconómicos, pero no tocó la inestabilidad intrínseca del modelo en vigor, y ahora, ante los desajustes surgidos en meses recientes en naciones europeas, las autoridades económicas nacionales e internacionales se han aferrado a la continuidad de los dictados de la ortodoxia neoliberal: sacrificio de las mayorías mediante políticas de austeridad draconiana, recorte de presupuestos públicos y de salarios, aumento a los impuestos, depredación de la propiedad pública y señales de tranquilidad para los capitales trasnacionales.
Por otra parte, si bien los barruntos actuales de recesión tienen su origen en la persistencia del modelo desestabilizador que causó la debacle financiera de 2008 y 2009, en la génesis de la actual problemática han de identificarse también algunos aspectos singulares. Tal es el caso de la incursión ilegítima y cada vez mayor del vasto poder fáctico de las calificadoras en las decisiones públicas: a estas alturas, resulta innegable que esas entidades privadas no sólo ejercen atribuciones indebidas en materia de orientación y definición de políticas económicas de los países en problemas -a contrapelo de las nociones más elementales de democracia y representatividad-, sino también que tal ejercicio de poder anómalo es un lastre fundamental para la reactivación de esas economías, toda vez que reduce su margen de maniobra para contratar créditos y las condiciona a la aplicación de las conocidas directrices del consenso de Washington.
Adicionalmente, así como la pasada recesión hizo visible un avance de la pobreza y las desigualdades sociales en países ricos, particularmente en la Europa comunitaria, los nubarrones actuales han puesto al descubierto la corrupción y la opacidad que campea en ese conglomerado de naciones, que hasta hace no mucho se presentaba como promotor mundial de la legalidad y la transparencia: los descalabros en Grecia, Portugal e Italia, así como las dificultades que enfrentan España y Francia, son atribuibles a la laxitud, la turbiedad y el descontrol con que las autoridades nacionales, las comunitarias y las propias calificadoras se condujeron en años previos frente al incremento de las deudas soberanas y el desorden fiscal de esos países.
Las estrategias anticrisis compartidas por la mayor parte de los gobernantes del mundo, por los organismos financieros y por los poderes fácticos no han sino profundizado la debilidad estructural de la economía planetaria y extendido la vida de un modelo generador de desigualdad social, concentrador de la riqueza y favorecedor de la especulación en detrimento de las actividades productivas. Ante los cada vez más inocultables avisos de desastre, es impostergable que los encargados de la conducción económica del país avancen en la dirección que tendrían que haber tomado hace casi tres años, pues de lo contrario podrían acelerar la configuración de un escenario de pesadilla mundial en lo económico, lo político y lo social.