A estas alturas de la crisis de la Eurozona lo primero que a uno le llama la atención es que ésta pueda haber sorprendido a nadie. Me explico. Desde el mismo momento en que se supo que iba a crearse una moneda única que sustituiría a las monedas nacionales, se detallaron cuáles iban a ser […]
A estas alturas de la crisis de la Eurozona lo primero que a uno le llama la atención es que ésta pueda haber sorprendido a nadie.
Me explico. Desde el mismo momento en que se supo que iba a crearse una moneda única que sustituiría a las monedas nacionales, se detallaron cuáles iban a ser los parámetros a través de los cuales se decidiría qué Estado podría pertenecer a ese selecto club y se conoció cuál iba a ser la institucionalidad que regiría el día a día de esa zona monetaria se alzaron voces críticas por doquier. Basta revisar la literatura económica heterodoxa de la segunda mitad de los noventa para encontrar decenas de trabajos en los que se advertía del grave error en el que se estaba incurriendo al construir una zona monetaria con esas características. En esos trabajos se denunciaban los defectos en la construcción de la Eurozona y se advertía de que, en aras de la generación de un espacio para la rentabilización del capital, se perdía una oportunidad histórica de avanzar realmente hacia una Europa en la que primaran la equidad, la igualdad y la justicia social.
Esos análisis se encuentran aún en las estanterías de hemerotecas y bibliotecas sin que muchos de ellos hayan perdido ni un ápice de actualidad. Y no la han perdido porque en ellos siguen contenidos los argumentos básicos para entender lo que está ocurriendo y cuáles son las propuestas de solución para enfrentar esta crisis. Unas propuestas de solución que se alejan enormemente de aquéllas por las que han optado los gobernantes europeos y que están aplicando a carta cabal con independencia de sus efectos sobre las condiciones de vida de la mayor parte de la población.
En efecto, en el marco de un proceso de unión monetaria diseñado según patrones ideológicos neoliberales y sustrato teórico neoclásico, la ausencia de una verdadera Hacienda Pública Europea impide que la política fiscal pueda actuar como mecanismo corrector de desequilibrios estructurales y/o coyunturales y todo el proceso de ajuste queda en manos, entonces, de la flexibilidad de precios y salarios, dado el contexto de baja movilidad de la mano de obra. Es decir, el principal mecanismo de ajuste en el interior de la Eurozona es el mercado de trabajo.
En ese sentido, es indudable que durante toda la vida del euro hemos asistido a esfuerzos continuados por incrementar la flexibilidad del mercado de trabajo a escala general (la Estrategia Europea para el Empleo puede ser un buen ejemplo de ello), unidos a los esfuerzos particulares que cada Estado ha realizado sobre su mercado de trabajo para tratar de ganar competitividad frente al resto por esa vía. La resultante es inequívoca: el deterioro de las condiciones de trabajo -tanto salariales como contractuales-, con consecuencias y repercusiones desiguales sobre los distintos mercados de trabajo en función de las características institucionales de los mismos y del peso y capacidad de negociación de los agentes implicados.
Esta es inequívocamente la vía de actuación frente a la crisis por la que han optado el tándem Merkel-Sarkozy, esto es, completar el diseño neoliberal de la Eurozona una vez constatados los desequilibrios a los que ha dado lugar el imperfecto diseño original.
Si convenimos en el diagnóstico de que la crisis de la Eurozona obedece a su mal diseño (insuficientemente neoliberal para unos; excesivamente neoliberal para otros, pero mal diseño en última instancia) y atendemos a cuáles son las vías de intervención a nivel europeo que se están desarrollando para tratar de enfrentarla, y ahí creo que no hay duda del carácter neoliberal de las mismas, la resultante no deja de ser desesperanzadora. En efecto, la conclusión no puede ser otra distinta a que no existe margen para la acción a nivel nacional en los países periféricos, sojuzgados por la tiranía de la dependencia de la financiación, que deben mendigar en los mercados financieros (siendo, evidentemente, mayor el grado de sometimiento y, por tanto, los recortes en materia de políticas sociales exigidos cuanto mayor es el monto de la deuda pública y privada) y sometidos por una suerte de «disciplina de la culpa», como la llama Marazzi, a las recetas frente a la crisis de los gobernantes de las economías del centro, no sólo beneficiadas económicamente durante el periodo de vida del euro sino reforzadas políticamente como consecuencia de esta crisis.
Y es, entonces, cuando surge la pregunta decisiva, la que ha estado escondida hasta los últimos meses en los que ya se ha comenzado a plantear tímidamente aunque las respuestas a la misma no se han elaborado con la suficiente solidez como para que pregunta y respuesta se conviertan abiertamente en una opción política de actuación frente a la crisis.
La pregunta no puede ser otra más que la siguiente: si el futuro que nos espera es francamente neoliberal, si la salida de la crisis que se está fraguando actúa en menoscabo de las condiciones económicas y sociales de la mayor parte de los ciudadanos, ¿por qué continuar entonces en el euro? O, lo que es lo mismo, ¿queremos vivir en una Eurozona en la que estamos condenados a un proceso de ajuste largo y doloroso que, en el mejor de los casos, nos devolverá a una situación peor que la de partida y con un deterioro de las condiciones de trabajo y bienestar de los ciudadanos que, dado el horizonte neoliberal hacia el que todo apunta, nunca volverán a ser como las de ahora sino peores?
Esto mismo podríamos plantearlo en términos de una disyuntiva sobre la que los ciudadanos deberíamos disponer de información y análisis suficientes para, a continuación, tomar una decisión asumiendo las consecuencias. Esa disyuntiva es la que existe entre un ajuste largo y doloroso en el marco del euro, sin perspectivas de retorno a un pasado de bienestar que siempre miraremos con melancolía, o un ajuste corto y doloroso como consecuencia de la decisión soberana de abandonar la Eurozona.
Hasta ahora, como señalaba, a la ciudadanía se le ha impuesto la posibilidad del ajuste en el marco del euro. Bajo esa ética de la culpa, alimentada con expresiones como la de que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», tratan de legitimar la idea de que el ajuste es necesario y pasa obligatoriamente por el recorte de los derechos sociales en el marco incuestionable del euro. Y, al mismo tiempo, se le ha hurtado la posibilidad de discutir y debatir sobre el otro término de la disyuntiva: ¿queremos seguir en el euro? ¿No sería conveniente recuperar la soberanía económica y la posibilidad de articular economías más autocentradas, generadoras de empleo y riqueza interna abandonando ese mecanismo de imposición de políticas neoliberales que es la Eurozona?
No sé si ese podría ser efectivamente el camino frente a la crisis; lo que sí sé es que al menos me gustaría poder discutirlo de manera fundamentada.
Alberto Montero Soler ([email protected] ) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y presidente de la Fundación CEPS. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR