Dos casos sin aparente relación alguna. Por un lado, la publicación por parte del New York Times de una investigación sobre el grupo Walmart de México, en la que se afirma que el conglomerado de tiendas de autoservicio pagó sobornos en prácticamente todo el país, con el objeto de hacerse de determinadas concesiones al momento […]
Dos casos sin aparente relación alguna. Por un lado, la publicación por parte del New York Times de una investigación sobre el grupo Walmart de México, en la que se afirma que el conglomerado de tiendas de autoservicio pagó sobornos en prácticamente todo el país, con el objeto de hacerse de determinadas concesiones al momento de establecer sus tiendas. Por otra parte, el anuncio por parte de la presidenta argentina de nacionalizar las acciones que la empresa petrolera Repsol (de propiedad mayoritariamente española) mantenía en la compañía petrolera argentina YPF.
Walmart, catalogada por la revista Fortune (publicación dedicada a la glorificación del capital y sus representantes) como la mayor empresa del mundo. Una empresa «modelo», que basa todo su éxito en la aplicación de tres sencillos principios: pagar poco a sus trabajadores (los salarios que pagan a sus «asociados» – nótese el elaborado eufemismo utilizado por la empresa para definir al esclavo moderno – son ridículos); pagar aún menos a sus proveedores (importando mercancía a insultantes precios desde China, India y Centroamérica), y minimizar sus costos de instalación y operación mediante la ayuda de gobiernos solícitos.
Este último punto se hace evidente tras la publicación referida, que afirma que Walmart México pagó sobornos hasta por 24 millones de dólares a diversos agentes políticos en nuestro país, a cambio de «desvanecer objeciones y facilitar las aprobaciones ambientales de sus proyectos y obtener, en pocos días, permisos que normalmente costarían meses de trámites».
El crecimiento de la empresa norteamericana ha sido impresionante: en cuestión de una década pasó a contar con más de seis mil tiendas en todo el mundo, la mitad de ellas en Estados Unidos, controlando una tercera parte de la venta de alimentos en el vecino país. En el nuestro existen más de 800 tiendas, cifra que sigue creciendo. Cada tienda que se instala ha traído consecuencias graves, entre ellas la quiebra de todos aquellos negocios que se ven simplemente imposibilitados de competir contra el gigante.
Por su parte, YPF, constituida a principios del siglo pasado como una empresa estatal, fue privatizada en 1992 tras la imposición del modelo neoliberal como paradigma económico en todo el mundo. La pequeña empresa Repsol se hizo con una buena parte de las acciones, convirtiéndose al poco tiempo en una de las mayores petroleras privadas del mundo, a partir de su intervención en varios países de América Latina (un cuento de más de 500 años).
Tras al anuncio la semana pasada de la nacionalización de las acciones de Repsol, la condena internacional no se ha hecho esperar. «Estos actos no quedarán impunes», vociferaba el presidente de la petrolera cuál gángster de película. 40 países han denunciado a Argentina ante la Organización Mundial de Comercio. En la agonía de su mandato presidencial, también Felipillo pone el grito en el cielo, ignorando por completo la Constitución que jura defender, esa que señala la autodeterminación de los pueblos y la no intervención en asuntos extranjeros.
Si bien parecen tener poco en común ambas situaciones, la realidad es que ambos casos son expresiones de un mismo sistema económico que funciona a escala global, un sistema en el que los intereses nacionales, el bienestar de la población y la propia dignidad humana están supeditados al poder del dinero. La única lógica que parece tener sentido en este mundo es la del lucro y la acumulación, disfrazada de competitividad, productividad y demás eufemismos, así sea pasando por encima de cualquier tipo de contemplación moral o política.
Las premisas están claras: los derechos de las grandes empresas transnacionales y de los pocos dueños del dinero están por encima de cualquier otra cosa, soberanía nacional incluida. Al resto de los mortales nos corresponde trabajar para ellos bajo salarios y prestaciones de risa. A la poca clase media restante le corresponde cargar con el grueso de la recaudación fiscal, mientras que aquellos privilegiados gozan de grandes concesiones en la materia, todo en aras de la nueva panacea universal: el crecimiento económico. A la receta se le agregan gobiernos a modo, dispuestos siempre por módicas cantidades a favorecer a quién tenga con qué pagar, y tenemos un modelo económico que nos tiene precisamente donde nos encontramos hoy.
Colectivo La digna voz
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