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Chávez y la revolución que se veía venir

Fuentes: Rebelión

En innumerables ocasiones durante 1990, en un programa de televisión local en el que se debatía de política y en el que participaba diariamente como invitado especial, cada vez que salía el tema de la situación política venezolana, afirmaba que aquel país estaba atravesando un clima pre-revolucionario.  ¿Pre-revolucionario?, me argumentaban, y es que se trataba […]

En innumerables ocasiones durante 1990, en un programa de televisión local en el que se debatía de política y en el que participaba diariamente como invitado especial, cada vez que salía el tema de la situación política venezolana, afirmaba que aquel país estaba atravesando un clima pre-revolucionario.  ¿Pre-revolucionario?, me argumentaban, y es que se trataba de una expresión inusual.  Me imagino, mirándolo retrospectivamente, que estuviera observando la situación política de aquel país y no hubiese visto otra salida para aquella gran nación que el triunfo de una revolución profunda. Las condiciones políticas y sociales que poco a poco se habían creado, desde la caída del gobierno del general Pérez Jiménez, no podían desembocar en otro lugar que no fuera la revolución. Una revolución que transformara las estructuras políticas, económicas y sociales, que los llamados gobiernos democráticos de los dos partidos que habían gobernado habían implantado en el país durante varias décadas.

La corrupción, que al principio empezó moderada en el gobierno de Rómulo Betancourt, fue evolucionando hacia una corrupción desenfrenada en la cual los gobernantes que se alternaban no pensaban en otra cosa que robar las riquezas del estado. Los ricos se volvieron más ricos y los pobres crecían como la verdolaga, amontonándose cada vez más en las cañadas y los cerros, donde no solo no entraba ni un médico ni un maestro, sino que ni hasta la misma policía se atrevía a subir para implantar el orden. A nadie le importaba la suerte de aquellos que el destino y los malos gobiernos habían llevado a vivir en aquella precaria situación que existía en aquellos lugares marginados. Los muertos de hambre miraban, desde los altos de los cerros y desde el fondo de las cañadas, cómo en los restaurantes, bares y clubes exclusivos del valle de Caracas la minoría de la población tomaba whiskey por galones mezclado con aguas traídas directamente desde Escocia. Los sibaritas se daban la gran vida, mientras el sector menos protegido de la sociedad observaba el festín de los escogidos. No era solo la corrupción de los funcionarios públicos, era también la de esa clase privilegiada que gozaba del poder económico.

Las grandes riquezas que producía la exportación del petróleo, petróleo que le pertenecía a cada uno de los ciudadanos, en vez de ir a parar en una justa distribución de las mismas, se repartían entre la parte estrecha del cono social. La Venezuela Saudita, como llegaron a bautizarla, solo repartía lo que le entraba entre unos pocos, el resto, que se fastidiara. Esos que cogían la gran tajada venían a Miami a comprar todo lo que se apareciera por delante. Tanto así que «está barato, dame dos» fue el mote que se les llegó a crear en esta ciudad.

Un día estalló la violencia. Las masas empobrecidas se lanzaron a las calles a buscar la parte que les correspondía a ellos y que les había sido negada. Durante el famoso Caracazo, esos abandonados quemaron carros, rompieron vidrieras, saquearon comercios e industrias, hasta que el ejército y la policía los reprimió violentamente, dejando una cuantioso saldo de muertos y heridos. Ahí sí que no hubo piedad para reprimir. En definitiva, a los que estaban reprimiendo era a los marginados de la sociedad, a los que ésta les había virado la cara y ahora les disparaba en las espaldas. Como todos sabemos, miles murieron y el resto fueron devueltos, a la fuerza, a los cuchitriles de donde habían venido. Fue un estallido popular, que la propaganda de la burguesía venezolana catalogó como el saqueo de los delincuentes.

Diez años tuvieron que pasar de aquella matanza para que llegara al poder un gobierno que proclamara que los pobres eran seres humanos y que como tales había que tratarlos. Así, poco a poco, Hugo Chávez Frías empezó a crear misiones de médicos, de educadores, de trabajadores sociales, que subieran aquellos cerros y bajaran a aquellas cañadas para preocuparse por esos infelices que habían sido abandonados, por décadas, a su suerte.

Chávez recibió un país hundido en la desesperación y la apatía, y lentamente lo ha ido transformando en uno con esperanza en su futuro. Su revolución no es mágica, pero sí es persistente. No ha podido resolver todos los problemas heredados, pero poco a poco ha ido avanzando hacia una sociedad más justa y solidaria.

Respetando el famoso juego democrático de elecciones cada cierto tiempo, ha sido el político que en más elecciones se ha presentado. Los representantes de aquella sociedad que heredó Chávez se frustran ante la popularidad de un presidente que sí ha utilizado las riquezas del país para atender a las necesidades de todos y no solo de unos cuantos. Están tratando de derrotarlo otra vez, pero están embarcados en una verdadera «misión imposible». Chávez los espera en octubre, sentado tranquilamente, frente a su carpa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.